Y, entonces, un enorme proyectil exactamente del tamaño de un puño encerrado en un guante se hundió en mitad de la mente, el mejor golpe de aquella sorprendente noche (…). Palabras a propósito de un gran libro sobre boxeo. Inclasificable. ¿Crónica acaso? Obra de un gran – portentoso – escritor y periodista. Palabras esas impensables para la casi medianoche del sábado 27 de noviembre, cuando un policía (que no debería ser boxeador) noqueó en el primer asalto a un boxeador privado de su libertad.
Por Víctor Ego Ducrot (*) / El agente de “la Bonaerense” Julián “El Diamante” Gómez primero alardeó en forma provocativa sobre el cuerpo derribado y grogui de Martín “El Renacido” Jara. Hacer eso no es de boxeador. Muy de tanto en tanto sucede; consecuencias en esos casos, de lamentables excepciones oriundas de odios o enconos.
No, por cierto que no lo es, pues ellos y ellas se baten a veces hasta con furia en una suerte de arte atávico, pero son gente de honor, de lealtades.
Así viven sus vidas en el gimnasio y sobre el ring – al final de cuentas solos y frente a frente – los protagonistas de un deporte noble que, para mi dolor y de tantos otros supongo, aquella pluma refundante del periodismo deportivo argentino, Dante Panzeri (1921-1978), no supo, no pudo o no quiso ver como tal. Por eso alguna vez consideró al boxeo como un homicidio legalizado, un espectáculo deshumanizante que golpea el cerebro.
Los buenos que no parecen tales
La árbitra de la pelea debió apartar al “Bonaerense” del caído y aquél, entonces, se trepó al encordado, de cara a las cámaras de televisión, para vociferar a garganta partida ¡viva la Fuerza, viva la Policía, viva la gente de bien!, mientras una cierta alarma se apoderaba del ring ante la falta de reacción del “Renacido Jara”.
Marcos René “El Chino” Maidana, el mismo que fuera formidable campeón del mundo (AMB) de los superligeros y los wélter, es el promotor del ciclo de combates que los sábados por la noche emite el canal 9 de TV; y de los púgiles que del mismo participan.
Él mismo asistió a Jara, y, hombre de raza boxísitica, seguramente fue también quien en forma breve y lejos de los micrófonos convenció a Gómez, o le exigió, que intente enmendar su bravuconada discriminadora y apologética de una “Fuerza” tan conocida y con razones de sobra como “la maldita policía”.
Esa Policía – todas las del país -, elementos de la política, de los gobiernos, del poder judicial, de las fiscalías y del delito, “bendecidos” con sutileza por el poder mediático, conforman la trama de complicidades que le da forma y fondo al crimen, tanto al organizado como al más elemental, con zonas liberadas para que un sinnúmero de delincuentes, hasta de poca monta, operen por cuenta y cargo, sí, de esa misma trama cómplice.
Así fue como el policía de “la Bonaerense” terminó acercándose a un Jara que aun seguía conmocionado – se supone que para pedirle disculpas – y luego hasta lo levantó en andas, a título de tardío reconocimiento.
Fue un momento de calentura porque me él había hecho un gesto que no me gustó. Soy un caballero y pido disculpas; él también me pidió disculpas por el gesto. Gracias a mi entrenador, al Ministro de Seguridad (Sergio Berni) y al Jefe de la Policía (Daniel Alberto García), dijo Gómez según reflejaron al día siguiente algunos de los medios que cubrieron la pelea.
Los mismos medios que, necesario resulta señalarlo, apenas si ninguna línea ni micrófono abierto le dedicaron a Jara, el preso que es boxeador, el boxeador que está preso.
Solo se refirieron a sus datos y record previo al sábado, de invicto con dos victorias y un empate. Eso sí, no se cansaron de subrayar que cumple una condena a 14 años por robos, como si la referencia tuviese alguna relevancia boxística (ninguna).
No existen los santos inocentes
Cuando doy clases sobre análisis crítico de narrativas en torno a violencias y delitos, en la Maestría Criminología y Comunicación (Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP) suelo insistir en que una de las fórmulas preferidas por los dispositivos culturales al servicio del “castigo clasista” es aquella por la cual las fuerzas represivas siempre ocupan el rol de héroes o de víctimas.
Cuando los hechos ilegales cometidos las esas fuerzas policiales son flagrantes o indisimulables, los discursos “castigadores” apelan entonces a circunloquios tales como la responsabilidad no recae sobre “la fuerza” ni el sistema, sino que es de sus agentes aislados, los consabidos delincuentes que usan uniformes. Como diría Gómez el noqueador del sábado pasado, la gente de bien siempre pertenece al mundo de quien reprime.
Pese a todo no sería justo negarle de plano toda posible sinceridad al agente que no podrá ser boxeador, aunque lo que en el mundo que nos ocupa vale es lo que acontece al calor del ring. Todo lo otro que quede librado a la interpretación de cada uno.
La mía es la siguiente: los gestos y dichos primarios de Gómez me sonaron a reverberos de Luis Chocobar, del policía que asesinó al delincuente Juan Pablo Kukoc en diciembre de 2017; de los canas que hace pocos días terminaron con la vida del pibito Lucas González; y de tantos (muchísimo) otros criminales del gatillo fácil, de la violencia policial.
Ni Mailer, ni Cortázar…ni Mohammed Alí
Por varios motivos, en especial por aquel que siempre nos susurra el pugilismo y su mundo en tanto prácticas y cultura que se metaforizan con los cuerpos, y hasta exorcizan la violencia que lo humano en sí conlleva – ¿monos asesinos, cazadores o imitadores de lo sagrado? -, podemos afirmar que los boxeadores, ellos y ellas, son tejedores de una historia colectiva nacida en el barro, entre el pobrerío; casi siempre. De ahí que los mejores textos acerca de esas historias y haceres tan emparentados están con la literatura, con el arte.
Debido a los gestos del ganador vociferante, la pelea que motivó esta nota quizás no sea merecedora de lo que sigue; que sigue porque con ello pretendo rendirle homenaje al boxeo, a su gente, a quienes se baten sobre el ring, bajo luminarias en Las Vegas o en un club mistongo de barrio suburbano.
Y, entonces, un enorme proyectil exactamente del tamaño de un puño encerrado en un guante se hundió en mitad de la mente, el mejor golpe de aquella sorprendente noche, el golpe que Ali se había guardado para su carrera. Los brazos de Foreman flotaron hacia un lado como los de un paracaidista al saltar de un avión. Ali lo rodeo en círculo cerrado con el guante dispuesto a alcanzarlo una vez más , pero no hubo necesidad y el guante se convirtió en una íntima escolta de Foreman en su camino hacia el suelo (…). Palabras a propósito de un gran libro, una inclasificable crónica sobre boxeo escrita, más que escrita vivida (o caso una y otra acción expresen lo mismo) por un gran escritor y periodista: El Combate (1975), de Norman Mailer; y a su respecto: Son las cuatro de la mañana del 30 de octubre de 1974 en Kinshasa, Zaire. Dos hombres se disputan el titulo mundial de los pesos pesados. Muhammad Ali es el aspirante. Don King, el promotor, ha conseguido del dictador Mobutu Sésé Seko los diez millones de dólares necesarios para organizar el combate. George Foreman es el campeón. Un testigo de excepción narrará lo que Ali denominó “el más grande acontecimiento pugilístico; el más grande acontecimiento de la historia mundial”.
Imposible no reparar en estos párrafos: Cassius Marcellus Clay tenía 35 años cuando en 1845 fundó el periódico abolicionista The True American. Esclavistas furiosos destruyeron las oficinas. Clay sobrevivió a un balazo y a una emboscada. Mató con su puñal a uno de los agresores. Abraham Lincoln lo designó embajador en Rusia. Fue abogado y legislador republicano. Prisionero en la Guerra de México. Apoyó al Norte en la Guerra Civil y a Cuba de su independencia de España. Murió en 1903 y su nombre fue citado en estas horas en Estados Unidos para darle una estatua, que reemplace a las tantas que han sido derribadas tras el homicidio de George Floyd. Uno de sus antiguos esclavos, Herman Heaton Clay, lo había homenajeado poniéndole a su hijo el nombre de Cassius Marcellus Clay. El nieto, a su vez, fue llamado Cassius Marcellus Clay Jr. Pero el nieto jamás pensó que el abogado abolicionista merecía una estatua. En rigor, el nieto ni siquiera quiso llevar su nombre esclavo. Lo cambió. Eligió llamarse Muhammad Alí (…). El nuevo nombre se hizo público al día siguiente de su coronación de 1964 en Miami ante Sonny Liston, con Malcolm X como su invitado especial al estadio. Un periodista le preguntó si era «miembro con carné de los Musulmanes negros». Cassius respondió firme. «No tengo por qué ser lo que ustedes quieran. Soy libre de ser lo que yo quiero ser» (…). De un artículo escrito por uno de los mejores periodistas deportivos del país, Ezequiel Fernández Moores, y publicado por el diario La Nación el 15 de julio de 2020.
Ni que hablar de estos
(…).Todo el mundo parado a la espera de la campana del séptimo round, un brusco silencio incrédulo y después el alarido unánime al ver la toalla en la lona, Nápoles siempre en su rincón y Monzón avanzando con los guantes en alto, más campeón que nunca, saludando antes de perderse en el torbellino de los abrazos y los flashes. Era un final sin belleza pero indiscutible, Mantequilla abandonaba para no ser el punching-ball de Monzón, toda esperanza perdida ahora que se levantaba para acercarse al vencedor y alzar los guantes hasta su cara, casi una caricia mientras Monzón le ponía los suyos en los hombros y otra vez se separaban, ahora sí para siempre, pensó Estévez, ahora para ya no encontrarse nunca más en un ring (…). Cuento magistral: La noche de Mantequilla (Alguien que anda por ahí, 1977). Sí, de Julio Cortázar.
El genio de El perseguidor tenía nueve años cuando a Luis Ángel Firpo “le robaron” la pelea frente a Jack Dempsey. Mucho tiempo después sostuvo que el argentino debió haber ganado y ser campeón del mundo, porque el marqués de Queensberry – padre de Bosie Douglas, quien fue pareja de Oscar Wilde – estableció que un boxeador defenestrado ha de volver por cuenta propia al ring, y en cambio treinta manos levantaron a Dempsey, que estaba groggy y lo devolvieron cariñosamente a la lona, donde la campanilla lo salvó porque esa noche el buen Dios estaba con el star spangled banner por donde se lo mirara”.
Podrían ser tantos otros los texto y los autores que tentado estoy de volcar aquí algunos de los cuentos boxeadores de Jack London (1876-1916), como El mexicano, en el que Rivera, un joven y enigmático púgil, contribuye a la Revolución Mexicana con los dinerillo que dinero que gana en peleas clandestinas.
Pero no
Round 12
Fin. Cierro con lo siguiente, otra vez de Cortázar.
Durante una entrevista concedida en Madrid, en 1983: La vida de los boxeadores depende de sus recursos, de sus jabs y sus ganchos. En Argentina se consideró un robo nacional. De la misma forma que definió: El buen cuentista es un boxeador muy astuto, muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando las resistencias más sólidas del adversario.
Y el buen boxeador no hace lo que vos hiciste, Gómez. Seguí siendo rati.
(*) Víctor Ego Ducrot es periodista, escritor, profesor universitario y director de esta página. Doctor en Comunicación por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Profesor titular de Historia del Siglo XX (Cátedra II) en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la misma UNLP. En esa casa de estudios tiene a su cargo las cátedras Análisis y Producción Crítica de Narrativas sobre Delito y Violencia, en la maestría Comunicación y Criminología Mediática – en la cual integra el Consejo Académico –, y Planificación y Gestión de Medios, de la Maestría en Periodismo.