Un “dios padre”, el poder económico concentrado que necesita y financia al Estado del gatillo fácil y otras modalidades ilegales de represión. El “hijo”, que anida entre los tres poderes de ese Estado; con jueces, fiscales y policías en tramas de complicidad casi siempre con diversos sujetos o agentes del crimen no siempre organizado, el mismo que suele resucitar tras cada nuevo crimen. Y esa suerte de “espíritu maligno” compuesto por dispositivos mediáticos dominantes, que explican, justifican y naturalizan la violencia clasista, indispensable para la vida misma del sistema de poder, en sus márgenes y tantas veces en su misma centralidad. Algunas reflexiones a propósito del alevoso asesinato del joven Lucas González y de otros recientes que han tenido a elementos de distintos cuerpos policiales como autores y victimarios, tal cual la muerte de Alejandro Martínez en una comisaría de San Clemente del Tuyú. También sobre la falacia, que termina siendo cómplice, de nuestros políticos profesionales, para quienes el carácter “político” de la violencia policial e institucional suele diluirse en la mediocridad de la especulación partidaria y politiquero electoralista, hecho que los pone en evidencia como facciones en disputa de una misma corporación, la bendecida por la Perversa Trinidad a la que nos referimos.
Por Víctor Ego Ducrot (*) / Primero algunos datos, aunque no todos los posibles y a título de contexto. Los casos de violencia por parte de efectivos de fuerzas de seguridad se repiten en distintos lugares del país (…). Hace menos de dos semanas, otro gatillo fácil conmocionó al país. Fue en Corrientes. Allí la policía de esa provincia acorraló a Lautaro Rosé, un chico de 18 años, y lo dejó ahogar tras una razzia. Así resume un artículo del diario Página 12, el 19 de este mes.
Con su reporte anual aún en preparación – el mismo será presentado a mediados de diciembre -, la Correpi ya lleva registrados 400 asesinatos en manos de las fuerzas de seguridad de todo el país.
En 2020 se registraron 537 fusilamientos, muertes en lugares de detención, femicidios perpetrados por uniformados y desapariciones seguidas de muerte. Inicialmente, la cifra se había ubicado en 411, pero después de la publicación del informe fueron notificados más de cien casos correspondientes al mismo año.
El artículo de Página 12 ya citado también da cuenta de lo siguiente: desde la vuelta a la democracia hasta noviembre del 2020, fueron reportados 7.587 casos de violencia policial en todo el país. La mayor parte de los casos, un 51.49%, ocurrieron en la provincia de Buenos Aires. En segundo lugar se ubica Santa Fe con un 9.7% y en tercero Córdoba con 6.63% (…). El desempeño de las fuerzas de seguridad (a nivel nacional) durante la cuarentena para contener la pandemia de coronavirus también fue foco de las críticas realizadas por ONGs defensoras de los derechos humanos. Un informe presentado por Amnistía internacional detalló que hubo más de 30 casos de violencia policial que se vincularon directamente o indirectamente con las medidas de control del aislamiento social, preventivo y obligatorio. La mayoría de los casos se produjo en contextos de vulnerabilidad y pobreza, remarcaron desde la ONG y aseguraron que el ejercicio de las facultades de control de las fuerzas de seguridad no debe traducirse en el ensañamiento o disciplinamiento de personas o grupos que se encuentran en una situación de vulnerabilidad social.
Desde que fue fundada, hace cinco años, la Policía de la Ciudad de Buenos Aires acumula denuncias por 121 episodios de violencia institucional, según datos coincidentes de diversas fuentes.
El 20 de noviembre, el colega Gustavo Carabajal, de La Nación, publicaba lo siguiente: Hay algunos policías que primero disparan y después preguntan (…). Desde la masacre de Wilde hasta el asesinato de Lucas González, en Barracas, pasaron casi 28 años; sin embargo, ambos hechos de brutalidad policial confirman que esa conducta que tienen algunos policías de disparar primero y preguntar después sigue vigente (…). El 10 de enero de 1994, Claudio Díaz conducía su Dodge 1500 modelo 1980 por la avenida Mitre. Al llegar a Villa Dominico, tomó por Ramón Franco y pasó por la sede regional de la Universidad Tecnológica Nacional. Lo acompañaba Edgardo Cicutín. Llevaban el baúl cargado de libros para ofrecerlos a nuevos clientes que visitarían en la zona. En la esquina de Bismarck y Moreno, en Wilde, Díaz escuchó los primeros disparos. A través del espejo retrovisor alcanzó a ver la silueta de un automóvil con una baliza portátil en el techo. “Disparaban a mansalva. No hubo ni sirenas y ni voz de alto. Tampoco se veían los balazos. Solo se escuchaba el ruido contra la chapa del auto. Me tuve que detener porque el auto no avanzaba más. Tenía dos o tres ruedas en llanta. Entonces, llegaron unos hombres armados y nos hicieron bajar. Edgardo descendió al mismo tiempo que yo, pero en un momento lo perdí de vista. Me empujaron al piso, me pusieron una pistola en la cabeza y me esposaron con las manos hacia adelante. Al mismo tiempo, otro de los que me apuntaban apoyó su rodilla en mi espalda para tenerme aplastado contra el piso”, relató Díaz. Casi 28 años después, la escena que describió el sobreviviente de la masacre de Wilde se repitió con algunos matices en Barracas (…).
Estamos ante una modalidad criminal que atraviesa a todos los cuerpos policiales del país, lo que conduce a dos conclusiones primeras y provisorias.
No se trata de precariedades ni limitaciones de las instituciones oficiales para seleccionar su personal, ni siquiera de sus esquemas de formación y capacitación. Se trata, como intentaremos explicar más adelante, de una política de seguridad cuyos objetivos estratégicos contemplan la posibilidad del crimen perpetrado desde las propias filas como objetivo propuesto o a veces como daño colateral no deseado.
Por otra parte, el carácter transversal del crimen policial entre todas las jurisdicciones del país dice que los esfuerzos realizados por de una y otra fuerza dominantes sobre el tablero político –oficialismo y oposición – por cargar las tintas en su provecho cuando el crimen policial se registra en territorio de su adversario, no son otra cosa que intentos politiqueros electoralistas de corto alcance y objetivamente coincidentes en ocultar la verdadera naturaleza del problema: el poder de la Perversa Trinidad.
Hace unos diez años
En septiembre de 2012 se conoció el llamado Informe Candela, sobre la investigación que el Senado de la provincia de Buenos Aires hiciera acerca del asesinato de la niña Candela Sol Rodríguez, acaecido el 22 de agosto de 2011 cerca de su casa, en Hurlingham.
Dicho trabajo de meses trascendió el caso que lo motivó, pues arrojó luz sobre una operatoria registrada en territorio bonaerense pero con aplicaciones diversas en todas y cada una de las jurisdicciones de país: puso en evidencia como se conforma y opera una trama de complicidades que incluye a los tres poderes del Estado, con elementos policiales, fiscales y judiciales, al universo político en su conjunto y a facciones de la delincuencia, del crimen no siempre organizado, cuyo accionar se ve favorecido justamente por esa red de complicidades.
El Informe Candela fue difundido entonces por esta página informativa y luego analizado en profundidad en tesis de grado y en tanto material de estudio sobre narrativas en torno a violencia y delitos, en la Maestría en Comunicación y Criminología de la Facultad de Periodismo y Comunicación de la UNLP. A lo largo de esas experiencias analíticas y docentes fue tomando forma el concepto que le da título a este texto.
La Perversa Trinidad
Nos referimos al poder económico concentrado como una suerte de “dios padre”, porque él explica y fundamenta al delito con protección de Estado en tanto atributo intrínseco del sistema capitalista, y con hechos de portentosa violencia cuando el mismo se da en los bordes, en los márgenes del sistema global, que es esa la frontera por la que circula y vive nuestro país.
Si se me permite otorgarle una cuota de certidumbre al siguiente enunciado de Norman Mailer en su novela El parque de los ciervos (1955) – a menudo he pensado que los periodistas viven obsesionados en descubrir hechos reales a fin de poder contar un mentira, y que, contrariamente, el novelista se somete a la esclavitud de sus dueña y señora, la imaginación, con el fin de descubrir la verdad -, hagan lo propio con mi idea de invocar a clásicos de la literatura policial, como lo son los estadounidenses Dashiell Hammett – Cosecha Roja (1929)y El Halcón Maltes (1930), por ejemplo – y Raymond Chandler – El sueño eterno (1939) y Adiós muñeca (1940), entre tantas otras – para darle forma a esa construcción que nos dice: no hay capitalismo, mucho menos en los márgenes del sistema, sin violencia, sin delito, sin Estado corrupto y violento, sin irrupción mediática poderosa.
Ahí tenemos al “hijo”, que anida entre los tres poderes de ese Estado; con jueces, fiscales y policías en tramas de complicidad casi siempre con diversos sujetos o agentes del crimen, el mismo que suele resucitar tras cada nuevo crimen.
Y a esa poderosa criatura que es el “espíritu maligno”, compuesto por los dispositivos mediáticos dominantes, que explica, justifica y naturaliza todo tipo de violencia clasista, indispensable para la vida misma del sistema de poder, en sus bordes siempre – valga reiterarlo – y tantas veces en su misma centralidad.
Barracas y San Clemente del Tuyú
En los últimos días, apenas con horas de diferencia, el joven Lucas González fue asesinado por tres policías porteños en una calle de Barracas y Alejandro Martínez, de 35 años, apaleado y torturado hasta su muerte en una comisario del balneario San Clemente del Tuyo, hecho por el cual fueron imputados nueve efectivos bonaerenses.
Fueron casos de infamia policial y a los dos se los sospecha como consecuencias de accionares sistemáticos de agentes vinculados a delitos: cadenas de robos en San Clemente, zonas liberados para narcos y otros elementos en Barracas.
Tal cual en tantos otros de los casos recordados en el comienzo de este texto, los policías involucrados contaron con la ayuda de fiscales y jueces, para entorpecer las indagaciones.
Desde aquellos medios a los actuales
Una de las labores centrales del análisis crítico de narrativas en torno a delitos y violencia llevado a cabo en la citada Maestría en Comunicación y Criminología, consiste justamente en reflexionar y concluir sobre el rol que cumple el aparato mediático como organizador y sustento de tendencias discursivas que ofrecen, entro otros, los siguientes vectores:
Discriminación y condena prejudicial de los acusados y estigmatización de pobres, infantes y minorías como supuestos sujetos naturales del delito.
Aprobación orgánica de las conductas policiales, penitenciarias, fiscales y policiales, e invisibilización –salvo casos de excepción – de los actores económicos, políticos y por supuesto mediáticos que viven detrás del crimen.
Se trata de un andamiaje de sentidos que apunta a la convalidación cultural de las estructuras represivas y punitivas que demanda el “dios” padre de la Perversa Trinidad.
Desde aquel ya lejano Caso Candela a la fecha ha transcurrido casi una década, años en los que las herramientas comunicacionales se multiplicaron casi como pandemónium de discursos y tecnologías, ocupando cada instante de nuestras vidas individuales y sociales.
El algoritmo que ordena a unos y otros
Los vectores recién puntualizados mantienen sus naturalezas respectivas – y lo harán tal vez por un tiempo más, todavía imposible de calcular – pero se adecuaron al imperio del algoritmo, de la confluencia multimediática capaz de distribuciones y réplicas continuas.
Es ello lo que nos explica por qué los medios televisivos centrales – los de la derecha que son casi todos pero también otros que se definen críticos aunque incurren en una misma lógica narrativa– en los casos gravísimos de estos días se han mostrado como condenatorios de los elementos policiales y solidarios hasta la “emoción” con las víctimas y sus allegados más próximos.
Sucede que el algoritmo obliga a la empatía y que en medio del debate politiquero hay que reaccionar con rapidez y oportunismo.
Por ejemplo TN –por derecha – defiende a las autoridades porteñas aludiendo a la rápida reacción de éstas ante los sucesos de Barracas, mientras que C5N –dizque defensor de los gobiernos nacional y bonaerense – intenta por todos las formas de culpabilizar al poder de la ciudad y minimizar los hechos de la misma catadura que se registran en la provincia.
Pero las coincidencia afloran a un lado y otro de la disputa: todos señalan que se trata de policías delincuentes, ninguno (o casi) se refiere a que esos agentes, uniformados o no, son consecuencia de un sistema, el de la Perversa Trinidad.
Si hasta el abogado que representa a la familia del joven asesinado a mansalva en Barracas, Gregorio Dalbón – apasionado siempre ante toda participación mediática y abogado de la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner – coincide en eso de dejar en claro que no se trata de la institución sino de delincuentes vestidos de policías; cuando lo esperable de una democracia no tan renga como la nuestra sería aceptar el carácter institucional del crimen policial y que entonces la política y el Estado abogasen por una tarea “santa”, que consiste sin dudas en ponerle fin a la Perversa Trinidad.
Conclusiones (siempre provisorias)
Hace años que nuestro sistema de representaciones políticas e institucionales sufre una profunda crisis, casi que yace en estado de coma en cuanto a pérdida de credibilidad social.
Podría ser por esa razón que todo violado en sus derechos, toda agredida, piensa primero en llamar a la tele y ahora en “subirlo” a las redes antes que acudir a la policía, por ejemplo.
También es cierto que el acompañamiento multitudinario puede ser reparador, quizás, ante el dolor, el desamparo y la pérdida, y en ese sentido pueden leerse las movilizaciones dolidas y sinceras en pos de justicia, de verdad y también de castigo a los victimarios.
Sin embargo, puede resultar oportuno recordar, aunque suene a políticamente incorrecto, que el “espíritu maligno” tiene todo eso presente, opera en consecuencia y cuenta para ello con infinitos medios económicos, técnicos y políticos.
En ese orden de cosas, el “espíritu maligno” apunta a convertir la protesta en catarsis, que por lógica propia se agota en sí misma una vez cumplida; y a generar empatías varias dentro de las propias fronteras del poder, de ese poder al que, reitero, aquí definimos Perversa Trinidad.
(*) Víctor Ego Ducrot es periodista, escritor, profesor universitario y director de esta página. Doctor en Comunicación por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Profesor titular de Historia del Siglo XX (Cátedra II) en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la misma UNLP. En esa casa de estudios tiene a su cargo las cátedras Análisis y Producción Crítica de Narrativas sobre Delito y Violencia, en la maestría Comunicación y Criminología Mediática – en la cual integra el Consejo Académico –, y Planificación y Gestión de Medios, de la Maestría en Periodismo.