En Cuba estamos en un momento de sentimientos, y la obligación de cada cubano es definirlos con madurez y altura, pero sobre todo con racionalidad y transparencia. Las reflexiones de un veterano periodista de Prensa Latina, de destacada trayectoria.
Por Luis Manuel Arce Isaac, desde La Habana / Ahora hay una mezcla muy grande de ellos con todas las diferencias y coincidencias naturales que existen en los grupos humanos en cualquier parte del mundo, y explican la complejidad de los procesos.
Las posiciones contrapuestas pueden apuntar, aunque parezca algo contraproducente, a una finalidad cuasi común en el caso cubano, como es la necesidad de lograr un bienestar social adecuado a la naturaleza humana en la que cada individuo no tenga que vivir una odisea para sentirse persona.
Todo pasa por la satisfacción de las necesidades básicas, que no solamente son alimentos, alojamiento, transporte y posibilidad de recreación, aunque sean el aspecto del bienestar más demandado igual por quien tenga o no una cultura y una educación elevadas.
La diferencia entre los enfoques de cómo llegar a esa meta del bienestar es la que complica las cosas porque es allí cuando surgen las tendencias y los criterios de presuntas soluciones, en las que asumen un protagonismo singular los sentimientos de la nación y de las personas.
Si los sentimientos de la nación -entendidos como todos los valores y principios relacionados con el patriotismo- ejercen una influencia fuerte en las personas, estos tendrán una respuesta concordante en la forma de pensar y actuar del individuo, y hará que vea las cosas desde un prisma diferente a quien sus raíces sociales y étnicas, o las facilidades de subsistencia, lo atan menos a su tierra de la cual, sin embargo, se nutren.
Pero si esa influencia es débil en algún grupo social independientemente de si es o no brillante intelectualmente, es imposible esperar una respuesta más o menos cercana a las que broten de otros con una posición más identificada con sus arraigos, sus costumbres, su historia, su cosmovisión o interpretación de su país y en general del mundo que los rodea.
Surgen así confrontaciones naturales antagónicas, pero no necesariamente irreconciliables, cuyo mayor peligro es su exposición al manejo intencionado para que deriven -o sean conducidas- en una incompatibilidad a zanjar mediante la violencia. Es la teoría del desajuste social.
En el caso de Cuba, el dominio de las redes sociales por los grupos asentados en Estados Unidos apoyados por el gobierno de Joseph Biden, contribuyeron a que personas agobiadas por una situación de crisis sanitaria y económica no estructural, sino coyuntural y no atribuible al gobierno, cayeran en paroxismo y por primera vez en 62 años, en una evidente confusión de sentimientos, y lo expresaran contra la revolución y no dentro de ella como siempre había ocurrido.
No se trataron de hechos espontáneos y mucho menos de un estallido social (tampoco alarido como lo calificó cierto intelectual), sino el resultado de la explotación perversa de sentimientos y ansiedades criminalmente creados con el agudizamiento de las condiciones de vida de la ciudadanía gracias a la intensificación del bloqueo en momentos en los que salvar vidas por la Covid-19 no dejaba alternativas en el uso de los pocos recursos a disposición del gobierno para atender otras necesidades.
Sin embargo, es necesario recalcar que, en comparación con el conjunto de la nación, quienes confundieron sus sentimientos y necesidades fueron pequeños grupos frente a la aplastante mayoría de la población que defiende su historia, su presente y su futuro como ha hecho en estas seis décadas de revolución.
Hay personas que desde sus posiciones de mayor holgura económica por la razón que sea, se rasgan las vestiduras para justificar a los mercenarios pagados por el enemigo que sirvieron de mascarón de proa para generar disturbios y atraer gente con las cuales justificar las acciones políticas y respaldar, de facto, cualquier aventura intervencionista de Estados Unidos, incluidos llamados a bombardear La Habana y destruirla como a Bagdad, Damasco o Trípoli
Un ejemplo claro, aunque realmente kafkiano, inverosímil, lo acaba de dar la señora Michel Bachelet con sus aberrantes declaraciones contra Cuba y su gobierno al que incluso acusó de impedir el acceso del pueblo a los alimentos y medicinas, como si fuera la que impone el bloqueo económico, comercial y financiero que hace 60 años aplica Estados Unidos para, precisamente, rendir por hambre y enfermedades a los cubanos.
Una total vergüenza para una persona que fue presidenta de Chile y no solucionó los problemas de sus propios conciudadanos, ni levantó un solo dedo para condenar los atroces crímenes de su sucesor Sebastián Piñera que se mantiene a golpe de fusil y porra en el poder y debería ser juzgado por crímenes de lesa humanidad ante la bestial represión a jóvenes que incluso ha dejado tuertos o ciegos.
Los juicios de presunta altura intelectual que hacen algunos mezclando deficiencias del gobierno cubano admitidas, conocidas y debatidas, e incluso criticadas por la gente, pero dentro de la revolución, con supuestas acciones «pacíficas» como la «ayuda» humanitaria mediante la cual Estados Unidos y la OTAN acabaron con Yugoslavia el siglo pasado, quedan fuera de todo juicio de valor cuando lo sacan del contexto internacional y de los verdaderos propósitos de liquidar el proceso político cubano.
Sus análisis los circunscriben a la pequeña isla para tratar lo malo y lo peor sin relacionarlo con Estados Unidos o la Unión Europea, y mucho menos con la fase más delicada que está viviendo el mundo desde la Segunda Guerra Mundial porque por vez primera se siente con mayor claridad la etapa final de una época político-ideológica con sus protagonistas egresando de esa historia bañados en sangre, tal y como entraron a ella hace poco más de dos siglos.
No piensen esos monjes modernos de la alevosía e indignidad que el mundo tiene muchas opciones más allá de las de buscar un mundo mejor, que se sabe es posible, o la barbarie que «está entre nosotros, casi por generación espontánea, parida y reparida sin cesar por la adicción del capital a la industria militar», como denuncia el catedrático panameño Guillermo Castro.
El otro mundo posible, como dice el teólogo brasileño Leonardo Boff y ratifica el pensador panameño, está por concebir en los términos que caracterizan al mundo actual. Lo sensato es buscar unidos esto último, tendiendo puentes de paz y de amor, y no atizando volcanes que pueden incendiar la pradera. Cuba no está por la guerra, sino por la paz cuya base está en la soberanía y la independencia, sus más profundos sentimientos nacionales a los cuales no renuncia.