Aunque EE UU no es un Estado fallido presenta algunas disfuncionalidades que han provocado diversas crisis internas y un declive externo. He aquí las claves para entender en qué situación se encuentra el país.
Por Mariano Aguirre (*) / Algunos lectores pensaron que era una exageración cuando recientemente la revista The Atlantic publicó el artículo Estamos viviendo en un estado fallido (We are living in a failed state) del prestigioso ensayista George Packer. Se considera Estados fallidos o frágiles a los que no proveen servicios públicos y seguridad a los ciudadanos ni garantizan sus derechos, no cuentan con un sistema tributario y no tienen el monopolio del uso de la fuerza.
El artículo se refirió a la forma en que el gobierno de Donald Trump respondió tardía y caóticamente a la pandemia, a la corrupción e ineptitud de sus miembros, y al desprecio del presidente y sus colaboradores por los ciudadanos, especialmente los afroamericanos y latinos.
Las respuestas de Trump a la pandemia (incoherentes) y a las manifestaciones en todo el país (autoritarias) han recordado también las formas en que actuaron dictadores del pasado y presidentes autoritarios del presente: recomendaciones extravagantes y peligrosas como beber lejía contra la COVID19, amenazar a los manifestantes contra los abusos policiales con “perros feroces y armas nunca vistas”.
Comparando a Estados Unidos con países que tienen gobiernos disfuncionales, como Bielorrusia y Pakistán, Packer indicó que el virus ha penetrado “en ciudades prósperas, con una clase de oficinistas conectados globalmente que dependían de una clase de trabajadores de servicios precarios e invisibles. En el campo, comunidades en descomposición en revuelta contra el mundo moderno. En redes sociales, con odio mutuo y vituperación interminable entre diferentes campos. En la economía, incluso con pleno empleo, donde hay una brecha grande y creciente entre el capital triunfante y la mano de obra asediada. En Washington, donde hay un gobierno vacío dirigido por un estafador y su partido en bancarrota intelectual. Y en todo el país, donde reina un estado de ánimo de agotamiento cínico, sin visión de una identidad compartida o futuro”.
Como otros países con grandes brechas sociales, Estados Unidos puede ser lo que uno quiera ver: rico, poderoso y democrático o pobre, débil y represivo. La realidad no se encuentra en el punto medio sino en el triángulo que representa la desigualdad: el denominado 0,1% ocupa el vértice superior acumulando inmensas riquezas y capacidades para reproducirlas exponencialmente. Por otro lado, de forma gradual, desde el vértice hacia abajo la mayor parte de la gente tiene ingresos menores, servicios y herramientas para el ascenso social. Extremos de ingresos y riqueza en la parte superior, afirma el economista y Premio Nobel Joseph Stiglitz, vaciamiento en el medio, aumento de la pobreza en la parte inferior.
Estados Unidos no es un Estado fallido como Somalia, y tiene instituciones más fuertes y democráticas que Pakistán o Bielorrusia, pero está asolado por una serie de problemas que permiten calificarlo de disfuncional. Lo que pasa ahora no es debido a Trump, aunque él es un esmerado agitador y sus colaboradores e ideólogos están tratando de acabar meticulosamente con las instituciones liberales. Trump y su gente han llegado al poder debido, precisamente, a disfunciones acumuladas durante décadas. En 2004, el historiador afroamericano Cornel West señaló: “la principal cuestión que Estados Unidos enfrenta en el siglo XXI es su decadencia interna y declive. Y mientras, nos enfrentamos entre nosotros, incapaces de generar la confianza necesaria para mantener con vida el experimento democrático”.
La disfuncionalidad (un sistema cuyas partes no funcionan adecuadamente) se manifiesta de diversas formas. Entre otras, el abismo que cada año se ensancha entre la parte rica y la pobre del país, las injusticias hacia la población afroamericana, el ataque a las instituciones democráticas llevado a cabo desde la Casa Blanca con el apoyo de un partido Republicano que ha abandonado los principios democráticos, la xenofobia hacia los inmigrantes y la división cultural entre liberales y conservadores. También, la brecha urbana-rural, la fragmentación religiosa junto a la privatización con fines de lucro de muchos credos.
El abismo es también muy grande entre la cultura, en muchos casos de alta calidad, y la popular. Cuatro universidades estadounidenses lideran la lista de las mejores del mundo, pero hay serios problemas de acceso a educación de calidad para sectores pobres de la sociedad mientras que la clase media sufre grandes endeudamientos para que sus hijos estudien.
El ascenso de Trump se debe, en gran medida, a la forma en que la incultura ha penetrado profundamente en amplios sectores de la población, generando un resentimiento antintelectual, destruyendo el pensamiento racional y los valores cívicos y democráticos. La profesora Susan Jacoby considera que el popular antirracionalismo se ha unido al antintelectualismo y al fundamentalismo religioso para crear una cultura enferma que es, a la vez, pasiva y agresiva.
Más armas que ciudadanos
Un ejemplo de los fallos de Estados Unidos como Estado y sociedad es la violencia. Si se observa al país desde la perspectiva de la seguridad tiene un gasto en defensa igual al de China, Arabia Saudí, Rusia, Reino Unido, Alemania India, Brasil, Francia, Corea del Sur y Japón combinados. A la vez, posee un diversificado sistema de fuerzas de seguridad interior (policías estatales, federales, sheriffs comarcales, guardia nacional más 1,1 millón de miembros de servicios privados). Pero junto con esto hay en el país alrededor de 600 grupos extremistas. Entre ellos, 181 son milicias que agrupan a entre 20.000 a 60.000 personas armadas.
Milicianos armados con distintivos del movimiento ultraderechista Boogaloo participan en la Marcha por la Segunda Enmienda en Virginia, enero de 2020 (foto: Anthony Crider)
Algunas de estas milicias fueron creadas por antiguos miembros de las fuerzas armadas después de la contienda de Vietnam, convencidos de que el Estado les había abandonado para que perdieran la guerra. Las milicias tienen diversos enemigos como objetivos, pero en general están contra los afroamericanos, los judíos, los inmigrantes (latinos y musulmanes), las Naciones Unidas y el Estado. La United Constitutional Patriots, por ejemplo, está dedicada a atrapar extra judicialmente inmigrantes ilegales en la frontera con México, expulsarlos o entregarlos a las autoridades. La revista Salon indicó en 2019 que “las milicias ultraderechistas en la frontera son la fuerza de choque del movimiento autoritario de Trump”.
Su visión es crear una sociedad blanca homogénea. Ideológicamente se alimentan de publicaciones y redes con diversas teorías conspiratorias (que también son seguidas por muchos fuera de las milicias). Pese a su fuerte componente antigubernamental consideran que Trump está de su lado. Según el Southern Poverty Law Center, de Alabama, el número de miembros aumentó durante las presidencias de Bill Clinton y Barack Obama.
Los miembros de las milicias y cualquier ciudadano tienen inmensa facilidad para contar con armas cortas y “de asalto” o de guerra, como ametralladoras y fusiles de repetición. Se calcula que hay 390 millones de armas en manos de los ciudadanos. La mayoría considera que gracias a la II Enmienda de la Constitución tienen derecho a tener armas para, eventualmente, defenderse del Estado. Alrededor de 15 millones son de guerra. El país tiene 328 millones de habitantes. Las cifras más actuales indican que en 2017 murieron 39.773 personas por incidentes con armas de fuego (la cifra no incluye tiroteos con fuerzas del Estado).
“Ricos cada vez más ricos”
Pese al profundo desarrollo constitucional e institucional del país, y su fuerte nacionalismo, el Estado, al menos en su identidad, tiene un problema de consolidación y cohesión. Pero, de hecho, arrastra problemas antiguos como la integración racial de los afroamericanos y otros nuevos, como la creciente presencia de inmigrantes de América Latina y ciudadanos estadounidenses de segunda y tercera generación de ese origen. Ambas cuestiones están profundamente vinculadas a la desigualdad. Los niveles en EE UU son muy superiores a los de la mayoría de los países europeos.
En las últimas cinco décadas la desigualdad, y sus múltiples impactos, han aumentado de forma sostenida. Esta tendencia ha acompañado al declive del mundo laboral para la producción de bienes. Al mismo tiempo, ascendió la economía financiera y de alta tecnología.
Estados Unidos alcanzó en 2019 la tercera posición en todo el mundo (después de Suiza y Suecia) entre los países más innovadores en ciencia y tecnología, tomando en cuenta siete pilares: instituciones (11º); capital humano e investigación (12º); infraestructura (23º); sofisticación empresarial (7º) y resultados de conocimiento y tecnología (4º). Es, también, el país del mundo que más invierte en investigación y desarrollo, liderando en términos absolutos en Inteligencia Artificial. China ocupa el segundo lugar, y la Unión Europea va más atrás. China, sin embargo, está haciendo un progreso más rápido que EE UU o la UE.
Manifestación en defensa del Obamacare en California, abril de 2017. En la pancarta en primer término, protesta por la reducción de impuestos a las rentas más altas (foto: Eugene García / EFE)
Pero los avances tecnológicos no significan bienestar para todos. Un análisis de 2019 elaborado por Brookings Institution y la Information Technology & Innovation Foundation sobre la relación entre centros de alta tecnología y desarrollo urbano muestra que la parte más fuerte del crecimiento económico está impulsada por la industria tecnológica y que la mayoría se concentra en algunas ubicaciones claves, en las que ascienden los salarios en las empresas punteras y el precio de la vivienda, dejando atrás al resto del país.
En la década de 1950, de todos los ingresos generados por empresas se pagaba el 63% al trabajo y el 37% al capital. En la mitad de los 90, el 62% se pagaba al capital y el 38% al trabajo. La deslocalización de fábricas desde Estados Unidos a China y otros países, el menor peso político de los sindicatos y la disminución del valor del salario han debilitado poderosamente a obreros industriales y clase media.
Un estudio del Pew Institute indica que los ingresos de las familias más ricas (5% del país) han crecido más que los de las de la clase media y baja en las últimas décadas. La brecha entre las dos se ensancha. “Los ricos son cada vez más ricos, dice el estudio. La desigualdad de ingresos se agranda más que en otros países de la misma categoría que Estados Unidos”.
El Centro de Stanford sobre Desigualdad y Pobreza clasifica a los países más acomodados en términos de mercados laborales, pobreza, red de seguridad, desigualdad de riqueza y movilidad económica. Estados Unidos ocupa el último lugar entre los 10 países más acomodados y el 18 entre los 21 principales. En la OCDE, EE UU ocupa el puesto 35 de 37 en términos de pobreza y desigualdad. Según la base de datos World Income Inequality, tiene la tasa de Gini (que mide la desigualdad) más alta de todos los países occidentales.
El estudio del Pew Institute indica que el 65% de los adultos estadounidenses consideran que la razón principal por la que algunas personas son ricas es porque han tenido más ventajas en la vida que la mayoría de las otras personas. La mayoría (71%) dice que las personas son pobres porque se han enfrentado a más obstáculos en la vida.
Racismo y desigualdad
Pese a la legislación contra la segregación de la década de 1970, los estudiantes afroamericanos tienen menos oportunidades de empleo y de lograr salarios iguales (y peor aún si son mujeres) que los blancos. Y la expectativa de vida es menor en afroamericanos y latinos que en la población blanca. Una reciente recopilación de datos hecho por el World Economic Forum muestra la desigualdad entre los estadounidenses blancos y negros: los adultos negros, especialmente los hombres, tienen muchas más probabilidades de terminar en la cárcel que los adultos blancos. En 2018, había 1.501 prisioneros negros por cada 100.000 adultos negros, más de cinco veces la tasa entre los blancos. Tres de cada cinco hombres negros dicen que la policía los detuvo injustamente debido a su raza. Alrededor de ocho de cada diez personas negras, con educación universitaria, dicen que han sido discriminados por su raza.
WEF señala también que la brecha en la propiedad de la vivienda entre negros y blancos se ha ampliado desde 2004 y las familias negras tienen menos probabilidades que las blancas de poseer su propia casa. El 41% de los afroamericanos poseen sus propios hogares frente a casi el 72% de los blancos. Los hogares negros tienen solo 10 centavos de riqueza por cada dólar en manos de los blancos. En 2016, la riqueza media de los hogares blancos no hispanos fue de 171.000 dólares, 10 veces la riqueza de las familias negras (17.100 dólares).
La COVID19 ha afectado desproporcionadamente a hombres y mujeres negros en términos de muertes por la enfermedad y tasas de desempleo durante la pandemia. A fines de mayo, la tasa de mortalidad de coronavirus para los estadounidenses negros (1 de cada 1.850) era 2,4 veces más alta que la de los ciudadanos blancos (1 de cada 4.400).
En abril pasado, la tasa de desempleo negro era de casi el 17% en comparación con una tasa de desempleo blanca del 14%. En las últimas dos décadas, la brecha salarial entre los trabajadores blancos y negros ha crecido significativamente. Por ejemplo, en 2018 las ganancias semanales medias para los trabajadores a tiempo completo fueron de 694 dólares para los afroamericanos, en comparación con 916 dólares para los blancos.
En 2017, las mujeres negras ganaban menos que las blancas, con un ingreso medio anual para las empleadas afroamericanas a tiempo completo de poco más de 36.000 dólares, un 21% más bajo que sus conciudadanas blancas. Las mujeres negras en Estados Unidos tienen 3 veces más probabilidades de morir por causas relacionadas con el embarazo que las blancas.
Los estudiantes negros tienen menos probabilidades de graduarse en la escuela secundaria que los estudiantes blancos. En 2018, el 79% de ellos se graduaron en secundaria en comparación con el 89% de los blancos.
Pobreza y salud
Pero los problemas no son solamente de la población afroamericana. En 2018 el número de pobres era de 38,1 millones de personas y 567.715 vivían en la calle. Se considera pobre a los núcleos familiares de cuatro personas que ingresan menos de 25.700 dólares al año. La tasa de pobreza juvenil en Estados Unidos es la más alta en la OCDE con una cuarta parte de los jóvenes que viven en la pobreza en comparación con menos del 14% en otros países miembros de esta organización.
Un análisis por identidades raciales muestra que la tasa de pobreza más alta se encuentra entre los nativos americanos (25,4%), los negros (20,8%) y los hispanos (de cualquier raza) (17,6%). Los blancos la tenían del 10,1%, mientras que la de los asiáticos era del 10,1%.
En 2017 el Rapporteur especial de Naciones Unidas sobre la pobreza, Philip Alston, viajó por Estados Unidos y publicó un informe alarmante. “Estados Unidos, escribió, es una de las naciones más ricas y poderosas en tecnología e innovación, pero ni su riqueza ni su poder, como tampoco su tecnología, están siendo aprovechadas para mejorar la situación de millones de personas que continúan viviendo en la pobreza (…) en el país abundan los contrastes entre la riqueza privada y la miseria pública”.
Su informe tiene datos sorprendentes. El gasto en salud per cápita de Estados Unidos es el doble del promedio de la OCDE y mucho más alto que en todos los demás países. Pero hay muchos menos médicos y camas de hospital por persona que en los otros. Las tasas de mortalidad infantil en 2013 fueron las más altas del mundo desarrollado.
Se ha estimado que 12 millones de estadounidenses viven con una infección parasitaria desatendida. Por otra parte, Estados Unidos tiene la tasa de encarcelamiento más alta del mundo, por delante de Turkmenistán, El Salvador, Cuba, Tailandia y la Federación de Rusia. Su tasa es casi cinco veces mayor que el promedio de la OCDE.
La muerte por desesperación
Uno de los indicadores más notables de la crisis de la sociedad estadounidense es la denominada “muerte por desesperación”. El concepto surgió en 2015 y se refiere a los fallecimientos debido al uso excesivo de drogas (incluyendo medicinas), alcoholismo y suicidio. Los doctores Anne Case y Angus Deaton, de la Universidad de Princeton explican en su libro reciente Deaths of despair and the future of capitalism, que ha aumentado la tasa de mortalidad desde los 90 a causa de muertes por sobredosis, alcoholismo y suicidios.
Case y Deaton vinculan esas muertes a bajo nivel educativo, desempleo (como producto de la destrucción del empleo productivo), estancamiento del salario medio y la falta de una red social y sistema de impuestos que apoye a los desempleados y a los sectores más pobres. En las últimas décadas, los estadounidenses de las clases más desfavorecidas pueden esperar vivir vidas más cortas y enfermas, en comparación con las que tienen en otros países ricos.
El Estado gasta sumas inmensas en un sistema de salud privatizado para beneficio de las grandes compañías farmacéuticas en un mercado desregularizado. En un sistema casi único en el mundo, explican los autores, las empresas se hacen cargo de pagar el seguro médico, lo que en muchos casos se hace en detrimento del salario. A la vez, los trabajadores informales no tienen seguro médico o pagan por unos muy deficientes. “La raíz de la muerte por desesperación, dicen, está en la pérdida de buenos trabajos para los sectores menos educados, en parte debido a la globalización, a desplazar el trabajo a otros países y la automatización, y en parte por el alto coste del cuidado de la salud”.
Paradojas imperiales
En las semanas pasadas, hemos visto un país de paradojas. Por un lado, escenas de violencia policial producto de unas regulaciones laxas, que fomentan la impunidad. Por el otro, una fuerte presión social en favor de disminuir la financiación al aparato policial y reformarlo, medidas que ya discuten los gobiernos de algunos estados y que son apoyadas por los Demócratas en el Congreso.
Igualmente, frente a los intentos de Trump y su fiscal general, William Burr, de enviar el Ejército a reprimir las manifestaciones en decenas de ciudades, la mayoría de los gobernadores se negaron a aceptarlo al tiempo que antiguos altos mandos de las fuerzas armadas están expresando duras críticas hacia el presidente. Una vez más, la sociedad estadounidense ha mostrado que cuenta con una importante red de organizaciones sociales, académicos y periodistas dispuestos a luchar por la democracia y contra las injusticias.
Desde la perspectiva de la relación de Estados Unidos con el mundo, el país se encuentra desde hace dos décadas en una fase larga de salida de su época imperial. El ascenso de Europa y Japón en las décadas de 1970-1980 y de China en los últimos diez años, el peso de los países emergentes en sus respectivas regiones y el regreso de Rusia al escenario internacional ha obligado a Washington a compartir poder.
Por otro lado, se ha acabado la alineación que décadas atrás tenían las corporaciones estadounidenses y el sector financiero con el Gobierno: la globalización desnacionalizó la política económica del imperio. En 1950 se decía que “lo que era bueno para la General Motors era bueno para Estados Unidos”. Ahora, los empresarios del país ven con alarma que Trump le haga la guerra comercial a China, el país donde se fabrican (con mano de obra barata) los bienes que llevan sus marcas para vender en el mercado interior estadounidense.
El historiador Victor Bulmes-Thomas dice que, pese a que sus políticos nunca lo han querido reconocer, Estados Unidos ha sido un imperio en expansión desde su nacimiento como nación. Ahora, se encuentra en declive externo y con serias crisis internas y es una incógnita cómo dejará de serlo.
(*) Texto tomado del sitio Conversaciones Sobre Historia. Sobre su autor: Analista de cuestiones internacionales. Es Associate Fellow del programa de seguridad internacional de Chatham House (Londres). Ha sido asesor senior de construcción de la paz en la Oficina del Coordinador Residente de Naciones Unidas en Colombia (2017-2019), director del Norwegian Centre for Conflict Resolution (NOREF) (2009-2016) y director de paz y seguridad de FRIDE (2005-2008). Es miembro de la Red Latinoamericana de Seguridad Incluyente y Sostenible de la Fundación Friedrich Ebert y del consejo asesor del Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de Deusto.