Con el telón de fondo de la guerra comercial emprendida por el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, contra China, para desplazar del mercado a la empresa de tecnologías de comunicación Huawei -uno de los líderes mundiales en su campo-, se celebró entre el 6 al 8 de junio en curso la vigésimo tercera edición del Foro Económico de San Petersburgo.
Por Andrés Mora Ramírez (*) / De acuerdo con la información divulgada por distintas agencias de noticias, este año el evento registró varias cifras récords: participaron representantes de 145 países -incluidos seis jefes de Estado, con la destacada presencia de los presidentes de China y Rusia-; más de 19 mil invitados entre dirigentes de organismos internacionales, empresarios e intelectuales, y se firmaron 650 acuerdos comerciales por un monto próximo a los 47 mil 600 millones de dólares.
San Petersburgo, la histórica ciudad que fue tanto capital imperial como epicentro de la revolución de 1917, y más tarde el escenario de cruentas batallas en la Segunda Guerra Mundial, presenció ahora un nuevo capítulo de la alianza chino-rusa, que se ha venido forjando en los últimos años.
En este acercamiento han sido decisivos, por un lado, acontecimientos geopolíticos coyunturales, como la reunificación de Rusia y Crimea en 2014 y las posteriores sanciones que Washington y algunos países de la Unión Europea impusieron a Moscú; y, por otro lado, procesos de más largo aliento como los relacionados con el crecimiento económico, tecnológico y militar de China; el desarrollo de sus proyectos estratégicos (la Iniciativa de la Franja y la Nueva Ruta de la Seda) y la inminente transición hegemónica que desplazaría a los Estados Unidos como primera potencia económica mundial.
Mientras EE.UU. recurre a sus viejas prácticas imperialistas, China y Rusia han labrado una importante y activa presencia en el Caribe, Centro y Suramérica y una política común ante la amenaza de una intervención militar en Venezuela.
Paradójicamente, la cruzada lanzada por las administraciones de Barack Obama y Donald Trump contra estos dos países, como competidores -riesgos o enemigos, en el lenguaje de la inteligencia estadounidense- de primer orden a escala global, en el mediano y largo plazo, creó las condiciones para la profundización de las relaciones entre los gobiernos de Vladimir Putin y Xi Jinping hasta llegar a niveles inéditos.
China ya es el principal socio comercial de Rusia (su intercambio comercial en 2018 superó los 100 mil millones de dólares) y, por ejemplo, en el marco de la reunión del Foro de San Petersburgo se formalizó un acuerdo para que Huawei desarrolle la tecnología 5G en Rusia. El mandatario ruso defendió a la compañía china frente al veto comercial impuesto por Estados Unidos, calificado como «prácticas destructivas» de los mercados emergentes, que podrían ser la antesala de «la primera guerra tecnológica de la era digital».
La imagen de Putin y Xi navegando por las aguas del río Nevá, hábilmente preparada por los responsables de comunicación del Kremlin, resume bien el estado de las relaciones entre ambos gobiernos, su entendimiento y coordinación de acciones y, al mismo tiempo, envía un contundente mensaje al resto del mundo. Especialmente a la Casa Blanca.
China y Rusia también han labrado una importante y activa presencia en el Caribe, Centro y Suramérica en el siglo XXI, con inversiones en infraestructura, recursos energéticos, transferencia tecnológica, seguridad y apoyo militar; intercambio cultural y, más recientemente, una política común ante la crisis en Venezuela y la amenaza de una intervención militar de los Estados Unidos. Mientras tanto, la potencia del Norte recurre a sus viejos discursos y rancias prácticas imperialistas, en su intento por afirmar posiciones y sortear -sin rumbo claro- su compleja crisis de hegemonía.
El mundo que nace entre Europa y Asia, se fortalece y se expande ante nosotros. Pensar el lugar de nuestra América en estas nuevas coordenadas de la historia, es uno de los principales desafíos que enfrentamos en la región.
Frente a estos cambios que anuncian el surgimiento de un nuevo equilibrio de fuerzas, y acaso también de un nuevo sistema internacional -que corresponde al mundo multipolar-, la incertidumbre lógica de toda transformación nos lleva a interrogarnos sobre el papel que jugará América Latina en el ajedrez geopolítico perfilado: si seremos capaces de aprovechar las oportunidades que se nos presenten para construir alianzas que permitan proveer de bienestar a nuestros pueblos. O si, una vez más, la balcanización, esa pesada herencia histórica de nuestra existencia republicana, se impondrá como triste destino, dejándonos a la deriva en la vorágine de las potencias.
Ciertamente, el avance de las derechas a nivel regional en los últimos años, alentadas por el discurso político y la volatilidad de los Estados Unidos bajo el gobierno de Trump, inclinan la balanza hacia esa última posibilidad. Pero es necesario recordar, y no olvidar, que no hace mucho tiempo fuimos capaces de avanzar por otros caminos y soñar futuros distintos.
Justo hace 10 años, en septiembre del 2009, el presidente venezolano Hugo Chávez, a su regreso de una gira por Libia (antes de la incursión militar de la OTAN y el asesinato de Gadaffi que provocó carcajadas en la entonces Secretaria de Estado norteamericana, Hillary Clinton); Argelia, Siria (antes de la brutal guerra lanzada por la OTAN, sus organizaciones aliadas y el ejército terrorista del Estado Islámico), Irán, Turkmenistán, Bielorrusia, Rusia y España, exponía en estos términos su lectura del porvenir más inmediato:
«Hoy podemos decir que el mundo ha dejado de ser unipolar. Pero ni se ha reproducido un escenario bipolar, ni hay indicios tangibles de la marcha hacia la conformación de cuatro o cinco grandes polos de poder mundial. Es evidente, por ejemplo, que la estructuración de Nuestra América como un solo bloque político no se ve en el horizonte inmediato: no se hará realidad en el corto plazo.
“Pero igual pasa en África, Asia y Europa. Lo que sí comienza a hacerse visible es un conjunto creciente de núcleos geopolíticos sobre el mapa de un mundo al que ya pudiéramos llamar, ahora sí, el Nuevo Mundo. Se trata de un mundo multinuclear como transición hacia la multipolaridad». Y añadió: «El que se acelere la transición hacia la multipolaridad va a depender de la claridad, la voluntad y la decisión política que se desprenda de los países-núcleo».
Hoy, por distintos motivos, esa transición parece ingresar en una fase de aceleración, con Rusia y China como punta de lanza. El mundo que nace entre Europa y Asia, en lo que algunos llaman el corazón del mundo, se fortalece y se expande ante nosotros. Pensar el lugar de nuestra América en estas nuevas coordenadas de la historia, y las alternativas de que disponemos para que nuestra inserción en ellas sea estratégica y lo más independiente y soberana posible, en las condiciones reales de nuestro tiempo, es uno de los principales desafíos que enfrentamos en la región.
Bien lo dijo Chávez: «Dispersos nos quisieran mantener las fuerzas que aspiran a dejarnos en la retaguardia de la historia, siguiendo el mismo juego perverso que bien conocemos por sus nefastos resultados para la humanidad. (…) Inmenso es el compromiso: inmenso también es nuestro empeño para no dejarnos tragar por las fuerzas oscuras que pretenden acumular la extrema riqueza para unos pocos, al costo de la desgracia de millones de seres humanos. Esa asimetría descomunal e inhumana hay que cambiarla radicalmente o no habrá vida para nadie en un futuro no tan lejano».
(*) Texto tomado del blog Firmas Selectas, de la agencia Prensa Latina. Sobre su autor: Docente e investigador del Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de Costa Rica.