El binomio siniestro que conforman el presidente Mauricio Macri y su ministra de Seguridad, que parece salida de las SS, y que tan sólo su alcoholismo la recuerda como humana, engendraron algo que se conoce como doctrina Chocobar. Ese engendro es más que causa; es contexto explicativo, expansivo y de convalidación del virus criminal de prolongado cultivo que afecta a las instituciones policiales y también a un sector preocupantemente numeroso del cuerpo político y social argentino, cebado desde el aparato cultural con centro en los medios tradicionales pero ampliado por las nuevas tecnologías que potencian y amplifican a través de las denominas redes el fenómeno comunicacional. El presente texto es apenas una aproximación, un intento de ensayo sobre la aparición de escenarios nuevos. ¿Será acaso que la sociedad como espectáculo, de exhibicionistas y voyeurs, alimenta las tendencias violentas que el sistema de poder impone de sus entrañas policiales? ¿Fueron y son los vecinos de San Miguel de Monte los protagonistas de una Fuenteovejuna al revés y en tiempos 4G?
Por Víctor Ego Ducrot (*) / Excedería al objetivo de este texto trazar una historia de la violencia institucional y del gatillo fácil de las múltiples variantes operativas que se manifiestan las policías como organizaciones delictivas, como sociedades para el sicariato. Basta recordar que, con mayores o menores intensidades, atraviesa a todos los gobiernos desde comienzos del siglo XX hasta nuestros días, aunque con la marca indeleble sobre esa maldita costumbre de matar que dejó la pasada dictadura genocida. Sin embargo, y dada una de las más recientes infamias de Patricia Bullrich, afirmar como lo hizo en las últimas horas que el asesinato de Luciano Arruga fue “una construcción”, cabe aquí el siguiente recordatorio, citando al diario Página 12.
Arruga desapareció el 31 de enero de 2009, cuando volvía a su casa, luego de estar con unos amigos. Se determinó que estuvo en la comisaría octava de Lomas del Mirador y que uno de los patrulleros no había cumplido su recorrido habitual. El joven se negó a robar para la policía. Cuatro meses antes, el oficial Diego Torales lo había torturado, un hecho por el cual fue condenado a diez años de prisión en 2015.
Entonces, ahora sí al tema, a la herida abierta sobre nuestros cuerpos sociales que motivan este escrito. En las últimos días un individuo aun no identificado prendió fuego a un indigente en situación de calle, en la Capital Federal, y registró las imágenes de su propia bestialidad; efectivos policiales de la localidad bonaerense de San Miguel de Monte masacraron a cuatro jóvenes en forma despiadada, sin que hasta el momento de este acto escribidor se conozcan los móviles, aunque se está ventilando la existencia en se pueblo de una suerte de banda policial que despliega prácticas criminosas desde hace mucho y muy probablemente como parte de una trama más compleja de crimen organizado, tramas que casi siempre incluyen elementos de los poderes políticos, judiciales, fiscales y mediáticos.
Asimismo, por la mismas horas se tuvo conocimiento de otros casos de gatillos fácil agravados en distintos puntos de la provincia de Santa Fe, conformando esos hechos sólo una parte de los tantos que se registran a diario en todo el país – el domingo pasado, Azucena Racosta, desde la Comunicación una de las voces más autorizadas sobre violencia institucional, afirmaba en la redes sociales: “desde 1983 al 2018 las fuerzas de ‘seguridad’ asesinan una persona cada 21 horas – , lo que debería ser suficiente para que sociedad interviniese en forma masiva y por encima de los filtros del poder, exigiendo justicia; afirmando desde el propio cuerpo colectivo que es inaceptable que todo ello suceda, en un acto incontenible de demanda ciudadana y salud mental, en todo el país, en las calles y en las escuelas, en los centros laborales y hasta en las colas para el supermercado, en los púlpitos laicos de cada día y hasta en las pilas de los bautismos.
Pero no. Los conocidos de siempre, los canales de noticias de la TV se rasgan las vestiduras y saturan sensibilidades con la retahíla de opinadores y expertos en busca de famas y clientes; si hasta los canales más entusiastas con los modos punitivistas y la “mano dura”, que son casi todos, se muestran ahora indignados con la masacre de San Miguel de Monte, porque da réditos hacerlo. También siempre los gobernantes de ocasión apelan al ocultamiento y cuando quedan expuestos intentan sobreactuar sus rutilantes presencias.
Salvo las movilizaciones espontáneas de vecinos, familiares y amigos de las víctimas, las más de las veces desamparados y como siempre apenas si auxiliados y contenidos por abogados y organismos de derechos humanos, la sociedad en su conjunto continúa con sus menesteres cotidianos, como si nada hubiese sucedido. Una peste exterminadora de subjetividades viene abatiéndose sobre nosotros y es como si no nos diésemos cuenta, ajenos a la forma en que la serpiente incuba sus huevos, porque, en nuestros países desbastados por la dependencia, la actual etapa del capitalismo global tiende a la lumpenización patológica y masiva, a una suerte de fascismo de tecnologías desarrollada.
El caso de San Miguel de Monte abre una esperanza. Las reacciones populares fueron ejemplares, tanto que como en una Fuenteovejuna de estos tiempos, alejados de aquél Siglo de Oro de Lope, y dada vuelta sobre sí misma, porque ellos no fueron sino que gracias a ellos se supo lo que sucedió, gracias a ellos valga la reiteración, fueron desbaratados los encubrimientos y las mentiras policiales y del propio poder político; y cobró impulso fiscal y judicial.
A fines del año pasado, en el marco de mis cursos sobre análisis producción crítica de narrativas sobre violencia y delitos en la Maestría Comunicación y Criminología Mediática de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP, con un grupo de estudiantes trabajamos los discursos mediáticos en torno al “caso / doctrina Chocobar” (Luis Chocobar es el agente de la policía local de Avellaneda que asesinó al ladrón que huía, luego de apuñalar a un turista estadounidense en La Boca, en diciembre de 2017, y a quien el presidente Mauricio Macri y su ministra consagraron como paradigma de una doctrina que impulsa criterios de impunidad para todo acto de violencia institucional).
En ese espacio se produjeron numerosos textos, todos de gran valor teórico y práctico. Uno de ellos, el de la maestranda Luisina Herrero Laporte, afirmaba lo siguiente: “Las prácticas periodísticas dan cuenta de las verdaderas intenciones detrás de las corporaciones info-comunicaciones. Desde el comienzo se cristalizan los acontecimientos no como el asesinato de Juan Pablo Kukoc o un nuevo caso de gatillo fácil sino como el Caso Chocobar, en el que se instala al policía como “héroe” que pudo ajusticiar al “delincuente” y posteriormente como “víctima” del Poder Judicial y los vestigios de un paradigma que defiende los derechos de los “victimarios” por sobre los de las “víctimas”. Los hechos son relatados una y otra vez según la versión policial, hubo un “enfrentamiento” donde el “peligro” y la “agresión” eran “inminentes”. Todo se construye alrededor de una figura terrorífica, un enemigo al acecho, un joven varón, perteneciente a los sectores populares, sobre el que carga un prontuario delictivo de “pibe chorro”, que usa gorra y medias arriba del pantalón, fuma marihuana y toma cerveza en la esquina y anda en motos ‘tuneadas’. A lo largo de toda la cobertura del Caso Chocobar, queda al descubierto como se convierten los medios en aparatos parapoliciales en una coyuntura política cada vez más cruda en la que la solución final a todos los problemas es la profundización de las políticas de mano dura, la aniquilación de un sector de la sociedad que necesita ser disciplinado en plena etapa expansiva del neoliberalismo. En Argentina, cada 23 horas el Estado asesina a una persona, en los 722 días de gobierno de la Alianza Cambiemos, el aparato represivo estatal mató 725 personas, cifras que quedan viejas de acuerdo a la Recopilación de casos de personas asesinadas por el aparato represivo del estado 1983/2017 de la Coordinadora contra la represión policial e institucional – CORREPI. Según sostiene la organización antirrepresiva, el mayor pico se registró durante el gobierno de Cambiemos y hasta entonces, nunca se había llegado al punto de generar un aval tan explícito por parte del poder ejecutivo a un accionar que es completamente ilegal y que tiene como única finalidad el disciplinamiento de la juventud de clase trabajadora”. Cito ese trabajo por su valor como aporte académico y porque a la luz de los hechos que motivan estas reflexiones viene a indicarnos que nuestros abordajes sobre Criminología y Medios demandan una vuelta de tuerca.
En esa búsqueda de abordajes apelo aquí al pensador británico John Austin, fallecido en 1960, quien desarrolló la idea de “enunciados performativos”, es decir aquellos que no sólo consisten en dar cuenta de un hecho sino que el hecho mismo se registra al ser expresado; o dicho de otro modo, son expresiones con capacidad de convertirse en acciones y por consiguiente de intervenir sobre la realidad, sobre sus propios entornos fácticos. Austin comenzó a expandir esas propuestas en 1955, con conferencias en Harvard, y citaba, entre otros el siguiente ejemplo muy básico, muy didáctico: cuando un juez u oficial del registro civil dice “los declaro marido y mujer”, el matrimonio en cuestión queda constituido.
En 1968 el francés Roland Barthes, en su texto “La muerte del autor” acude a la performatividad de Austin y afirma que “escribir ya no puede seguir designando una operación de registro, de constatación, de ‘pintura’ ( como decían los Clásicos) sino que más bien es lo que los lingüistas, siguiendo la filosofía oxfordiana, llaman performativo, forma verbal extraña (que se da exclusivamente en primera persona y en presente) en el que la enunciación no tiene más contenido (más enunciado) que el acto por el cual ella misma se profiere”.
El francés Jacques Derrida (1930-2004) sostuvo por los años ’70 que los actos del habla no son ejercicios libres y únicos, expresión de la voluntad individual de una persona, sino que más bien son acciones repetidas y reconocidas por la tradición o por convención social, púes las expresiones performativas se referirían siempre a una convención, a un patrón de conductas desde el cual las palabras y las acciones tengan el poder de transformar la realidad.
Durante los ’90 la estadounidense Judith Butler aplicó los desarrollos Austin y Derrida a los estudios de género y afirmó que las drag queens vendrían a exponer que “el cuerpo no es una realidad material fáctica o idéntica a sí misma; es una materialidad cargada de significado, y la manera de sostener ese significado es fundamentalmente dramática. Cuando digo dramático me refiero a que el cuerpo no es simplemente materia sino una continua e incesante materialización de posibilidades. Uno no es simplemente un cuerpo, sino, de una manera clave, uno se hace su propio cuerpo y, de hecho, uno se hace su propio cuerpo de manera distinta a como se hacen sus cuerpos sus contemporáneos y a cómo se lo hicieron sus predecesores y a cómo se lo harán sus sucesores”.
Es decir que, según esas perspectivas, así como los comportamientos y las acciones tienen el poder de construir la realidad de nuestros cuerpos, las palabras tienen la capacidad de crear realidad. Y cabe destacar que fue el filósofo también estadounidense Richard Rorty (1931-2007) quien revolucionó epistemológicante esta corriente de pensamiento al poner en jaque casi definitivo, con su “giro lingüístico”, a todas las concepciones metafísicas sobre el lenguaje como modos variados de manifestación: “es contingente y resultado de miles de pequeñas mutaciones (…). La verdad se hace y no se descubre, es algo que se construye en vez de algo que se encuentra”.
Subrayo que el contexto político y mediático del clima de bestialidad que en el que estamos inmersos, está dado por políticas de Estado, como la mencionada doctrina Chocobar. Señala la abogada Paula Litvachky, directora del área de Justicia y Seguridad del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), en entrevista publicada el sábado 25 de mayo por el diario Página 12: “La masacre de San Miguel del Monte tiene vinculación directa con las políticas de seguridad impulsadas por el Estado, con ‘la instalación de una idea de orden muy autoritaria’ (…). Es importante pensar este caso en términos políticos, que significa entender que estos casos son consecuencias de políticas que toleran o incentivan ese modo de hacer policial, y que es un modo históricamente muy violento”, señaló. Ese planteo, añadió, también tiende a relevar de responsabilidades a políticas a las autoridades que, sin embargo, son quienes lo impulsan”. Y añado: las del gobierno nacional y los provinciales y municipales según los casos y jurisdicciones.
Entonces sí, retomo: para comprender el por qué último de uan conducta colectiva que no logra más reacción que la pulsión dramática, espontanea y puntual alrededor de cada casuística, quizá resulte útil pensar en torno a ideas no muy frecuentes en nuestros debates políticos. Por eso el llamado de auxilio a los pensadores que nos hablaron acera del carácter performativo de nuestras palabras, de nuestros modos narrativos, me atrevo a ampliar como criterio para incluir a todo relato sobre violencia y delito, desde el posteo efímero aunque en ciertas oportunidades viral en las denominadas redes sociales hasta las emisiones de TV, los diálogos en las calles y, por supuesto, también los textos académicos, los del pretendido saber.
Entre esas ideas tal vez convenga señalar también las que el francés Guy Debord desgrana en La sociedad del espectáculo (1967) y sobre la cuales el italiano Giorgio Agamben escribió: “sin duda, el aspecto más inquietante de los libros de Debord consiste en el empeño puesto por la historia en confirmar sus análisis”. Apelando al concepto marxista de fetiche en la mercancía para explicar las relaciones existentes entre sociedad y medios de comunicación, el francés disparó con precisión de francotirador que las personas hemos dejado de relacionarnos como realidades, para pasar a hacerlo como representación de las mismas: “Toda la vida en las sociedades donde rigen las condiciones modernas de producción se manifiesta como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que antes se vivía directamente, se aleja ahora en una representación”.
¿Por qué o para que este resumen de postulados? Ta sólo como intento y debido a la creciente certeza de que si hay algo que cristaliza la capacidad de violencia del Estado y sus agentes represivos ese algo es el efecto performativo y fetichista de las representaciones simbólicas, el ojo espía de la cámaras de seguridad, por ejemplo, y el saberse visto o como ser vidente cuando la TV ordena, en tanto otro ejemplo; y que si existe un instrumento capaz de romper ese encantamiento diabólico, casi como el tajo sobre el ojo en El perro andaluz , que tanto se necesita el desgarro, ese instrumento sigue siendo Fuenteovejuna, la de Lope de Vega o la con la podamos o seamos capaces en estos tiempos de furia en 4G.
(*) Doctor en Comunicación de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Profesor titular de Historia del Siglo XX (Cátedra II) en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP, donde también tiene a su cargo seminarios de posgrado sobre Intencionalidad Editorial (Un modelo teórico y práctico para la producción y el análisis de contenidos mediáticos); y la cátedra Análisis y Producción Crítica de Narrativas sobre Delito y Violencia, en la maestría Comunicación y Criminología Mediática. Director del sitio AgePeBA.