En la Historia de la Eternidad, Jorge Luís Borges incluye El arte de injuriar y escribe: “Una vindicación elegante de esas miserias puede invocar la tenebrosa raíz de la sátira. Esta (según la más reciente seguridad) se derivó de las maldiciones mágicas de la ira, no de razonamientos. Es la reliquia de un inverosímil estado, en que las lesiones hechas al nombre caen sobre el poseedor. Al ángel Satanail, rebelde primogénito del Dios que adoraron los bogomiles, le cercenaron la partícula il, que aseguraba su corona, su esplendor y su previsión. Su morada actual es el fuego, y su huésped la ira del Poderoso. Inversamente narran los cabalistas, que la simiente del remoto Abram era estéril hasta que interpolaron en su nombre la letra he, que lo hizo capaz de engendrar”. Hace un tiempo ya que venimos dando cuenta de los sonetos injuriosos de poeta, crítico cultural y académico de la UBA Guillermo Saavedra, quien se mueve con certeza y piña de noqueador desde su palabra quevediana pero runfla del arrabal, desde los bordes del verso sin piedad. Esta vez le tocó el turno a la Corte Suprema, una ortiva que no sabe qué hacer con ciertos expedientes y juicios orales.
A PROPÓSITO DE UN APLAZAMIENTO
Un quinteto de cutres gallaretas,
choticoro emplumado y malsonante,
venteando inflamaciones gobernantes,
salió a piar su indignación concheta.
Alonso muladar, luciendo trompa,
Lilita, pedorreando en su caverna,
el guano Garavano, en una pierna,
Marcos Peña y su Anónima garompa,
los cuatro, más el Gato en plena afasia,
en plan piripipí contra la Corte,
cual reinas reculeadas sin consorte,
clamaron: «¡Xyloprocto y democracia!».
Les va entrando en el culo en carne viva
la pija de Rosatti sin saliva.