El uso de la tecnología aplicada a los hábitos de las personas es tan creciente como lo son las acciones de las empresas Tech alrededor del mundo, pero cómo saber qué puede ser una real amenaza o cuándo estamos siendo parte de la manada sin saber por qué? Si es que podemos dejar de serlo, hay ciertos episodios históricos que demuestran que los cambios siempre tienen un por qué y un para qué, y habitualmente escapan a nuestras decisiones personales. El reciente cambio de las políticas de seguridad de WhatsApp derivó en una especie de justicia social automatizada en la que millones de usuarios buscaron moverse hacia otras aplicaciones. Sin embargo, no es tan fácil ser libre en un mundo estrictamente interconectado y preparado para que cada uno de los individuos que posee un dispositivo activado, dé el siguiente paso esperado sin darse cuenta que lo está haciendo. Si bien se pueden generar tácticas de contención, quien quiera privacidad completa quizá debería optar por apagar el teléfono.
Por Carlos M. López / Las sociedades viven interconectadas digitalmente desde hace décadas y con un mayor alcance desde que se decretaron las cuarentenas por el Covid-19, en muchos casos beneficiando la realización de acciones que décadas atrás costaban mucho más tiempo. Y así como todo su avance tiene su lado innovador, también posee un sector menos definido como lo es el legal. En las últimas dos semanas se produjeron una serie de eventos que demuestran cómo el sector tecnológico no escapa a un sistema capitalista centrado en episodios que cuesta detectar si son noticias reales o parte del producto que propone el mercado.
En el momento que se enciende un celular y se permite el acceso a determinadas aplicaciones que en su mayoría son gestionadas por Google o Apple, la privacidad deja de ser tal cosa. Lo aparentemente librado a la esfera privada de las personas se vuelve un instrumento para la toma de decisiones en la cadena de consumo. Una ubicación tomada por geolocalización, un micrófono abierto escuchando y el comportamiento de cada usuario con un teléfono son los principales motores generadores de datos para que la industria tecnológica oriente y proponga a los navegantes de Internet propuestas consumistas.
La reciente actualización de las políticas de seguridad de WhatsApp fue una novedad fuertemente rechazada por millones de usuarios alrededor del mundo (se estima que la marca propiedad de Facebook cuenta con más de 1.600 millones de usuarios), provocando un masivo tráfico de personas hacia la aplicación Telegram, la cual registró 25 millones de descargas en tan sólo 72 horas. La aplicación lanzada en 2013 por los hermanos rusos Nikolái y Pável Dúrov creció más que nunca, a pesar de ser muy utilizada ya por contar con algunas funcionalidades que promueven el acceso libre a los contenidos con canales de mensajería públicos.
Misma suerte tuvieron las aplicaciones Skype y Signal, siendo esta última muy popular por estar desarrollada en código abierto, algo que en el mundo tecnológico siempre fue muy valorado por la posibilidad de democratizar y modificar la construcción de las aplicaciones sin costo de licenciamiento. Precisamente esa es la real cuestión de fondo. Empresas como Facebook, Microsoft o Google luchan por los derechos de cientos de aplicaciones que los usuarios adoptan como necesarias y, pasado un tiempo de aprobación, consideran casi adquiridas como propias. En la Argentina, no contar con WhatsApp en un teléfono es tan ridículo como lo era a principio de la década del 2000 no sumarse a la ola de mensajes de texto, para abandonar poco a poco las llamadas telefónicas.
Entonces, al igual que en cualquier mercado dominado por el capitalismo, la democratización es buena siempre y cuando no moleste demasiado. Con el fin de la Guerra Fría, nacieron algunas compañías innovadoras que buscaban conquistar un mercado muy poco explorado para ese entonces como lo era la conectividad vía Internet. Así fue como nació el proyecto de Mosaic Netscape, primer navegador de Internet del mundo de código abierto y libre para su uso a través de la World Wide Web, la red mundial de Internet utilizada hoy y desarrollada por el británico Tim Berners-Lee en 1989 a partir de un proyecto universitario.
Netscape fue una novedad para la época y dio inicio a la batalla conocida como Guerra de navegadores, la cual hasta la fecha sigue vigente con productos como Chrome, Mozilla, Opera, Edge y otros navegadores que se disputan a los usuarios que utilizan la navegación por Internet. Detrás de ese mundo competitivo, existe algo mucho más inestable y profundo como lo es un mercado multimillonario.
Al comenzar la expansión de la conectividad, Bill Gates vio ante sus ojos que un pequeño producto de código abierto cubría un nuevo nicho. Desde ese entonces comenzaría una fuerte lucha hasta que en 1998, luego de aceptar que el mundo se dirigía hacia la conectividad, Bill Gates decretó acuerdos con los fabricantes de computadoras para que las licencias incluyeran a Internet Explorer (el navegador de Microsoft) como un producto oficial que destrone a Netscape. Y así fue. El sueño llegó a un límite hasta que la compañía fue vendida y años más tarde dio nacimiento a uno de los navegadores más utilizados hoy en día, Mozilla Firefox. La administración de Microsoft fue tan sospechosa que luego derivó en un juicio de Estados Unidos contra la compañía, finalizando con una sentencia histórica en la que el juez Thomas Penfield Jackson en 1999 informó que el dominio por parte de Microsoft del mercado de sistemas operativos de computadoras personales constituía un monopolio.
Esta misma historia fue la que se repitió en menor medida en diferentes momentos con empresas como Facebook, adquiriendo millones de usuarios con la compra de empresas y las acusaciones de plagios de otras aplicaciones que no fueron vendidas al grupo, así como también los cuestionamientos de la manipulación de las bases de datos de las personas que la empresa realiza a nivel global. Con la explosión de la conectividad en los últimos años y principalmente con la llegada de estos servicios a más personas durante la pandemia, las reglas de juego nuevamente se ponen sobre la mesa para analizar incluso hasta las políticas de seguridad de una aplicación como WhatsApp.
Y no está mal ver cada punto legal que los usuarios deberían conocer al utilizar una aplicación, el problema radica en que allí no termina la cuestión. Cientos de maniobras que los desarrolladores pueden utilizar para controlar el uso de las aplicaciones y los dispositivos no figuran en ninguna ley, y por ende, nadie incumple las reglas establecidas. Los motores de machine learning y aprendizaje de los usos y comportamientos de los usuarios no son otra cosa que miles de millones de datos almacenados que serán procesados para en el mejor de los casos ofrecer nuevos productos y luego, vaya a saber uno qué más de aquí al futuro. Los usuarios son vigilados, escuchados permanentemente y luego direccionados a un paso a paso de cómo ejecutarse. Sí, suena robotizado. Pero no debe asustar, ya que la vigilancia no es la cuestión de fondo (poco importa que guste buscar en Google), sino quiénes ganan con las acciones posteriores y bajo qué circunstancias.
Los usuarios, encaminados por el orden noticioso, comprendieron que el cambio de WhatsApp permitiría que la aplicación comparta el contenido de los mensajes con Facebook, para luego ser utilizado como disparador de publicidades. Esto es técnicamente incomprobable en la práctica si es que la aplicación mantiene los datos cifrados y protegidos de la manera que lo expone. Con lo cual, el cambio no es como se mostró en cientos de medios y, peor aún, el concepto de compartir en la red no es exactamente igual a lo humano. WhatsApp es propiedad de Facebook y nadie que no tenga los accesos suficientes podrá validar exactamente qué datos se envían de una aplicación a otra o ¿acaso ya no compartimos incluso hasta lo que pensamos en cada red social? La transparencia de dichas estructuras es una propiedad accesible a unos pocos.
¿Por qué analizar todo esto? ¿Simplemente por el enojo de millones de usuarios contra las políticas de WhatsApp? No. El por qué justamente es lo que no se ve, lo que no es posible percibir a los ojos de la persona que usa la herramienta sólo como lo que es, una aplicación de mensajería, de fotos, de archivos, de lo que sea. Cada toque sobre la pantalla siempre, de alguna u otra manera, se traduce a centavos de dólar que sumados nos darán una gran cifra al día. Todas las grandes empresas que se disputan el tráfico en Internet participan de las bolsas, son decisoras de las corrientes que mueven a los cambios tecnológicos y de los hábitos que las personas adoptan.
Al descargar una aplicación, hay mucho más en juego de lo que parece. La semana pasada Twitter cayó un 11% en bolsa luego de suspender la cuenta de Donald Trump. WhatsApp perdió la credibilidad que nunca tuvo pero siempre se le atribuyó, porque es probable que como mucho un 1% de las personas que abandonaron la aplicación haya leído antes de este episodio las políticas de seguridad anteriores. Es decir, se vuelve al concepto de masas de siempre: la noticia es más fuerte que el propio peso del cambio. ¿Los medios de comunicación ahora se preocupan por la privacidad? Con solo decirlo suena absurdo. Con lo cual, lo que está ocurriendo no es más que un nuevo movimiento de masas, direccionado por cuestiones poco claras y objetivos que sabremos cuando transcurra el tiempo.
Podría seguir explayándome un poco más pero… Google me está avisando que este artículo ya es demasiado largo para ser atractivo. Si lo dice una notificación, y si los medios lo validan, entonces debe ser cierto. La frase que posiciona al usuario como el único con el poder real de decidir qué hacer con sus aplicaciones y sus hábitos es tan poco abarcativa como decir que la seguridad social y económica de una persona depende sólo de él y de sus ganas de trabajar. Hay mucho más para analizar, complejidades que escapan a la tecnología propia y que como en cualquier mercado capitalista tienen que ver con la confianza generada y el engaño automatizado. El mejor camino como usuarios será siempre estudiar, aprender y definir comportamientos genuinos. La otra batalla por el control de la red es un juego del que no somos parte efectiva sino instrumentos, por mucho que nos duela reconocerlo.