Verborrágico, inquieto, genuino y transformador. Diego cargó como si fuera propia por 60 años una bandera de la que todos formamos y somos parte. Quienes amamos al fútbol, quienes queremos un mundo más justo, sentimos que una parte de nosotros duele. Se fue El 10 que era la densa imagen de otros cientos de miles de argentinos. El recuerdo ayuda a pasar el momento, pero no es suficiente, por eso hace falta seguir bregando por más valentía dentro y fuera de la cancha, hacia un futuro que necesita rescatar cada segundo de nuestro pasado por el bien de los que vendrán. A pesar que siempre busco los caminos para reclamar el uso de la razón, hoy en estas líneas sólo tengo pasión.
Por Carlos M. López / Fue el crédito que no pedimos, fue el préstamo que nunca vamos a poder pagar, fue alma y calle, fue la esperanza de un mundo mejor, fue cada pibe y piba en el barrio, fue la promesa que nunca reclamamos y llegó para darnos alegría. Fue un artista que entregó su creación para darle vida a la creatividad con la que otros escribieron canciones, poemas, libros. Fue la expresión de la locura que no logramos controlar. Fue un padre abrazando a un hijo por primera vez después de vengar a los combatientes.
“Ha muerto Maradona y nadie tiene ánimo como para entretenerse con paradojas”, dijo Alejandro Dolina el miércoles pasado, después de confirmar que su programa La Venganza Será Terrible no saldría al aire por primera vez. Cuando un artista se va, el resto no puede fluir. El dolor pesa y debe curarse como una herida.
No vi a Diego Armando en una cancha, ni siquiera tengo recuerdos de sus últimos piques sobre el césped. Lo vi en videos, en una grabación del ‘86 en la que mira al cielo luego de humillar a tanto inglés que se haya cruzado en el camino. Fue de esos jugadores que no entienden de tiempos o formas de juego, porque su legado no fue lo que mostremos de él, sino que fue lo que él generó en nosotros los amantes de este deporte. El 10 nos aportó una parte de nuestra historia sin pedir nada a cambio: nos dio valentía, nos cumplió las promesas que otros hacían, y por sobre todo nos entregó la ofrenda de ser genuino, un bien escaso en nuestros tiempos.
A diferencia de otros momentos durante la pandemia, durante los últimos días la razón no alcanzó para calmar el dolor. A los que amamos el deporte no nos llena reflexionar en este preciso momento por qué somos lo que somos, por qué en una despedida de amor vuelan piedras y balas de goma.
La tan necesaria crítica vendrá luego. Pensaremos por qué un barrabrava entró a la Casa Rosada caminando con custodia. Discutiremos por qué no podemos organizar un homenaje en paz o por qué el dinero controla la pasión. Por qué no tenemos hinchas visitantes y por qué el exitismo puede más que un gol. Por qué ser políticamente correcto vale más que un niño que muere en la oscuridad, por qué nos olvidamos del coronavirus y por qué buscamos esperanzas en un camino infinito, por qué ponemos nuestra sensibilidad en lo meramente cercano y mezquino.
La historia sigue y repensar cada una de esas realidades mencionadas es nuestro deber, no en nombre de quien nos dejó, sino como parte de nuestra existencia. Al menos en este momento lo más genuino será dejar a Diego en paz y nuestro mejor homenaje será hacernos responsables del resto.
El recuerdo en una red social será tal sólo si luego se materializa en lo cotidiano, servirá si Diego es una guía para que cientos de pibes y pibas sientan la pasión de competir, de crecer y de lograr lo aparentemente imposible en la disciplina y el arte de vivir. Un aplauso en un estadio de fútbol también cobrará real valor cuando cuidemos más la pelota, que como El 10 decía “no se mancha”, aunque se haga lo imposible por llenarla de barro.
Diego fue culpable de enamorarnos estúpidamente con llevar una pelota a recorrer el mundo con la celeste y blanca al hombro. Se fue con genios como Gardel, Fangio o Favaloro que hace tiempo están más allá porque son de carne y hueso; por acá no vuelan superhéroes por los aires. Perdimos a veces demasiado temprano a los que más decíamos apreciar. Nos mueve la notoriedad y muchas veces nos olvidamos que lo real pasa hoy, ahora mismo, y que el éxito deseado es justamente eso que nos mira de reojo mientras estamos esperando que algo más ocurra.
“¿Presión? ¿Sabés quién la tiene? El hombre que sale a trabajar a las 4 de la mañana y no puede llevar 100 pesos a la casa. Ése tiene presión porque le tiene que dar de comer a sus hijos. Yo no tengo presión, yo tengo la olla llena, gracias a Dios», respondía Diego al ser entrevistado en 2018 como director técnico de Dorados en México. Quienes hoy eligen la morbosidad no entienden aquellas palabras, no comprenden la pasión de ser libres ni la búsqueda de salir a la calle sin nada para volver al menos con algo; de entrar a una cancha para tratar de superar sobre el césped lo que quedó atrás, lo infinitamente más doloroso que no hay forma de contrarrestar.
La vida nos seguirá presentando desafíos y paradojas cada día que pase. Nos dirá que ya nada es igual. La semana pasada estuvo cargada de ambigüedades. Vi a un hincha de River abrazar a dos de Boca en un llanto conjunto. Vi decenas de estadios con las luces encendidas al mismo tiempo. Vi jugadores y clubes unidos en un silencio sentido. Vi tres generaciones dejando salir lágrimas de alegría y tristeza. Vi a hijos recordar a sus padres y madres. Sentí los aplausos. Sentí que estaba ahí sin ir a despedirlo. Me sentí argentino. Vi al mundo hundirse en el recuerdo de la memoria. Por brillar en el Estadio Azteca y por permitirnos cada una de esos sentimientos, donde sea que estés, Diego, humildemente gracias.