El fin del aislamiento obligatorio pone ante nosotros nuevos desafíos y presenta la oportunidad de imponer luchas que bregan por la igualdad. Así como la pandemia nos empujó a aprender nuevos caminos, la lucha de las mujeres en la vida y en el deporte es una muestra de que el mundo puede ser mejor de lo que lo conocemos.
Por Carlos M. López / La vuelta a las canchas de fútbol, aun con gradas vacías, fue exactamente tan difícil como lo esperado. La última semana tuve la tan ansiada posibilidad de volver a compartir un partido de esos en los que las lesiones y los gritos son más protagonistas que la pelota. Antes de excusar la falta de talento con el aislamiento de los últimos meses, es necesario destacar que el parate de la actividad física en espacios amplios fue consecuente con una constante falta de aire y desorden táctico de los jugadores. Es decir que al igual que en otras esferas de la vida, muchos hoy se adaptan a nuevas formas de socialización y relacionamiento, conocidas por todos, pero reformuladas de acuerdo a las necesidades urgentes del Covid-19.
Lejos de adentrarme en las vicisitudes del juego, la principal sensación de volver a estar frente a la actividad deportiva que se había perdido con la pandemia fue una mezcla de ansiedad de novato acompañada de una obvia inseguridad para destacarse en el juego. El barbijo se instaló como una herramienta obligatoria, las charlas de vestuario fueron con distancia y al aire libre. Y para quien asiste a las canchas desde hace años, fue una grata sorpresa la aceptación de otros jugadores al ver la mitad del predio con partidos disputados por equipos de mujeres, en una tónica que resultaba impensada una década atrás en el deporte con mayor resistencia machista por excelencia en nuestro país.
¿Será que la pandemia nos volvió más receptivos a que las cosas no siempre sean igual? ¿O acaso hay una aceptación de que la igualdad es justa? ¿Qué pensarán ahora aquellos que argumentan que para opinar de fútbol hay que jugarlo? Difícil será imaginar que el nuevo orden social determine cambios tan profundos desde lo cultural, pero al menos puede ser productivo aprovechar la oleada para instalar nuevas formas de pensarnos y, principalmente, aceptarnos como sociedad.
Entre el 1 de enero y el 31 de octubre de 2020, en la Argentina se registraron 255 femicidios según fue informado por el Observatorio de las Violencias de Género Ahora Que Sí Nos Ven. Y los mencionados son sólo los casos conocidos por medios gráficos, digitales y televisivos, reportados por algún tipo de denuncia. Muchos otros, nunca verán la luz. La violencia ejercida sobre las mujeres no entiende de sectores ni condiciones, siempre está por más que sea una de las temáticas que muchos prefieren callar antes que poner sobre el debate inmediato.
Ver al ex River Ariel Ortega en una cancha fue una de las demostraciones de alegría más maravillosas que me dio el fútbol y, sin embargo, en varias oportunidades él estaba triste. Su lucha contra el alcoholismo y la presión de una verdad que era conocida por sus allegados y escondida hacia la visión mediática tenía un costo demasiado alto.
El mundo de los varones no admite miradas grises, el ídolo debe ser lo más cercano a la perfección posible, debe concebir la medida de lo impuesto. Misma sensación dejaron carreras profesionales como la del boxeador estadounidense Óscar de la Hoya, conocido como el Golden Boy -joven de oro, en español-. Humilde, estratega y calculador. Su exitosa carrera de los ‘90 terminó con una confesión de consumo a las drogas y el alcohol. “La cancha funciona así, como una liberación. Acaso el juego sea una expresión que no pueden lograr en su vida de a pie”, definió tiempo atrás Alejandro Dolina en una entrevista con La Nación.
Dolina también remarca que “la traducción automática del ‘se juega como se vive’ me parece un exceso, pero sí creo que cuando se juega se exhiben algunas características de la personalidad que en el resto de la vida se ocultan juiciosamente. No es que Fulano se transforma, no: Fulano se muestra. Ver jugar a la gente es verla, en algún punto, en profundidad”. Quizá la popular frase ya sea parte una parte indisociable de nuestra rica historia futbolística, lo que no impide volver a repensarla una y otra vez.
La tribuna futbolera y los medios de comunicación involucrados nos muestran la imagen de aquellas personas convertidas en héroes como un mero instrumento de camino al éxito. Pero hay mucho más que eso detrás de escena. Los ídolos no se definen más que en la concepción de lo que uno mismo percibe. La primera mujer futbolista que recuerdo haber visto fue Marta, no conocida por muchos de los que patean una pelota. Considerada la mejor del mundo luego de obtener seis balones de oro, la brasileña Marta Vieira da Silva marcó un antes y un después en la inclusión de la mujer en un deporte profesionalmente tan restrictivo como popular, y gestora de una generación de mujeres que desencadenó la igualdad de pago de los premios entre las selecciones masculinas y femeninas. “El fútbol femenino depende de ustedes. Para sobrevivir, entonces piensen en eso, valoren más. Lloren en el inicio para sonreír al final”, afirmó Marta con lágrimas en los ojos luego de un partido con la selección de Brasil el año pasado. Sus palabras hacen visible lo desvalorizado.
Al compartir una charla con amigos, al jugar un partido, al caminar la calle o simplemente al encender la televisión, nuestra porción triste de la cultura me recuerda que nos cuesta aceptar nuestras condiciones, y las de los demás. Solemos buscar la diferencia cuando la unión está en la igualdad, o más bien en la diferencia como reconocimiento y no como una potencial debilidad. Aceptar el rol de la mujer no es acompañar una marcha, no alcanza con eso. Es convivir día a día con el compromiso de reconocer la realidad misma en la que estamos involucrados y somos parte activa. De ser más nosotros mismos y menos lo que impone el mercado o la tiranía de siempre. De permitir ser a una otra que pide ser escuchada de la misma manera que un jugador quiere sentirse parte del juego.
Me gusta ver esos partidos. Me gusta entrar a un predio deportivo en el cual las mujeres pueden competir sin ser observadas permanentemente. “La vida es mucho más rica que el fútbol. Vivir es mucho más complicado que jugar¨, remarca Dolina. Pero igualmente es posible aprender del juego. Sentir que las cosas siempre deben ser como fueron es lo que impide que nuevas voces filosóficas emerjan frente al poder conocido. Si somos parte de la historia como una pelota que pasa de un jugador a otro o si podemos ser parte del juego con igualdades justas es una decisión de la que todos somos responsables.
Las mujeres siguen siendo golpeadas y asesinadas en las casas y en la calle. A su vez, conscientes o no, también los varones accionamos de manera errónea al correrlas del medio de actividades que en realidad no tienen dueño y que podrán ser rediseñadas tantas veces como sea necesario. El fútbol es de quien lo sienta; la calle es de todos y todas, y la violencia será de quienes no compartan la búsqueda de la igualdad. Es entonces cuando ante nuevos desafíos que nos obligan a reformular el presente, tenemos en nuestras manos la posibilidad de elegir una nueva frase. Si se me preguntase, me gustaría pensar en algo como “se vive como se juega”, unidos y unidas, soñando con una justicia posible, y fundamentalmente, con respeto de la diversidad de la que formamos parte.