Sin vacuna, la lucha contra el coronavirus se volvió un desafío a largo plazo, lo que anticipa que las complicaciones para la región no sólo serán económicas y sociales; existe también un contexto que atenta contra la alegría de los pueblos. Una reflexión sobre la salud mental en tiempos de pandemia y las políticas públicas como instrumento para acompañar a las grandes mayorías.
Por Carlos M. López / La salud mental de las personas se instaló como un tema en la agenda mediática a partir del aislamiento globalizado en las medidas contra los contagios de coronavirus. Sin embargo, la problemática existe desde mucho antes que padres y niños compartan 24 horas encerrados en un mismo ambiente.
Actualmente, se suele relacionar a lo mental simplemente con una cuestión secundaria que afecta a los sectores con cierta solidez económica y se proponen soluciones metódicas que podrán ser efectivas pero muy dirigidas a complacer a una mínima porción de la sociedad. La falta de políticas para acompañar las consecuencias de un mundo mayormente injusto engloba una serie de tópicos no resueltos aún por los Estados que superan la individualidad. La psiquis suele tomarse como un tema personal, librado a una decisión de cada uno de nosotros de adentrarnos o no en el pasado de nuestros recuerdos y repensarnos hacia nuestra propia existencia. ¿Y si podríamos pensarlo como una consecuencia del conjunto?
Así como es demasiado facilista creer que las condiciones socio-económicas de una persona no son afectadas por el contexto en el que se desenvuelve, de igual manera considerar que el seguimiento de la salud mental de los pueblos es un tema privado pone en riesgo a la propia vida de aquellos que tienen menos acceso a estos debates.
Por fuera de las técnicas o métodos que muchos sitios de Internet hoy proponen para luchar internamente cualquier vicisitud que se relacione con la pandemia, es posible pensar qué efectos conllevan que las personas se encuentren ante una inestabilidad más visible que habitualmente en tiempos de Covid-19.
Temáticas como la violencia familiar, los femicidios, la falta de asistencia social, se muestran en el pedestal sólo en momentos que la realidad afecta a más personas que de costumbre, cuando en realidad la única manera de pensar en las mayorías es reconocer las problemáticas y comenzar un programa de acción sostenido en tal sentido.
La economía en nuestro país toma una relevancia semejante que por momentos nubla el resto del escenario. Pero, hay más que cálculos frustrados. Y es justamente en un momento de extrema digitalización de los hábitos que se pone en evidencia la posibilidad de cuestionarse si moverse hacia un mundo en el que la vida social se limita al trabajo y las conexiones virtuales sea lo más sanador -y productivo- o si simplemente será un paso más en el que muchos y muchas quedarán excluidos.
Un ejemplo adelantado de la realidad actual es la reciente historia de Japón. Un país con un altísimo desarrollo industrial y una capacidad que no se ha logrado trasladar a la felicidad de las personas, siendo que la exigencia de los estándares de la vida social se mide en productividad y apariencia. Es decir que de un modo u otro el ser humano ha provocado en sí mismo esforzarse en trabajar contra uno de los principales principios comprendidos por nuestra especie como lo es ser sociales. En América Latina es difícil imaginarse una región sin abrazos y acercamiento estrecho, pero de igual manera existen faltantes en otras materias como lo meramente estructural y económico. Entonces, ¿dónde radica la felicidad de los pueblos?
Quizá la pregunta sea demasiado filosófica para encontrar una única respuesta. A pesar de ello, es posible afirmar como primera premisa que la felicidad de las grandes mayorías se encuentra relacionada con la posibilidad de acceder a oportunidades beneficiosas. Para entendernos en términos descriptivos, un niño sin un plato de comida al despertar difícilmente desee salir al patio de juegos por la tarde. Entonces lo económico (sí, otra vez) aparece como una de las variables más influyentes en la estabilidad. Luego, se añaden determinados condimentos culturales y el combo será más o menos aceptable dependiendo la región. Pero en ausencia de alguno de los componentes fundamentales el perfil se vuelve más indefinible y la estabilidad se evapora.
¿Qué pasaría si la organización mundial no rondara estrictamente alrededor de lo económico? ¿O es posible al menos? Esta semana en una conferencia de neurociencia escuché una compresión del término “estando bien” (en inglés, wellbeing), lo que en español podríamos identificar como bienestar. El término utilizado como un gerundio en inglés es útil para pensar que el estado de bienestar de los pueblos no es una condición. Por más que muchos gasten tiempo en demostrar que las cosas son como deben ser o que cada uno siembra sólo lo que cosecha, las prioridades que llevan a la felicidad de las comunidades se pueden redefinir tantas veces como sea necesario, porque el bienestar no es más que una construcción continua que tiene responsables y necesita fundamentalmente un compromiso colectivo.
Sin inversión y sin políticas públicas orientadas a las demandas sociales de las mayorías no es posible alcanzar jamás un bienestar generalizado. No es posible que todos los seres de un colectivo social alcancen un estándar de capacidades y oportunidades si justamente se cultiva desde el poder económico una mirada que brega por la competencia en desmedro del otro. Competencia además que en la mayoría de las ocasiones deja por fuera la tan ansiada búsqueda del deseo.
A nivel mundial se publicó este mes el informe World Happines Report 2020, que plantea una mirada estadística sobre los países con mayor felicidad del planeta. Como en la gran mayoría de estos informes, Finlandia, Dinamarca, Suiza, Islandia, Noruega y otros países nórdicos se destacan por sobre el resto. ¿Es entonces posible medir la felicidad? Porque destinar un ranking a tan semejante complejidad es igual de peligroso que determinar la capacidad de una persona por su coeficiente intelectual. Recursos utilitarios o descartables, disponibles u obsoletos, así se suele definir en el mercado a objetos y personas por igual.
Cobra sentido que las condiciones sociales y económicas de los países citados siempre permitirán un equilibrio mayor que sea consecuente con un mayor acceso a las oportunidades. Argentina figura en el puesto 55, debajo de países como Tailandia, Kuwait, Trinidad y Tobago o Guatemala. En tiempos en los que irse del país se muestra como una alternativa atractiva, la realidad dista mucho de cualquier análisis estadístico. La felicidad de los pueblos en nuestra región, al menos desde la óptica de la igualdad, sería algo más cercano a cultivar la educación, a fomentar el trabajo colectivo y la generación de una mayor igualdad entre los grupos sociales que han sido relegados en los poco más de 200 años de historia argentina. La postura egoísta de comprender a la felicidad como sinónimo de liberalismo olvida a cada persona que quedó en el camino cuando otros grupos sociales se enriquecieron.
Los indicadores ayudan, pero si queremos felicidad entonces es hacia lo cultural donde se encuentra un equilibrio. La felicidad llegará con educación, con innovación de todos y todas incluidos, porque se corresponde directamente con los deseos de los colectivos, los cuales serán tan sólidos como lo sea el imaginario que se pueda consolidar internamente. ¿Algún día podremos discutir más un plan de estudio de lo que se discute una toma de terrenos politizada mediáticamente? ¿Alguna vez hablaremos horas y horas de cómo enfrentar una vida que se basa en cumplir con el objetivo de llenar un plato de comida? O mejor aún, sobre qué cuestiones plantear políticamente para convertir la opinión acerca de un otro en algo más próspero que un sombrío: “no tuvo suerte, será en otra vida”.
Hay más que blanco y negro en nuestra realidad, más aún con la llegada del virus. Los grises son la realidad misma. Se reclama libertad individual, pero se vive en sociedad. Y es por esto que hablar de salud mental lleva inevitablemente a considerarlo como una necesidad política. La medicina no es un tema meramente científico como tampoco lo es la política un sector dedicado a los ilustres o la clase política que instrumenta el andar de una Nación.
Un amigo me dijo hace unos días acerca de las injusticias sociales: “Esa gente está en patas, porque las únicas zapatillas que tenían se las quemaron”, en alusión a unas familias que se quedaron a un costado de la calle mirando cómo llovían piedras y balas de goma en Guernica. Es así que la pobreza es estructural -como lo es la falta de atención en la salud, la educación-, y tiene responsables que pasan de moda. Mientras los que sufren siguen allí, ocupados en vivir para zafar o zafar para vivir. Empecemos de nuevo, ¿qué es y cómo se alcanza la felicidad de los pueblos?