La crítica situación social que muchos y muchas pasan por estas horas pasa a un segundo plano, el show de la política ridiculizada nos pone ante abismos ya conocidos. Es por ello que más que nunca desde que comenzó el aislamiento es necesario apelar a la conciencia social sobre la memoria como salida a una realidad dolorosa.
Por Carlos M. López / La realidad mundial es por demás penosa durante estas horas con las cifras de fallecidos que provoca el Covid-19. Países como España, que parecían haber salido de la zona de riesgo máxima, vuelven a implementar cierres de ciudades como el caso de Madrid por el rebrote de nuevos contagios. En la Argentina se registra una caída de los contagios en los últimos días, lo que puede ser una esperanza para reactivar ciertas actividades restringidas. Frente a estas preocupaciones la clase política argentina en su conjunto no quiso ser menos y, ante los ojos de la sociedad, la pasada semana ocurrieron una serie de eventos desafortunados que se convirtieron en videos virales compartidos por redes sociales y aplicaciones de mensajería digital. El foco de los debates actuales vuelve a poner sobre la mesa el ridículo, dejando de lado al sujeto social como el único real perjudicado.
El debate político – y cuando no social – se ha convertido en un meme.
¿Por qué hoy es que digitalmente se ridiculiza con una inmediatez asombrosa a cualquier acción política como si la vida fuera un monólogo de Tato Bores? ¿En otros países ocurrirá algo similar? La corriente gracia con la que se observa todo lo que rodea a la política argentina provoca temor; porque los temas que se debaten los legisladores, las decisiones de los ministros y la orientación ante una compleja realidad es por demás importante como para tomarlo con semejante liviandad. Quizá la risa es un aliciente a semejante descontrol. La oposición se ha dedicado a llamar a una falsa libertad y el oficialismo se encuentra ante horas críticas en materia económica y social. Es por ello que este combo desconcierta a una gran parte de la sociedad.
Aquellos argentinos y argentinas que plantean sus deseos de irse del país, tema instalado en agenda por muchos medios nacionales durante las últimas semanas, no son un problema a resolver de manera urgente. Muchos otros y otras ciudadanas se quedarán aquí, seguirán sufriendo hambre y buscando un trabajo cuando las puertas se cierran más rápidamente que lo habitual. Los medios pueden caer en la noticia fácil, la atrapante idea de un mundo mejor es pan fresco al amanecer, pero la clase política en su conjunto no se puede prestar a tan cosméticos debates. Olvidar el foco del camino es justamente lo que permite que quienes aboguen por la desestabilización social ganen una vez más. Es que el sentir que no hay un mañana provecho posible es lo que debilita a las sociedades occidentales.
En los últimos días circularon versiones no oficiales sobre posibles proyecciones económicas desfavorables ante una moneda nacional que pierde valor internacional, lo que provoca un pánico social similar al que produjo el coronavirus cuando desembarcó en el país.
En conmemoración del día de Iom Kipur – la celebración más sagrada del año judío-, el Gran Rabino Ashkenazi de Argentina, Gabriel Davidovich, desde su residencia en la AMIA emitió un comunicado en el que remarcó a raíz de la pandemia una “debilitación del tejido social en la vida comunitaria”. Lejos de encontrarme ante un acercamiento religioso, lo importante en sus palabras es el concepto de la debilitación social, la cual escapa largamente al coronavirus y que década tras década vuelve verse al borde de generar rupturas sociales.
Somos una sociedad con solidaridad tardía. Actuamos con total predisposición y ambición nacional luego que el huracán arrasó una parte de nosotros; antes no. El quiebre social que permite que esto ocurra una y otra vez a lo largo de la historia argentina puede ubicarse en la falta de educación en nuestra memoria. Para el desarrollo de muchas de las economías emergentes que han sabido solidificarse en las últimas décadas existieron dos términos que permitieron consolidar una cierta estabilidad social entre los deseos sociales y las demandas económicas: memoria y conocimiento. La memoria les permite a los pueblos reconocerse, reinventarse y proponer a partir de lo aprehendido. El conocimiento abre un sinfín de posibles virtudes en la elección de caminos, en las posibilidades sociales de presionar lo justo y necesario a la clase política para conseguir la tan deseada estabilidad social en la conjunción de millones de almas dispares.
Al mirar películas que plantean una rebelión al orden establecido o al escuchar música con letras orientadas en el mismo sentido, las reflexiones filosóficas sobre la contextualización con la que se crean las sociedades fluyen con una facilidad propia de la creación artística. Lo complejo luego es lograr que estos pensamientos no sean sólo eso mismo y se conviertan en acciones, hábitos y modos que den forma al nacimiento de un nuevo orden más justo. El tema musical Apocalipsis Zombi de El Cuarteto de Nos propone una mirada ante esto: “No seas así, dejáte morder”, termina el tema interpretado por Roberto Musso. Los llamados zombis que se suelen conocer por películas de supervivencia no son seres nuevos en el cine, nacieron en la literatura como una expresión de seres obligados a mantener un comportamiento determinado, con cierto control de su cuerpo, pero con limitaciones que no le permiten más que seguir un supuesto “instinto”.
A lo largo de la historia este concepto fue cambiando al mismo tiempo que lo hizo la interpretación del mundo social. En la década del ‘60, según la visión del cineasta que realizó muchas películas bajo este concepto, George Romero, el zombi representaba en Estados Unidos un temor social ante lo diferente, con una carga social de contraposición racial – aún hoy presente en la sociedad norteamericana -. Hoy esa visión mutó a comprenderse como el miedo a ser uno mismo, ante una masa de sociedades que actúan en conjunto y se ridiculizan con una celeridad abrumadora. Sea de un modo u otro, las sociedades nos negamos a vernos reflejados como un sujeto que camina en un estado de muerto viviente y sin un control completo de sus acciones. Es así que preferimos creer que todo lo que rodea a nuestras vidas depende llana y directamente de nosotros.
Entonces, nos encontramos ante el profundo debate de querer modificar la realidad que nos rodea, pero sin proponer un cambio tal que nos modifique a nosotros mismos. Mejorar como sociedad en el Siglo XXI ya no se trata de ninguna revelación ante lo impuesto ni de un entendimiento místico, sino que cualquier escenario de crisis social como el actual no podrá ser rediseñado sin recordar qué pasos dimos en falso, qué ideas fueron sólo discurso y cuáles son los intereses que se ponen en debate ante cada situación, o más bien, cuáles son los intereses de las grandes mayorías.
Nuestra integridad no puede ser tan frágil como una corrida bancaria o
un debate en un programa de televisión sobre un desacierto político, pero lo es. La canción La Memoria de León Gieco propone que formamos sociedad en las que “el hambre y la abundancia se juntan”. Y somos responsables muchas veces de alimentar ambos polos.
Cuanto más lejana sea la brecha entre ambos extremos es cuando nos encontraremos ante escenarios poco proyectables, como el actual. No es posible ser previsibles en un contexto de desconcierto. Las sociedades se forman y se mueven inevitablemente como una
masa uniforme que se vuelve homogénea a la vista de otras sociedades, pero ser parte de una masa rígida que se repite una y otra vez como un zombi en busca de sobrevivir o actuar como seres sociales con conciencia de un otro, es decisión meramente nuestra.