Porque no hay avance posible sin el reconocimiento de las bases es que nuestra historia es lo único que nos puede brindar una realidad menos dolorosa que la actual. El nuevo despertar de un coronavirus que nos exige ser mucho más que sólo querer salir a la calle.
Por Carlos M. López / La semana es como tantas otras. Las muertes siguen aumentando a causa del virus, pero la realidad se torna algo más espesa por culpa de la rutina más que de la propia enfermedad. Médicos, enfermeros y profesionales de la salud luchan contra el contagio y contra los tormentos de trabajar por largas jornadas sin demasiado descanso, con las caras tapadas por protección. “¿Si sentimos miedo en algún momento? A cada momento sentimos miedo, cada día. Cada vez que nos estamos cambiando la ropa para salir a atender a un paciente”, fue la respuesta de un médico del Hospital Fernández al ser consultado en una entrevista televisiva este lunes.
Los médicos están cansados, muchas otras personas también. En muchas localidades se vuelve a las primeras fases del aislamiento por aumento del contagio masivo. La lucha contra el virus continúa. La falta de conciencia, la ausencia de una estructura que nos permita retomar las actividades por completo y la crisis que golpea a un mundo entero asegura que el futuro será cuando menos poco equilibrado para las grandes mayorías. ¿Acaso alguna vez lo fue? Cuando momentos como los actuales caen sobre la espalda de hombres y mujeres mirar al pasado puede ser una alternativa de cómo reaccionar. No es mera casualidad que los países que mejor han sobrepasado al Covid-19 cuentan con una amplia historia de posguerra o, en casos más alentadores, democracias establecidas con solventes economías por décadas.
Por estar más cerca de la Antártida que del Norte o porque nos lograron dividir a tiempo es que en estas latitudes no seguimos ninguno de los dos caminos antes mencionados. Nuestra historia es por demás compleja y, ante los ojos del mundo, reciente. Demasiado joven como para lograr los mismos resultados que en otras partes del planeta llevó cientos de años y pérdidas humanas que muchas veces tapa el polvo de los años. En la historia de la humanidad, los pueblos se han ido dividiendo entre los olvidados, los divididos, los que siempre llevaron las de ganar, y los que debieron adaptarse al contexto sin mucha resistencia internacional.
Esta última visión era aprovechada ya hacia la década del ‘30 por una de las compañías más globalizadas en el mundo, al publicitar en un magazine por Francia la llegada oficial de la marca: “Une perm’ a París…Have a Coca-Cola …Yank friendliness comes to the Eiffel Tower”. La marca que incluso en la publicación explica que puede ser llamada popularmente como Coke, eligió una imagen de soldados entregando una gaseosa a una mujer, ante la alegre mirada de un niño. Debajo de la fotografía, unas líneas remarcan que obsequiar la bebida “es un símbolo de su sentimiento de amistad hacia la gente de París. Somos tus aliados”, y continúa: “Si escuchas tomar una Coca, escuchas la voz de América… invitándote a disfrutar una pausa que refresca”. Poco más de 90 años después la invitación a la globalización de la marca roja ya es una realidad muy establecida. Coca Cola ha logrado distribuir mundialmente una bebida sin siquiera una vez mencionar el líquido oscuro que ofrece; nos propone un camino de superación en el equilibrio, y lo compramos. Un día fue una bebida y a los pocos años fue el auto, la casa, la televisión y ahora la Internet. Compramos lo que nos representa un mundo que aún no alcanzamos. Y lo seguiremos haciendo.
Videollamada de por medio, saludo a mi abuela. Cumple 99 y aunque la distancia – y ahora el virus – nos separa por largos tramos, por un ratito siento que estoy ahí con ella. Me veo saliendo de compras en las que elijo lo más caro. Me veo cantando un órdago para ganar el partido. No es el órdago que los españoles le atribuyeron a Messi hace unos días, sino más bien el que sirve para ganar un mus, juego de cartas menos respetado por nuestras tierras que el truco, pero no menos divertido. Largas charlas sobre cómo conservar la carne colgando de las plantas en el campo; la llegada de la radio como una caja loca que emite sonido; morir en el campo de una gripe; mudarse del campo a la ciudad para conocer el asfalto, los electrodomésticos y la comodidad del hogar. La partida de mi abuelo y volver a empezar cuando el camino en apariencia terminaba.
Mi abuela cumplió casi la mitad de edad que mi país, y es entonces cuando es necesario recordar que somos jóvenes. La nona no es sólo felicidad y pasión en la cocina por sus nietos; tuvo errores como todos. Y sin embargo es una única persona, ¿entonces por qué no es posible que tengamos tantas más complejidades como Nación? Claro que lo es. Por eso recordar el pasado es necesario. Por eso la historia no se puede borrar. Por ello los libros no pueden ocultar las dictaduras por más que se arranquen las hojas. El pasado 27 de agosto la radio cumplió 100 años desde la primera transmisión en el Teatro Coliseo de Buenos Aires. Mucho cambió desde ese entonces. Este lunes comenzó la segunda etapa del satélite argentino Saocom 1B lanzado hace una semana desde los Estados Unidos por un cohete Falcon 9 de la empresa Space X, la misma que envió a los astronautas al espacio hace unos meses, pero esta vez con un poco menos de show mediático.
Cuanto más ocultemos el pasado más seremos como un francés recibiendo una Coca como migaja de lo que quedó o de lo que puede venir que no necesariamente tiene por qué representarnos. Pensarnos hacia atrás con consciencia es lo que permite a un pueblo redefinirse hacia un mundo que avanza más rápido que nuestros cerebros y que por momentos nos deja aislados más de lo que quisiéramos. La Universidad Pública, como lo es la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) en el caso del nuevo satélite, es nuestro salvoconducto a seguir nuestro camino más que lo que admiramos el camino ajeno, lo que no es más que el reconocimiento de nuestro ADN social en el desafío de alcanzar el conocimiento como superación individual.
Algo así como un equilibrio entre la teoría y la práctica puede dictar un futuro en el que se incluya a más personas que las que el sistema parece soportar. El fin de las guerras de cañones o las batallas económicas está lejos de concretarse. La igualdad por una jornada laboral justa parece difícil de lograr en el mundo. También lo es luchar contra la pobreza fomentada o salvar a los cientos de niños que sabemos, pero no visibilizamos, que mueren cada semana. La justicia social es una utopía. Hablar por WhatsApp con su nieto a 300 kilómetros de distancia, hace 90 años también lo era para la abuela.