Distintos puntos del país y del mundo enfrentan realidades muy diversas. Aperturas y vuelta atrás de otras medidas marcarán los últimos meses del año con más dudas que certezas. En paralelo, nuestras mentes se preparan para volver a la realidad que nos arrebató el virus, en la que los muertos no se cuentan y la filosofía está destinada a los aburridos.
Por Carlos M. López / «Cuando los milagros ya no salven gente porque los santos se tiraron de un puente… Aquí estaremos esperando», anticipa el tema Apocalíptico de Residente. En un contexto económico que ya comienza a ser doloroso para cada vez más personas, la ansiedad por la reapertura de la salida a la calle pone en riesgo la capacidad de seguir soportando al virus. En Mendoza y Jujuy la situación se volvió estresante en los últimos días, con sistemas de salud que empiezan a llegar al máximo de sus operaciones. En el interior de la provincia de Buenos Aires muchas localidades volverán a cerrar los ingresos por nuevos casos masivos, afectando principalmente a médicos y enfermeros. Diferente camino toma la Ciudad de Buenos Aires que desde esta semana se suma a los lugares con permiso para reuniones de diez personas en espacios abiertos.
Para analizar posibles causas y consecuencias de la nueva realidad a la que nos enfrentamos, debemos ser justos y dejar fuera de discusión a aquellos que necesitan una actividad laboral urgente para continuar percibiendo ingresos. Sin embargo, la ansiedad desmedida va más allá de nuestro bolsillo. La vorágine con la que hemos aprendido a movernos en el día a día no soporta una mañana más sin la frenética actividad de los mercados. La forma de organización social en este siglo ha profundizado un motor de empuje que no tiene un plan b. Sólo parecemos responder a una única forma de vida, la que nos enseñaron y la que se resiste día y noche por no dejar de existir. Producción y consumo son sinónimos, una no puede existir sin la otra, y por estas horas cuando muchos reclaman en nombre de la libertad, simplemente están respondiendo primitivamente a defender la única forma de vida conocida.
¿Cómo sería el mundo si se planteara una nueva forma de distribución social? ¿Cómo serían nuestras vidas sin la presión constante que ejercemos hacia nosotros mismos? Difícil saberlo, simplemente porque como seres no podemos llegar a procesar más allá que un momento presente. La reciente decisión de Lionel Messi de alejarse del Barcelona después de 20 años de una relación contractual histórica, puso en escena el funcionamiento repetitivo y masivo de nuestra era con respecto a las comunicaciones. El producto, la marca tiene hoy una muy delgada diferencia con el sentimiento, con lo emocional. Es demasiado costoso para cada persona detectar qué es una venta y qué no. Messi como un pibe que quiere patear una pelota o Messi como el estadista que mueve millones. No importa dónde nos posicionemos, lo importante es que tarde o temprano tomemos partido por alguno de los polos. El día del famoso Burofax, la búsqueda del jugador argentino en Google a nivel mundial en tan solo dos horas superó al coronavirus, con picos máximos en países como Burkina Faso, Guinea y Mali.
Las noticias top en el mundo no serán la lucha contra la pobreza ni los avances científicos. La popular debe estar entretenida a cualquier costo. Es que el pase a otro club de Messi no es sólo fútbol. Es mucho más. Son millones de euros destinados a publicidad y comercialización de productos que son consumidos preferentemente por niños. Es por ello que la batalla contra las corporaciones que controlan el orden mundial es tan trabajosa. No hay descanso posible. El reconocido tema de Queen, The show must go on – El show debe continuar, en español -, justamente expone la necesidad ya décadas atrás de las sociedades de vivir a un ritmo frenético sin que importase lo que realmente nos ocurre en nuestro interior. Cuanto más superfluo es la novedad más delira el público. Y ni el virus se salvó de dicha distracción. Supimos entretenernos unos días atrás para deliberar entre la vacuna rusa, la británica o el futuro de Trump. Nos conmueve lo cosmético porque nos aterra lo real.
El interrogante ante esto entonces puede comenzar por entender dónde nos ubicamos ante este desolador panorama de las sociedades occidentales. La respuesta me lleva a Galeano y su recuerdo de una charla en Cartagena de Indias junto a Fernando Birri, en la que el cineasta argentino responde a la pregunta de un asistente ¿para qué sirve la utopía?: «Esa pregunta me la hago todos los días. La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Yo sé que jamás nunca la alcanzaré. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar».
El ex presidente uruguayo, «Pepe» Mujica, se mantuvo cercano a esa idea en una conferencia de prensa hace dos años al transmitir el siguiente mensaje: «el hombre es un animal utópico y aparte de la razón necesita tener fe, creer en algo, indistintamente que pueda ser seguro o no. Eso se llama vivir con causa. Pero porque estábamos convencidos de eso se nos escapaba una parte de la realidad profunda: ningún cambio material es suficiente si a la larga no va acompañado de un cambio cultural. Y las revoluciones no están afuera, están adentro de nuestras culturas, de nuestras cabezas».
Entonces lo cultura es lo central, pero es cierto que no es posible vivir en un estado de conciencia constante, ni tampoco es sencillo vivir luchando por nuestra causa cada uno de nuestros segundos de vida. Pero sí es posible al menos intentarlo. La máquina voraz del capitalismo nos va a abrumar cada día, no hay dudas que lo hará. Ello no es excusa para no buscar una salida más autónoma, para defender principios y plantear nuevos parámetros que cambien el tablero del juego. Quizá una de las grandes deficiencias de los movimientos más progresistas que han luchado contra la opresión es justamente que la batalla se realiza con cierto rechazo, cuando en realidad se necesita inteligencia enfocada en el objetivo en común. Como lo hizo aquel Diego del ’86 en una cancha. Llevábamos las de perder, éramos menos y estábamos solos. Pero por un momento fuimos mucho más que el poder inglés. Trascender de esa manera no es magia, es un acto que conlleva años de esfuerzo y dedicación, y por sobre todo la necesidad de abandonar por un rato nuestras aspiraciones personales para creer en un conjunto social.
Hay una diferencia muy estrecha entre el objetivo de vida personal y el que nos propone la sociedad. En la película de Steve McQueen, Viudas, en la que un grupo de mujeres planifican un robo millonario que no pudo ser terminado por sus parejas, una de las protagonistas no ve a su hija más que escasos minutos al día porque luego de llegar a su casa al final del día, la mujer vuelve a salir a trabajar por un pedido urgente de cuidar a las hijas de otra madre. Su hija la espera en la casa, pero ella cuida a otras niñas para asegurarle un techo a su propia hija. Y sumado a esto, en el camino a su trabajo además sufre una serie de acosos de hombres en la calle. Esas escenas la eximen en principio de todo crimen que cometa. Esa es la trampa a la que nos somete nuestra era, costo y beneficio; hay que sufrir lo suficiente para ver la victoria ante nuestros ojos. Es la realidad que tenemos a la vuelta de la esquina, pero duele tanto mencionarla que preferimos hablar de Messi. No hay salida posible; aparece el terror. Por ello lo banal gana. Porque divierte y no lastima.
Hombres y mujeres – muchas veces en silencio – soportan mucho día a día. Se sufre en muchos casos más de lo que lo estamos haciendo durante el aislamiento social. Es por ello que la filosofía aburre a la mayoría de las personas. Pensarse a uno es crítico, genera ruptura y desigualdad entre lo que aspiramos a ser y lo que realmente somos, entre lo que nos dicen ser y lo que nos dicta nuestro deseo. Retomando a Galeano en El derecho al delirio, el escritor imagina un mundo en el que «los economistas no llamarán ‘nivel de vida’ al nivel de consumo ni llamarán ‘calidad de vida’ a la cantidad de cosas. Los cocineros no creerán que a las langostas les encanta que las hiervan vivas; los historiadores no creerán que a los países les encanta ser invadidos. Los políticos no creerán que a los pobres les encanta comer promesas. La solemnidad se dejará de creer que es una virtud, y nadie tomará en serio a nadie que no sea capaz de tomarse el pelo. La muerte y el dinero perderán sus mágicos poderes y ni por defunción ni por fortuna se convertirá el canalla en virtuoso caballero. La comida no será una mercancía ni la comunicación un negocio, porque la comida y la comunicación son derechos humanos. Nadie morirá de hambre porque nadie morirá de indigestión».
Vivir en una completa utopía muchas veces es comprendido como insano, no real. y hoy me pregunto, ¿quién y cuándo decretó que vivir como lo hacemos es sano cuando ganadores y perdedores es la única lógica que hoy gobierna el mundo? No se trata de criticar lo establecido por el arte de hacerlo, sino más bien darle a cada acto el lugar que se merece. Dejemos a Messi con la pelota; a los científicos pensar a dónde nos lleva el Covid-19; valoremos a los profesionales; cuidemos la naturaleza que nos da de comer; amemos, seamos un poco más nosotros mismos. En definitiva, se trata de vivir cada mañana como la primera y cada noche como la última, lo que requiere calmar los estímulos o simplemente enfocarlos según nuestro camino. ¿Qué buscan estas líneas? Tan sólo incomodar, porque cuando nos acercamos lentamente a vivir como lo hacíamos antes de la pandemia es cuando nos preparamos para repetirnos. Para que los olvidados vuelvan a serlo. Para que los problemas vuelvan a ser el dólar y los colores que elegimos. El tiempo de reflexión hacia la justicia social parece dejarnos. Claro, siempre que permitamos que ello ocurra.