Para no ser menos que Esteban Echeverría, el de El Matadero y quien también escribió sobe ciertos morfares de los argentinos, El Pejerrey Empedernido agarra unos venturosos cachos de carne y te lo hace con una receta imperdible. Y más, claro.
Diríase que sin atardeceres y noches de Buenos Aire no puede hacerse un tango y que en el cielo nos espera a los argentinos la idea platónica del tango, su forma universal (…), y que esa especie venturosa tiene, aunque humilde, su lugar en el universo…”. Así escribió alguna vez Jorge Luis Borges y ese mismo textillo fue elegido por mi amigo Ducrot para dibujar las primeras letras de un librejo de los suyos, ya de lejana data, que se intitula “Los sabores del tango”; al cual, para esta cita de glotones o glotonas, que tan audaces debemos ser ellas y ellos cuando la parlamos sobre el morfar, apenas si lo menciono por aquello del préstamo lingüístico al que me referiré, esgunfiado que estoy con el maltrato de escoriosa monta que le propone el pelotudaje criollo a nuestro “idioma”, el “…de los argentinos es mi sujeto. Esa locución, idioma argentino, será, a juicio de muchos, una mera travesura sintáctica…” (Borges otra vez). Y sí, de alguna manera retomo el tema de los otros días, cuando arremetí contra la gilería vociferante del delivery y del take away a la hora del yante en ecclesía, que no es la de los atenienses ni mucho menos la de los curas, dios no lo permita; si no que alude con sonidos pasados de moda al encuentro gozoso entre nosotros, los prójimos, y a la mesa. Es decir, vade retro tilinguería, que nuestra lengua o modos del decir y del escribir es tan rica, que hasta hace gala de préstamos generosos entre los hablares de mundos que parecen lejanos entre sí, como por ejemplo el del comer, así sin más, y el de la poética que brilla como oro y puñal entre las letras del santo tango. Escribió Ducrot: con altísima frecuencia, el lenguaje del comer cede al de la poesía tanguera una innumerable cantidad de palabras y expresiones, giros y truques y malabares que le sirven para caracterizar metafóricamente los mitos, las costumbres, las conductas más profundas de los habitantes de este universo a veces gentil, otras que duele, pero casi siempre entrañables…Y añade este Peje como ejemplo, desde el lunfa tanguísimo: no vayan ustedes a arruinar el estofado, aunque sea de dudosa catadura, porque si no tendremos que empezar y será cosa de nunca acabar; y peor aún – claro, que se dedique la corrección política a criar mandriles pelirrojos -, recuerdo una letra de la vieja edad prostibularia y sin bandoneones, contando cómo dos breteles le sostenían el estofado al salir del piringundín… Pues a lo de hoy, que la nuestra lengua es tan poderosa que, quien según el maestro David Viñas fue el primer demiurgo de la literatura argentina, el del ’37, Esteban Echeverría con El Matadero, él mismo escribió acerca de la “forma universal” del platillo que tras la perorata os dedicaré en una versión que en sí misma es un suerte de Bamba semántica, que “a la ” o “como”, o “a la que” más quieran: “son los estómagos anchos y fuertes el teatro de sus proezas, y cada diente sincero apologista de su blandura y generoso carácter. Incapaz por temperamento y genio de más ardua y grave tarea, ocioso por otra parte y aburrido, quiero ser el órgano de modestas apologías, y así como otros escriben las vidas de los varones ilustres, transmitir si es posible a la más remota posteridad, los histórico-verídicos encomios que sin cesar hace cada quijada masticando, cada diente crujiendo, cada paladar saboreando el jugoso e ilustrísimo matambre… Con matambre se nutren los pechos varoniles avezados en batallar y vencer, y con matambre los vientres que los engendraron; con matambre se alimentan los que en su infancia de un salto escalaron los Andes, y allá en sus nevadas cumbres, entre el ruido de los torrentes y el rugido de las tempestades, con hierro ensangrentado escribieron independencia y libertad (…). Las recónditas transformaciones nutritivas y digestivas que experimenta el matambre, hasta llegar a su pleno crecimiento y sazón, no están a mi alcance; naturaleza en esto como en todo lo demás de su jurisdicción, obra por sí, tan misteriosa y cumplidamente, que sólo nos es dado tributarle silenciosas alabanzas” (“Apología del matambre, cuadro de costumbres argentinas”; Biblioteca Nacional, Buenos Aires, 2007)… Y ahora ya que sí. A contar morlacos, vento o dinares – que cada día deben ser más porque mucha sarasa pero a los precios de la comida no hay Cristo ni Belcebú que los frene; es una país de saqueadores –, y zarpad rumbo a la carnicería – del barrio, NO a los supermercados, emblemas de la desgracia eterna -: un matambre de vaca lo más desgrasado posible. Y rumbo al tenderete que os provee de buena mozzarella, aceitunas negras – o verdes, que sé yo -y en lo posible longaniza de esa a la que le dicen calabresa, en rodajas finitillas. Y sextante y brújula para la verdulería, donde esperan los tomates maduros y los morrones rojos, verdes y amarillos. Y a donde los vinos, y si les da el cuero o se juegan, los hay en tubos de Cabernet Franc, que suelen trasnochar con gusto y donaire. Y antes de bordear los vientos hacia puerto seguro, haced memoria: que no os falten en pañol, ni las especias, ni las hierbas ni los aceites que suelen ser tan propios para una jornada de torneos entre amoríos de hornillos y manteles. Ya en amarras, a la cocina; y una horneada del matambre salpimentado pero al sancoche sereno en leche y vino blanco, en asadera tapada; o si no, al hervido en las mismas condiciones, en la olla más aseñorada que tuvierais, pero en ningún caso que los calores envolventes de las carnes se extiendan más allá del tiempo justo y necesario. Luego, cuan largo y ancho vuestro matambre resulte, al descanso en otra asadera, entonada en su fondo con lenguas de aceite de oliva; los tomates en rodajas; la mozzarella de Norte a Sur y de Este a Oeste, en salpicaduras; los morrones en serpentinas y previamente pasados pro la llama que los pone brillantes; las rodajas de longaniza y las aceitunas, que serán del color que más os agrade. Al horno que pela mis camaradas, hasta al gratín que parece de pizza casera, pues lo que estáis elucubrando no es otra que la famosa “a la” o “a la como…”. Bravo: un matambre a la pizza y que los enemigos del pueblo se jodan. Descorchen el tinto del que hablamos… ¡Y salud!
Texto tomado del sitio Socompa. El Pejerrey Empedernido es heterónimo de Víctor Ego Ducrot, periodista, escritor, profesor universitario y director de esta página. Doctor en Comunicación por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Profesor titular de Historia del Siglo XX (Cátedra II) en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la misma UNLP. Tiene a su la cátedra Análisis y Producción Crítica de Narrativas sobre Delito y Violencia, en la maestría Comunicación y Criminología Mediática, en la cual integra el Consejo Académico.