Resistir la “nueva normalidad desde, en y con los cuerpos. La cotidianidad y los modos de habitarla no son algo que surja rápidamente. Requieren de un pausado asentamiento de usos y costumbres. Ante una emergencia no pueden ser modificadas con una orden o una recomendación venga de quien venga. La cotidianidad es el resultado de sedimentaciones históricas, mucho más que de trazos urgentes y desesperados por reorientar el rumbo del mundo y de lo social. Se anuncia ahora una disciplina especial sobre los cuerpos, que pretendería que pudiéramos establecer otro trato con el cuerpo propio (no te toques la cara, lávate las manos) o con los cuerpos ajenos (mantenlos alejados). El cuerpo aparece una vez más como aquello disciplinable. Ya habíamos escuchado y vivido eso en medio de la epidemia del VIH, para el cual, no lo olvidemos, no hay vacuna ni cura. Con el VIH la población aprendió a asumir el propio cuerpo como posiblemente infectado y a actuar en consonancia para cuidar a la otra, al otro. También aprendió a ver el cuerpo ajeno con temor, porque ese cuerpo otro –deseado, sin embargo– podía convertirse en vehículo de la propia muerte. Se convocó entonces a una normalidad de cuerpos disciplinados a los que, como ahora, se les impuso una barrera física para impedir el intercambio de fluidos y esputos.
Por María Antonia González Valerio (*) / La disciplina especial reclamada por la “nueva normalidad” se ve sin embargo absolutamente rebasada en las manifestaciones que en distintas partes del mundo protestan con la asistencia masiva de cuerpos indignados y enfurecidos. Ahí no tiene lugar ni cabida. Lo político se da en la calle, públicamente y, en nuestros tiempos, masivamente.
El llamado a establecer una cotidianidad modificada y a disciplinar los cuerpos se da además en medio de respuestas institucionales que han sido confusas. Las instituciones que están a cargo de guiar no pueden ni quieren asumir la impotencia que les corresponde, que corresponde al enfrentar un estado de cosas como el actual. No hay rendición ante la realidad, sino un gesto de querer asumir el control frente a lo que está pasando. Sin embargo, la confianza en las instituciones se ha ido tambaleando cada vez más. Les pedimos una certeza que no son capaces de generar. Lo que hemos visto a lo largo y ancho del mundo es información incierta, contradictoria, incipiente. Nuestra demanda colectiva es de conocimiento verdadero. Queremos directrices ciertas para saber cómo actuar y qué hacer frente al virus. Sobre todo, queremos saber cómo salvarnos.
La demanda de conocimiento verdadero ayudaría –podría pensarse de manera muy optimista, instrumental e incluso reduccionista– a llevar a cabo un tránsito de lo extraordinario, de la crisis álgida, del estado de excitación hacia lo ordinario. Sin embargo, a falta de conocimiento verdadero, lo que hay es puro sentido común, distanciarse físicamente de las otras personas y mantener una higiene constante de manos.
Lo que hay es incertidumbre.
La “nueva normalidad” digital
Lo otro que se instiga es la transición hacia el mundo digital; en relación con ello también hay que mantener una posición crítica. No hay transición digital, lo que hay es imposición de una supuesta “nueva normalidad” en la que se ejecuta otro tipo de disciplina sobre el cuerpo: cambiar la presencia física por una experiencia bidimensional frente a una pantalla. Se olvida pronto que el cuerpo y su fenomenología no son sustituibles por imágenes y sonidos, y que la experiencia corporal rebasa la transmisión de información que se puede llevar a cabo con los medios digitales. Un cuerpo sentado frente a una máquina por horas interminables está además siendo disciplinado en cierto tipo de inmovilidad.
¿Por qué hay tanta insistencia mundial en pretender que no pasa nada y que podemos continuar ejerciendo nuestras actividades y ocupaciones de manera “normal” pero digital? ¿Por qué detenerse no aparece como una opción? ¿Por qué se ha anulado de esta manera la espacialidad física y el modo en que determina la experiencia? El mundo digital tal y como lo estamos experimentando carece de lugar y muy a menudo también de tiempo. No hay horarios para la vida digital. El cuerpo entonces aparece desligado de lo que fenomenológicamente tendría que determinarlo: el espacio y el tiempo. Se presenta, en cambio, como un dispositivo que consume información en internet.
Además, tendríamos que cuidar que el llamado a la enseñanza en línea no termine convirtiéndose en una estrategia más para precarizar la educación. Y sobre todo, habría que buscar que no se reduzca la idea de educación a una mera transmisión de información. Hay que cuestionar seriamente y a profundidad qué quiere decir aprender y por qué la experiencia física en el aula es insustituible; también habría que señalar la importancia de la generación de comunidades de saber las cuales requieren de las universidades como espacios físicos de convivencia.
La “transición” al mundo digital que pretendería aparecer como aquello que nos salva y nos mantiene en comunicación y realizando nuestras actividades cotidianas y elegidas, puede ser más bien un peligro que nos haga perder de vista que el modo que tiene lo digital de transformar lo real es justo aquello que veníamos resistiendo: que el mundo se convierta en imagen, en pura representación.
La retórica siniestra que pretende llamar “nueva normalidad” a un estado de sobrevivencia tiene que ser criticada. Lo que hay que asumir es que es un tiempo extraordinario y que la cotidianidad estará fuertemente trastrocada. Pero también que es un tiempo transitorio. Y que después habrá que enfrentar un porvenir, el cual por lo pronto es completamente incierto. Llamar normalidad a lo extraordinario es querer denegar lo que es una obviedad para la sociedad: que estamos aguantando con todas nuestras fuerzas una realidad que se nos desmorona y que también tenemos mucho miedo.
Este trazo desesperado de la retórica de la “nueva normalidad” tiene que ver también, como decíamos, con las ansias de tener conocimientos verdaderos e instrumentos útiles de control sobre la situación. La visión del mundo en la que habitamos está construida con la idea de que hay sujetos que son capaces de tener una acción efectiva en el mundo que viven, y que por tanto son capaces de controlar su derrotero. El mundo es visto como el resultado de nuestras acciones, es decir, se presenta como un efecto. Dentro de esa lógica se insertan la ciencia y la tecnología modernas, incluida ahí la medicina, de las que esperamos un poder efectivo.
La aparición del virus ha significado que esa lógica, la cual ha sido criticada y cuestionada como parte de la razón instrumental y de la era del antropoceno, sea hoy muy socorrida, pues lo que se espera es que haya dominio y control de la naturaleza por vías tecnológicas para salvaguardar el bienestar humano.
Mas precisamente esa lógica, junto con el discurso de control y dominio, es lo que había sido objeto de las críticas ambientalistas de manera muy reciente, y de la filosofía desde hace al menos un par de siglos. Argumentar que tal lógica es válida cuando lo que está en juego es la salvación de vidas humanas es pervertir la posibilidad de establecer una crítica filosófica y un activismo real sobre lo que está sucediendo en términos de destrucción del planeta y falta de respeto por toda otra forma de vida.
La pandemia nos pone en el límite de lo que hemos decidido criticar y cuestionar.
(*) Texto tomado del sitio Alainet. María Antonia González Valerio es filósofa, profesora en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Trabaja en investigación de ontología-estética y en el terreno del arte que utiliza biomedios. Directora del grupo de investigación y creación Arte+Ciencia.