La pandemia nos aleja y nos acerca. Reflexiones que surgen en una noche de caminata por la Ciudad de Buenos Aires. La realidad de la calle, el trabajo y otras problemáticas que hace rato conocen de cuarentena.
Por Carlos López / Caminata de fin de semana. La visión se vuelve borrosa cada escasos segundos. Usar anteojos con un barbijo no es la opción más cómoda para salir a caminar por la Ciudad de Buenos Aires, pero una vez más las ganas de mover las piernas lo puede. Junto a su bicicleta, cuidando su espacio, Mario está recostado en la esquina de Av. Santa Fe y Riobamba como cada noche de las últimas 135 de cuarentena.
Dedicarle unos minutos a una charla con alguien que vivió y continúa viviendo una realidad muy distinta a la de muchos otros puede ser una aventura emocionante. Al igual que en otros encuentros que tuve con Mario durante el aislamiento social, al verme se posó sobre su cintura para inclinarse y saludarme. Fue así como llegamos a charlar sobre sus historias en los circos en los que trabajó y otras labores alejadas de la gran ciudad, en zonas rurales. Inmediatamente en mi cabeza se construyó la imagen del reconocido circo Rodas. Cuando éramos chicos con mi hermana lo veíamos al paso en los alrededores del Puerto de Mar del Plata. Antes, en el pueblo donde nacimos, cada vez que un circo llegaba a la ciudad se revolucionaba la infancia. Los espectáculos eran asombrosos a los ojos de un niño.
Pero los tiempos cambian. Al igual que tuvimos que adaptarnos a la realidad que nos rodea de pandemia, Mario también tuvo que dejar el circo de animales. Años atrás fue el chofer del camión que cargaba tres elefantes de circo. Entre ellos había una celebridad, la elefanta Mara. Después de ser rescatada por encontrarse ante una situación de maltrato animal, Mara fue enviada en 1995 al ex zoológico de la Ciudad Buenos Aires, hoy reconvertido en ecoparque. Allí permaneció hasta marzo de este año, cuando al mismo tiempo que la ciudad empezaba a cerrarse para permanecer en cuarentena, fue trasladada al Santuario de Elefantes ubicado en el Estado de Mato Grosso, Brasil, de manera que en estos momentos la elefanta de 50 años enfrenta las dificultades de adaptarse a un hábitat del que fue despojada en su nacimiento.
La voracidad con la que el coronavirus nos puso frente a cambios inminentes provocó un estado de alerta en las Naciones y, principalmente, en la percepción de cada uno de nosotros. La cotidianeidad se esfumó con tal celeridad que dejó fuera de juego a muchas familias, mientras que otras lograron reinventarse en el camino. “Las cosas no son como antes”, me dice Mario moviendo la cabeza de un lado a otro. Así como cambió el concepto del erróneo poder que ejercemos sobre los animales, también lo hizo la concepción de la tierra, pero en este caso con consecuencias negativas. Los tractores que Mario y mucha otra gente manejaban hace algunas décadas, hoy se trasladan por los campos con geolocalización asistida. La cosecha pasó de ser un proceso productivo en equipo a una cuestión de minutos cronometrados. La masividad le ganó a la calidad de la producción que nos brinda la tierra.
Los avances tecnológicos son una fundamental herramienta para el crecimiento de una sociedad alineada a los nuevos desafíos mundiales. La cuestión es, entonces, a qué costo aceptamos dichos desarrollos. Terminando la década del 90 recuerdo días de juegos cuando mi viejo me llevaba a alguna cosecha en el campo para que me dejaran dar una vuelta arriba de una cosechadora. En el interior, basta con tener algún amigo cercano relacionado a la actividad agrícola para sentirse todo un campechano. Mi rumbo con el paso de los años me alejó de aquellas tierras, de igual manera que les ocurrió a los grupos de personas que trabajaban aquel día de cosecha redefinido en mí como una emocionante tarde de circo.
Listar los principales cambios con respecto al trabajo en los últimos 20 años llevaría largas líneas de producción. Sin embargo, estos avances se ven en jaque ante una cuarentena que nos desafía más aún. Si bien las estadísticas sobre la seguridad y el crecimiento de la falta de la tolerancia entre nosotros no son oficiales, el caminar la calle brinda una cierta perspectiva. Los que vienen no serán tiempos fáciles, porque muchas cosas han cambiado con respecto al trabajo, pero muchas otras simplemente se han profundizado, como la falta de trabajo y oportunidades. Si no alcanza el trabajo, falta pan y, por ende, el ánimo social inevitablemente mutará quizá hasta más rápido de lo que estamos acostumbrados. Me surge pensar esto cuando un grupo de motos se acerca a la esquina por encima de la vereda. Mario mira con desconfianza. Hace una pausa, y continúa hablando. “Cinco veces me robaron la bicicleta”, me cuenta al tiempo que recuerda uno de los robos más insólitos que sufrió en la ruta camino a Azul, cuando le quitaron sus pertenencias mientras se refugiaba de una tormenta bajo la parada de un colectivo.
Estas líneas son algo más tristes de lo que quisiera. Hoy recibí una noticia de esas que son feas. A un amigo le quitaron de sus manos una gran inversión mientras realizaba compras en Once. Es injusto. Como lo es de igual manera que nos creamos la historia del derecho sobre el derecho. Los recientes episodios de enfrentamientos en las calles; el caso del jubilado, y otras escenas dolorosas que llenan la pantalla de la televisión no nos aportan nada más que mayor intolerancia. Así como duele cualquier hecho cercano, también lo hace la débil interpretación que separa nuestra realidad como sociedad entre el bien y el mal, la teoría de los dos demonios, los buenos y los malos. La realidad es más compleja que esto último, y de igual manera es imprudente avalar la venganza como solución a nuestros problemas sociales, de los que somos parte indisociable. Quizá es tiempo de aceptar nuestro hábitat, escucharlo más y no luchar tanto contra él, como inevitablemente le ocurre a Mara. La borra del café que se desliza por el vaso caído me recuerda que es tiempo de volver a la caminata.