En el primer semestre de este año se detectaron casi cuatro mil potenciales focos de incendio en el Delta del Paraná. El mayor número de los últimos nueve años. Las quemas indiscriminadas y sin planificación de pastizales destruyen los humedales y afectan la vida de los isleños. La impunidad y la falta de discusión colectiva sobre los criterios de uso del territorio. Una nota de TSS.
Patricia Kandus, Natalia Morandeira y Priscilla Minotti (*) / Que un territorio fluvial se prende fuego suena a oxímoron. Sin embargo, los humedales del Paraná no son solo el río, también incluyen la extensa planicie que los rodea: un mosaico de bañados, pajonales, pastizales, bosques y lagunas entreveradas con arroyos, e interactuando con ellos la población, la fauna nativa y el ganado. El Delta del Paraná ocupa unos 19 mil 300 kilómetros cuadrados. Por estos días, desde las islas se levantaron columnas de humo que llegaron a Rosario, San Nicolás y San Pedro. En 2008 lo habían hecho hasta la Ciudad de Buenos Aires.
La alarma crece. Solo en los primeros seis meses de este año, los sensores satelitales VIIRS (1) detectaron con un resolución en píxeles de 375 metros de lado unos 3 mil 700 focos de calor que son potenciales fuegos. Una cantidad que supera ampliamente los detectados durante los primeros semestres de los últimos nueve años.
De estos focos, el 82,5 por ciento se concentra en la provincia de Entre Ríos, gran parte en las islas de la Reserva Municipal de Usos Múltiples Islas de Victoria. Los restantes 11,4 y 6,1 por ciento ocurrieron en los territorios de las provincias de Buenos Aires y Santa Fe, respectivamente. Un problema que atraviesa las fronteras y que se verifica tanto en tierras privadas como en las fiscales arrendadas a privados.
Por estos días, la extrema sequía que se registra en el Delta, producto de la bajante histórica del río Paraná, suma complejidad y preocupación a la situación. Los suelos secos de zonas antes anegadas, con mucha materia orgánica y vegetación seca en pie, resultan un material combustible y dificultan el control de los incendios.
El fuego en contexto
Aunque no es abiertamente reconocida, la quema de pastizales es una práctica habitual en el Delta del Paraná. En las islas, más del 80 por ciento de la vegetación es herbácea y sumamente diversa. Apenas el 4 por ciento es bosque nativo y otro tanto plantaciones forestales. Esto contrasta con la imagen que tenemos de las islas. Más allá de la belleza y la diversidad, los bosques suelen estar en albardones, a la vera de los ríos y arroyos navegables, lo que hace pensar que toda la isla es así.
Sin embargo, los que se suelen quemar son los humedales herbáceos, lo que afecta la biodiversidad. Se han citado más de 700 especies de plantas vasculares, al menos 50 especies de mamíferos, 260 de aves, cerca de 300 de peces, 27 de anfibios, más de 30 de reptiles y una enorme cantidad de invertebrados. Las denuncias penales contra quienes presuntamente iniciaron incendios intencionales convive con el silencio de la mayoría de los propietarios y arrendatarios.
El fuego ha sido usado históricamente para proveer pasturas. Hacia 1830, el naturalista francés Alcides D’Orbigny describió las quemas con propósitos de renovar pasturas para el ganado. Ya en aquellos años, D’Orbigny señalaba la destrucción y la pérdida del hábitat. Describía como un espectáculo dantesco la huida de los animales y las aves de presa atrapadas por los incendios. El fuego, además, se ha usado ampliamente para cazar animales silvestres, despejar cubiertas vegetales, facilitar el ingreso de maquinaria para obras hidráulicas o para sistematizar tierras destinadas a forestación. Hoy en día, en muchos lugares, el fuego ha sido reemplazado por el uso de herbicidas.
La adaptación de los organismos vivos responde a lo que se conoce como régimen de disturbio, no al fuego como un hecho instantáneo. La acumulación de vegetación seca y el gran volumen de materia orgánica almacenada en las capas superiores de los suelos hacen pensar que el fuego debe haber sido un componente del régimen natural de disturbios en estos humedales, acoplado a los pulsos de inundación y seca del río Paraná. En el orden natural, esos disturbios suelen generar mosaicos con diferentes grados de quema que son sucedidos por procesos de recuperación, acelerados luego con el aporte de agua de las crecientes.
En condiciones controladas, bajo una planificación regional y con una estricta consideración de las condiciones ambientales, el fuego puede contribuir a promover una variedad de respuestas de la vegetación y favorecer la biodiversidad, incluso con algunos efectos potencialmente benéficos para las prácticas ganaderas, como el rebrote de especies forrajeras. Sin embargo, realizar quemas en un contexto de sequía y bajante, con múltiples focos simultáneos sin planificación ni control, implica un riesgo de devastación que supera cualquier nivel de resiliencia que pudieran presentar las especies nativas.
Para comparar con años anteriores a 2012 es necesario utilizar datos del sensor satelital MODIS (2), que detecta menor cantidad de focos de calor que VIIRS, pero cada foco corresponde a una mayor extensión de quema. El año 2008 es recordado por las quemas de pastizales en el Delta. En aquella ocasión, la cantidad de focos detectados en el primer semestre del año fue nueve veces superior a los registrados en el mismo período de este año. Según la Dirección de Bosques de la Secretaría de Ambiente y Desarrollo Sustentable, afectó casi 207 mil hectáreas. Cerca del 11 por ciento del Delta.
En 2008, extensas áreas de juncales fueron las más afectadas. Los estudios de ese momento mostraron que el fuego perjudicó en forma significativa las capas superficiales de los suelos con una pérdida sustancial de carbono y nitrógeno. Se estimó que volver a almacenar el carbono emitido por los incendios demoraría unos once años, y eso de no mediar alteraciones. El informe elaborado por un conjunto de instituciones a partir de un trabajo de campo documentó cómo la vegetación y las capas superficiales quedaron reducidas a cenizas, expuestas al riesgo de erosión por lluvias y crecientes fluviales. También alertó sobre posibles impactos en la calidad del agua por el incremento de sólidos en suspensión.
Este tipo de quemas no sólo perjudican la biodiversidad, también atentan contra la variedad los usos y los modos de vida de los isleños, ya que la ganadería no es la única actividad que se realiza en las islas. Las quemas impactan directamente sobre la pesca y la apicultura el destruir el hábitat de los peces y de la flora apícola. Las actividades turísticas y deportivas también son afectadas al degradar la calidad del aire y de los paisajes.
Como legado de esa situación, la Legislatura de Entre Ríos sancionó en setiembre de 2008 la Ley Nº 9.868 para el manejo y prevención del fuego. La norma establece la prohibición de su uso en el ámbito rural y forestal sin autorización expresa de la autoridad de aplicación. La normativa también plantea que toda persona que “tome conocimiento de la existencia de un foco ígneo que pueda producir o haya producido un incendio rural o forestal” está obligada a efectuar la denunciar. Más allá del notorio incumplimiento, y en el caso de que se pruebe la intencionalidad de los incendios, cabe preguntarse por qué la voluntad de unos pocos prima sobre los intereses y la calidad de vida del conjunto de la población, tanto de las islas como de las ciudades aledañas.
No todo el Delta es ganadero
El Delta del Paraná tiene una complejidad propia derivada de la heterogeneidad de sus geoformas y de los pulsos del río, que alternan períodos de inundación y sequía. En estos humedales, la producción ganadera es una actividad extendida que data de principios de la colonización. A fines del siglo XVI, Hernandarias introdujo los primeros trescientos bovinos y hay registros de traslado de ganado entre las islas y la zona continental que datan del siglo XVIII. Pero la ganadería no es la única actividad productiva, ya que comparte espacio y tiempo en el mosaico de humedales con otras igualmente importantes, como la forestación, la apicultura, la pesca comercial y artesanal. A las que se suman el turismo y actividades recreativas, sin dejar de lado muchas actividades de subsistencia.
Difícilmente se pueda pensar el Delta como un área de conservación estricta, restringida del accionar humano. Sus formas de vida tradicionales se remontan a la colonia y algunas, como la pesca, son anteriores. Además, está muy cerca de los centros más poblados del país. Sin embargo, se puede pensar en discutir un modelo de desarrollo sustentable que contemple los conflictos entre los distintos usos, tanto los de la tierra como los que se desarrollan en el agua. Un modelo que garantice las funciones ecosistémicas que contribuyen a una mejor calidad de vida de la población local y de los habitantes de las áreas vecinas.
Los humedales del Delta del Paraná tienen un rol clave en la regulación hidrológica. Almacenan agua a corto y largo plazo, regulan la evapotranspiración -y con ello la temperatura local-, disminuyen la turbulencia del agua y la velocidad de los flujos -gracias a las densas coberturas de vegetación y las geoformas propias de la planicie-. Los diferentes procesos de regulación bioquímica mejoran la calidad del agua y su disponibilidad, almacenando, transformando y degradando nutrientes, sales y contaminantes. Desde el punto de vista ecológico, la mayor parte de las comunidades de plantas herbáceas del Delta son altamente productivas: secuestran carbono en el suelo y en la biomasa, ofrecen producción de forraje para el ganado y resultan el hábitat de enorme cantidad de especies de fauna silvestre. El desafío real es discutir un modelo de uso responsable, sustentable y solidario para proteger los derechos de las generaciones futuras.
Un modelo que no entiende de disidencias
Para comprender lo ocurrido en el Delta en las últimas dos décadas debemos observar el contexto. Los altos rendimientos alcanzados por la producción de granos llevaron a una expansión significativa de la frontera agrícola que reemplazó a los cultivos tradicionales. El modelo agrotecnológico que impera desde mediados de los años noventa -siembra directa, soja transgénica y glifosato- dio pie a una agricultura industrial que, aunque rinde enormes volúmenes exportables, genera externalidades costosas para la estabilidad de las ecorregiones afectadas.
Una consecuencia es el desplazamiento de una fracción considerable de la actividad ganadera hacia sitios considerados marginales. La productividad natural de los humedales, sumada a la ocurrencia de considerables períodos de aguas bajas durante la década de 2000, condujo a que en el Delta del Paraná se pasara de una ganadería extensiva estacional a una de tipo intensivo y permanente. A su vez, se renovó el interés de algunos oportunistas por hacer agricultura, inducida por los elevados precios internacionales y rendimientos de las nuevas variedades de soja.
Las quemas de 2008 fueron acompañadas por una marcada proliferación de endicamientos. Áreas delimitadas por terraplenes que impiden el ingreso del agua proveniente de las crecientes fluviales y mareas, evitando que un campo ubicado en un humedal se inunde naturalmente. Este tipo de intervención expandió el proceso de “pampeanización” que venía ocurriendo. Hoy, cerca del 13 por ciento de la región está endicada. En casi todos los casos, el propósito es contar con áreas protegidas para el ganado.
No es el único propósito. También se endica para avanzar con urbanizaciones y emprendimientos forestales. En menor medida, para la actividad agrícola, aunque esta último esté prohibida en las islas fiscales de Entre Ríos. Si los fuegos llevan a una pérdida temporal o parcial de las funciones ecológicas de los humedales, los diques determinan un cambio hacia un ecosistema terrestre. Se pierden las funciones exclusivas de estos ambientes.
El sobrepastoreo y el pisoteo por sobrecarga ganadera, la limpieza de los campos mediante el fuego, rolo o agentes químicos, así como la construcción de terraplenes y diques para evitar el ingreso del agua proveniente de las crecientes, no solo atentan contra la salud pública y la calidad de vida. También avasallan el patrimonio natural y cultural de vastas zonas litoraleñas. Los impactos son acumulativos y, en algunos casos, irreversibles.
Hoy, nos alertan los incendios en una época de sequía. En años anteriores, el anegamiento de grandes extensiones y la destrucción de islas enteras por el impacto de los endicamientos. El problema, entonces, no es la ganadería en sí misma. Ni siquiera el uso del fuego es el factor a combatir. El problema está en cómo se desarrollan las actividades y en la forma discrecional en que se puede utilizar este disturbio como herramienta de manejo, en especial cuando no se considera al resto de los actores sociales involucrados y solo prima el interés de mercado.
El Delta, un territorio a democratizar
Los conflictos político-ambientales en el Delta del Paraná dejan expuesto el incumplimiento de las leyes. También ausencia de una discusión colectiva sobre los criterios de uso que permitan la coexistencia de diversas actividades productivas en forma sustentable y la preservación de la integridad ecológica. Resultan inadmisibles las acciones unilaterales por parte de los dueños de la tierra y de los arrendatarios que priorizan su rentabilidad económica por sobre el bien común.
Los humedales interpelan a las miradas sectoriales más simplistas, ya sean las ultra-productivistas como las conservacionistas ingenuas, que si bien presionan por una toma rápida de decisiones, resultan en conflictos socio-ambientales impredecibles a mediano y largo plazo. Esta puja queda de manifiesto en los diferentes proyectos para una ley de humedales. En estas iniciativas, varios artículos se derivan de la Ley de Bosques (Ley Nacional Nº 26.331) sin una mirada crítica de su experiencia, como si diera lo mismo legislar sobre cualquier ecosistema, con categorías rígidas de gestión que nada tienen que ver con la diversidad de tipos y situaciones que presentan los humedales.
El estrecho vínculo funcional de los humedales con las tierras vecinas obliga a democratizar la gestión del territorio, pero también a entender al Delta como un “territorio fluvial”: esto significa garantizar la participación de todos los actores interesados, la comprensión de su conectividad y abordar la gestión de una manera integral. Difícilmente se encuentren en la actualidad humedales prístinos. Quizá sea más útil pensarlo los humedales del Paraná como “sistemas socioecológicos” para mejorar las chances de preservar sus funciones y su biodiversidad.
Los humedales y los territorios fluviales son variables a escalas usualmente no percibidas por el devenir cotidiano, ni siquiera en el transcurso de una generación. Gestionarlos implica anticipar escenarios que son dinámicos, con variabilidad estocástica y bajo procesos de cambio climático. Un programa integral nacional y federal ayudaría a concientizar sobre la conservación y el uso sustentable de los humedales. Se trata de educar, gestionar, legislar e inventariar. Pero, sobre todo, necesitamos incorporar una mirada solidaria que garantice los derechos del conjunto de la sociedad, particularmente de quienes viven en las islas y de las generaciones futuras.
(*) Texto tomado del sitio Socompa. Sus autoras: Investigadoras del Instituto de Investigación e Ingeniería Ambiental (3iA) de la Universidad Nacional de San Martín.