Las desigualdades sociales de nuestra región nos aseguran que la crisis social y económica no será un camino sencillo de recorrer. Cómo fortalecer a quienes antes de temer por el avance del coronavirus, luchan contra un estado permanente de vulnerabilidad económica.
Por Carlos López / Hoy camine. Nunca antes en mi vida había imaginado escribir una acción tan habitual y cotidiana como una novedad. Los que estamos esperando que la pandemia pase en algún barrio porteño todavía no salimos demasiado a la calle. Salir me hizo sentir dos grandes sensaciones, en principio un alivio al poner el cuerpo en movimiento y luego un llamativo hormigueo en mis piernas. El ejercicio en casa no alcanza; caminar, desplazarnos de un lugar a otro es parte de cada uno de nosotros, acciones rutinarias muchas veces que son además necesarias para limpiar nuestro cuerpo física y mentalmente. Es así cómo me planteo que las dos principales luchas venideras en un tiempo no tan lejano serán específicamente la resistencia a la mutación de la nueva forma de vida que estamos experimentando en diferentes ámbitos y el gran conjunto de luchas que nos plantea una justicia social que seguirá siendo un pendiente.
Por momentos la cuarentena provoca que algunas personas, en ocasiones incentivadas por los medios de comunicación masivos, que quieran sentirse como Homero en el capítulo “Un bloque como yo” de Los Simpson. En el episodio el protagonista de la famosa familia norteamericana inventa en su mente una realidad paralela porque no puede aceptar su propia realidad al ser rechazado por su hija. Acá, en la Tierra, no podemos ocultarnos en nuestra psique hasta tal punto. El mundo ha cambiado demasiado y con ello las demandas serán re fundadas, pero sin embargo los que pierden siguen siendo los mismos, solo que de a montones. En este momento, al menos en la América Latina a la que pertenecemos, no estamos ni remotamente cerca de dimensionar la crítica situación social -y económica, cuando no- ante la que se enfrentarán los países de la región.
El secretario general de la ONU, António Guterres, este mes publicó un informe en el que se prevé desde la organización que en nuestra región al menos 45 millones de personas quedarán inmersas en la pobreza, con una economía que espera una contracción del 9,1%, la mayor en los últimos cien años. La lucha contra la falta de oportunidades para los sectores populares no es nueva, pero sí será un desafío la masificación de las condiciones que deberán afrontar millones de familias en estado de vulnerabilidad. Las estadísticas mencionadas no dejan de ser más que números que se almacenan y publican en los medios digitales que divulgan una problemática que ya es conocida por todos los Estados pero que, a diferencia de lo que se pregona, lejos está de erradicarse.
Y de esto poco tiene que ver el coronavirus. En los países del Caribe se visualiza una realidad oculta mucho antes del desembarco del virus. Más bien tiene que ver con las decisiones políticas que en muchos casos intentan moldear a los pueblos a forzarlos a formar parte de una realidad del Norte que poco tiene que ver con la historia que los vio nacer. Con seguir apuntando con el dedo que el Sur está maldito, no se brinda acceso más que a un lamento cosmético que nos deja suspendidos como una región con cientos de potencias individuales, pero con insuficiencias colectivas.
El extenso informe “Ruralidad, hambre y pobreza en América Latina y el Caribe” publicado dos años atrás en conjunto por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) y la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), ya anunciaba un desolador panorama hacia 2030 con una agenda que “recalca que continuar con los mismos patrones de desarrollo no es viable, siendo necesario modificar el paradigma actual y avanzar hacia un desarrollo sostenible, inclusivo y con visión de futuro”, siendo que América Latina y el Caribe es identificada por el organismo como “la región más desigual del mundo’. Si para la visión de las potencias mundiales África está perdida y sectores de Asia son mano de obra clandestina para consumo, América Latina es entonces esa porción del planeta que no se atreve a crecer y que si en algún momento logra siquiera intentarlo, debe ser persuadida.
“Un nuevo día sin nuevos casos”, se titula este lunes un informe periodístico de un medio digital de Nueva Zelanda. Buscando noticias por medios europeos me encontré con un patrón que no pude obviar. Cada periódico de Dinamarca consultado no titula absolutamente nada sobre el coronavirus en sus notas digitales principales. ¿La razón? Lo central se ubica en la admisión -o no- de los jóvenes que se postularon a la educación superior para el nuevo ciclo universitario. De fortuito descubrimiento para quien escribe surgieron dos reflexiones. En cuanto a la pandemia, en países con cierto orden sostenido y con una estabilidad social-económica envidiable la preocupación por el virus se empieza a superar con resultados alentadores; es cosa del pasado. No así ocurre lo mismo en países con mayor población o condiciones económicas menos estables como Italia o España. Al mismo tiempo y siendo que dichas sociedades se caracterizan por tener un alto porcentaje de personas formadas académicamente, el acceso a la Universidad es un privilegio al que se accede con dos grandes recursos: dinero y un promedio que demuestre el conocimiento necesario. Si bien la cantidad de estudiantes aceptados aumenta a gran escala con el paso de los años, este año fueron admitidos 69,526 de 94,604 jóvenes postulados a la educación superior danesa.
Las comparaciones son odiosas. Porque las condiciones culturales de allá y las de acá no tienen nada que ver entre sí. Para los que estamos de este lado, quedar afuera de la educación superior es comprendida como una injusticia atroz con sólo pensar en la Universidad Pública como herramienta al servicio del desarrollo, pero se vuelve muy poco útil cuando los jóvenes tienen que salir a ganarse un ingreso para sobrevivir o cuando la educación primaria y secundaria estuvieron ausente. Sin equilibrio, las penas aumentan. Allá el cantar es otro, las casi 25 mil personas que quedaron afuera del ciclo lectivo tienen como próximo objetivo mejorar sus condiciones para volver a aplicar. Vivímos en un mismo mundo con realidades totalmente paralelas. El virus, o mejor aún, la comprensión de cómo sobrepasar una pandemia difiere entre regiones por el simple hecho de que la vida entre un continente y el otro presenta una amplitud que deja perplejo a cualquier mundano. La lucha contra el coronavirus por momentos nublo estas diferencias, las absorbió por algunos días. Pasado el caos provocado por el virus -como ocurre en las zonas citadas- la realidad vuelve a ser parecida a la que teníamos antes, al menos en términos culturales, sociales y económicos.
Podremos usar más alcohol en gel, distanciarnos y quedarnos en casa. La vida volverá inevitablemente con el mismo o aún más aislamiento social con el que nos acostumbramos a convivir en la región de América Latina. Es allí donde los Estados cumplen un rol fundamental por respaldar una lucha conjunta que seguirá siendo la de igualdad de oportunidades para distintos sectores sociales y de trabajadores y trabajadoras. No se puede luchar por los derechos que no se tienen si con lo que se cuenta hoy para muchas familias ni siquiera alcanza para ponerse en pie. Es por ello que estamos muy lejos del equilibrio y lo seguiremos estando aún después del aislamiento social obligatorio. Aceptar esto es parte de redefinirnos. Confiar en nuestras capacidades y formar seres pensantes puede ser un paso siguiente. Mientras la economía seguirá siendo dura con los que menos tienen, la Universidad Pública permanecerá en el mismo lugar esperando por nuevos estudiantes motivados por el hecho de plantear qué estamos haciendo y qué haremos para luchar contra la única desigualdad de la que el mundo capitalista poco se ocupa mientras se alienta un dulce esfuerzo por una vacuna que nos salve. Lejos aún de correr, América Latina necesita caminar hacia la lucha contra el olvido del ayer.