La cuarentena nos trae ante nuestros ojos cientos de elecciones de contenido digital. Lo que no nos preguntamos día a día es sobre la baja participación de los sectores populares en la producción y el acceso expandido a nivel global a una velocidad que supera cualquier pandemia.
Por Carlos López / Somos parte de un sistema que se desplaza a un ritmo más veloz del que podemos procesar. La llegada de la pandemia a nivel mundial trajo consigo una paradoja esencial: nos detuvimos en nuestras casas, nos vimos obligados a poner un freno sobre las actividades que conocemos como habituales y pese a ello, la velocidad de las relaciones interpersonales y las urgencias a resolver como pendientes de una lista aumentaron considerablemente en el conjunto de la sociedad. Nos comunicamos por distintos medios digitales, la información se mueve tan rápido que es difícil digerir qué noticia puede tener más notoriedad y cual simplemente busca nublar el camino. Recibimos un sinfín de datos y estadísticas que nos llenan de preconceptos y poco aclaran sobre cómo reinventarnos ante un escenario peligroso en el sentido que puede perpetuar aún más el aislamiento económico, social y cultural de los sectores más postergados.
La actualización es parte de nuestra cotidianeidad. Se actualizan los fallecimientos por coronavirus como números que se almacenan. Actualizamos nuestras aplicaciones. Desechamos rápidamente lo que pasó a ser viejo en cuestión de semanas. En el Siglo IX, el matemático persa Al-Juarismi -de su nombre se deriva la palabra algoritmo-, fue una de las primeras personas en registrar la creación de operaciones aritméticas básicas. Tuvieron que pasar cerca de 500 años para que recién en el Siglo XV se comenzará a utilizar la coma para identificar de una manera práctica a los números decimales. No fue hasta 1944, unos 400 años más tarde desde el último evento citado, que en Alemania se logró construir la primera máquina con almacenamiento interno, algo cercano a lo que hoy conocemos como computadoras, las cuales lejos de concebirse para uso personal tuvieron desde los inicios una finalidad militar. El espacio histórico que proyectaban los avances tecnológicos y del pensamiento exacto eran espaciados.
La realidad que hoy nos rodea es muy distinta. Los avances y los descubrimientos científicos avanzan a una velocidad que obliga a tener un seguimiento permanente si se quiere conocer la última novedad. Listar los últimos avances significativos de tan solo un año llevaría hojas de redacción. Aprendimos, en pocos meses, que podemos trabajar, estudiar, desarrollarnos y producir desde nuestras casas con más facilidad de lo que era visto antes de la pandemia. Y pese a que la realidad de los trabajadores y las trabajadoras poco cambio en relación a sus derechos, la cuarentena marca un nuevo orden mundial de producción con respecto a la distribución del trabajo. Lo que no cambia pese al escenario actual es que quienes no contaban con un contexto favorable para atravesar estos nuevos supuestos del trabajo en casa se verán reducidos a esperar que el aislamiento obligatorio finalice de la misma manera que antes atravesaban estancamiento social y económico.
Particularmente la última semana sentí una necesidad más fuerte de lo habitual de producir, leer y relacionarme con temas diversos, como si variar de contenidos culturales fuera un salvataje a un encierro que molesta un poco al físico. Molestia no es lo mismo que sufrimiento, muy lejos me encuentro de los salvajes relatos noticiosos que nos cuentan las dificultades insoportables de vivir encerrados en una casa. Más insoportable es aún no contar con trabajo o luchar contra complicaciones básicas como el acceso a la alimentación. Pero para evitar cualquier comparación odiosa, es necesario detectar los verdaderos ganadores y los olvidados en tiempos de encierro. El mapa del trabajo y por consiguiente de la producción masiva de contenidos no se ha modificado en absoluto. Cambian las formas y los métodos; no será hasta que los sectores populares se introduzcan en el debate digital que entonces podremos estar ante un nuevo real orden mundial tecnológico. Los monopolios que concentran la transmisión de contenido han visto en la cuarentena una posibilidad de penetrar en nuevos mercados, mayormente con menores recursos que antes. Entonces, ¿cómo luchar por la igualdad de los pequeños espacios de la cultura y de la producción nacional en tiempos de digitalización masiva y en cadena?
A no confundirse, cada uno es dueño de acercarse a lo que crea oportuno en términos culturales. Cada uno de los que tenemos acceso a cientos de contenidos digitales podemos optar por ver un documental histórico, un capítulo sobre asados en la estancia El Ombú en San Antonio de Areco -como el que me encontré el pasado fin de semana en el programa Modo Foodie-, o la última película de superhéroes producida por Marvel. La discusión va mucho más allá y tiene que ver con una democratización de los contenidos que brilla por su ausencia, como solía decirse hace unos cuantos años. La cultura argentina atraviesa hoy momentos complejos por la falta de adaptación al mundo digital, una resistencia que algunas obras de teatro rompieron en cuarentena pero que lejos se encuentran aún de equiparar la atención que se llevan otros generadores de contenido como Amazon, Netflix y hasta la propia televisión, que comienza a alejarse de otras plataformas por ser cada vez más desplazada por las nuevas generaciones.
Una forma de hacer frente a esto es adoptando la digitalización como parte de un proceso inevitable. Escuchar a Alberto Fernández en una entrevista con jóvenes no periodistas que participan de un programa de la Televisión Pública es molesto para algunas corporaciones. Lo es porque rompe el orden de la agenda de dónde debería emitirse un discurso presidencial y, más aún, quién debería hacer las preguntas importantes. Esa es la propuesta y la oportunidad que veo con las tecnologías en manos de los sectores populares y de los jóvenes, equivocadamente relacionados en lo general sólo con las redes sociales. No se trata de escapar a lo nuevo, sino más bien disputar el poder en el campo de juego que hace rato fue definido. No toda la red pertenece a un mismo círculo, aunque día a día nos parezca lo contrario. La digitalización y la automatización es hoy la principal arma de las multinacionales generadoras de contenidos para lograr grandes concentraciones de masas. Entonces es aquí cuando radica la necesidad de que los sectores populares sean partícipes de dichos cambios culturales, fundiendo un sentido nacional hacia el conjunto de la sociedad.
El mundo no volverá a ser el que nos contaban Ernest Hemingway, Ray Bradbury y George Orwell por cuestiones netamente instrumentales pero las luchas siguen siendo las mismas, la receta de los contenidos tampoco varió demasiado y los efectos que causa el desarrollo del capitalismo a nivel global sigue afectando siempre a los mismos sectores. Cómo adaptarnos a los nuevos desafíos levantando las mismas banderas anteriores a la pandemia es parte del proceso que estamos atravesando. En un mundo en el cual el qué y el dónde ya ni se debaten, es tiempo de preguntarnos cómo y para quién se genera el valor cultural de los contenidos digitales.