Para atender la emergencia en los 83 países en donde opera el programa solicitó casi 5.000 millones de dólares antes de diciembre, pero su consecución es incierta. La hambruna en ciernes no proviene primordialmente de la crisis actual, sino de decisiones económicas adoptadas por los poderosos y relacionadas con la creciente y obscena concentración de la riqueza.
Por Consuelo Ahumada Beltrán (*) / Con la agudización de la emergencia sanitaria y social como consecuencia de la pandemia del Covid-19, los trapos rojos expuestos en las viviendas y los saqueos, para el caso colombiano, son la expresión del hambre.
En los próximos seis meses 270 millones de personas serán arrojadas al hambre como consecuencia de la pandemia, anunció recientemente el director del Programa Mundial de Alimentos (PMA) de la ONU. Para atender la emergencia en los 83 países en donde opera el programa, incluida Colombia, solicitó casi 5.000 millones de dólares antes de diciembre, pero su consecución es incierta.
Sin embargo, la actual crisis no es la causa principal de la hambruna en ciernes. El informe del Estado de la Seguridad Alimentaria y la Nutrición en el Mundo, publicado en 2019 por la FAO, señala que 821 millones de personas sufren de hambre y 2.000 millones padecen de inseguridad alimentaria moderada o grave. Estas cifras se incrementan año tras año.
La hambruna mundial es el resultado de decisiones económicas que adoptan los poderosos y guarda relación con la creciente concentración de la riqueza. Señala el español Manuel Delgado Cabeza que el sistema agroalimentario globalizado ha ocasionado una degradación social y ecológica. Se impuso el régimen alimentario corporativo, en el cual los procesos de producción, distribución y consumo alimentario se integran sobre las fronteras estatales; las empresas que dominan el sector requieren de acceso a los recursos y a los mercados y de la eliminación de las restricciones para la localización, el aprovisionamiento, la producción, distribución y el consumo agroalimentario.
Este “imperio corporativo” está conformado por cadenas alimentarias, muy centralizadas y concentradas. Grandes compañías controlan desde los genes hasta los estantes de los supermercados. Son cuatro, conocidas como las ABCD: Archer Daniels Midland (ADM), Bunge, Cargill y Louis Dreyfus. Cargill controla la llamada “cadena de valor global del pollo” y las semillas oleaginosas en el mundo. Los ultraprocesados, tan nocivos para la salud, arrasaron con la producción campesina. Al mismo tiempo, el 90% de las semillas modificadas genéticamente es controlado por Bayer-Monsanto.
Como en toda la actividad económica, la producción y distribución de alimentos entró al ámbito financiero y del negocio bursátil. Estos conglomerados tienen la posibilidad de emitir títulos, manipular precios y adquirir otras empresas. Los alimentos se cotizan en la Bolsa de Chicago o en las llamadas bolsas de futuros de Londres, Frankfurt y Amsterdam. Están sujetos a la especulación, la apuesta y a la volatilidad de los precios.
¿Cómo afecta esto a Colombia? La estrategia neoliberal incrementó la importación de alimentos, eliminó el apoyo al campo y, con ello, sentó las bases para destruir la producción agraria e industrial. Los TLC con EEUU y Europa profundizaron todavía más la crisis y los estragos del prolongado conflicto armado, el despojo y el empobrecimiento generalizado en las áreas rurales.
Desde los noventas, el concepto de seguridad alimentaria cambió y ya no se asocia a la producción de alimentos sino a su adquisición. Hay dependencia creciente de la importación masiva de alimentos, que en Colombia llega a 14 millones de toneladas al año, con los costos adicionales resultantes de la devaluación. Para completar, en el marco de una Emergencia Económica desaforada y regresiva, el gobierno emitió el decreto 523 del 7 de abril pasado, que establece cero arancel a las importaciones de maíz y otros granos, provenientes especialmente de EE.UU.
Antes de la pandemia, la situación alimentaria en Colombia era ya muy grave. Un informe de comienzos de año de la Gran Alianza por la Nutrición muestra que el 54,2 % de los hogares presenta inseguridad alimentaria con mayor impacto en los departamentos de Chocó, Sucre, Vichada, La Guajira y Putumayo. Señala que los menores de 18 años se alimentan con arroz, pasta y tubérculos. La proteína de mayor consumo en este sector es el huevo y los granos secos. Otro informe publicado recientemente por la Fundación Éxito señala que en el 60 % de los municipios existen condiciones propicias para que los niños y niñas menores de 5 años sufran de desnutrición crónica.
Mención especial merece el Programa de Alimentación Escolar (PAE), que debería llegar a todas las zonas rurales del país, pero en cambio es botín de los políticos, sin que un Estado cómplice tome medidas serias para impedirlo.
El sesgo antiagrario del Gobierno de Iván Duque no puede ser más marcado. En diciembre de 2018 no votó a favor de los derechos de los campesinos en la ONU. Fiel al uribismo, se ha negado a implementar la Reforma Rural Integral (RRI), punto central del Acuerdo de paz. No ha habido ni el menor asomo de apoyo estatal a los productores agrícolas ni a los pobres del campo. Al contrario, hace poco la vicepresidenta y el ministro del ramo expresaron con cinismo su desprecio por los campesinos.
Con la agudización de la crisis sanitaria y social, los trapos rojos y los saqueos son la expresión del hambre, como lo mostró la tragedia de Tasajera. Desde los barrios pobres de Bogotá hasta los pueblos alejados del Caribe y del sur del país, las protestas por falta de comida y el abandono del Estado se repiten a diario. Frente a ello, no hay Esmad (escuadrón policial antidisturbios) que valga.
(*) Texto tomado del sitio Cronicón