Pese a que el mayor temor hoy se infunda en el coronavirus, otros males atentan contra los sectores populares. Reflexiones del por qué romper las barreras del conocimiento desde un país, una ciudad y una calle en la que trabajar para muchos y muchas es un derecho olvidado.
Por Carlos López / Contar con un trabajo estable y en relación de dependencia es un desafío más que complejo a nivel mundial. Sin embargo, por nuestra región parece aún algo todavía más lejano. La disociación cotidiana entre el trabajo y el conocimiento científico alejan a las grandes mayorías de independizar su economía y, en definitiva, exigir a los grupos sociales más vulnerables a auto superarse. La forma de comunicarnos, de movernos y de producir cambiaron radicalmente en las últimas décadas pero, pese a las premoniciones de los alentadores del nuevo orden mundial, las condiciones que atraviesa la gran mayoría de trabajadores y trabajadoras no se han modificado demasiado. En nuestra América Latina los problemas nos tapan; la gente muere por falta de acceso a la alimentación o a la salud. Esta realidad, oculta pero viva, genera que tener un trabajo formal sea visto por el común de la sociedad como un lujo. Con cobrar alcanza, poco importa de dónde o cómo.
Sean tiempos de cuarentena poco importa para seguir respaldando un camino hacia la construcción de un pueblo consciente de sus problemas, en la cual el hilo conductor será siempre el acceso al conocimiento. El modelo capitalista que impone su forma de educar y trabajar en gran parte de Latinoamérica brega por una definición de trabajo en el sentido del esfuerzo. La tan conocida meritocracia. Se logran éxitos con esfuerzos. Partiendo desde la antítesis de esta mirada, el trabajo debería ser -y más aún en nuestros tiempos- un aliado indisociable del conocimiento. Ello no significa necesariamente contar con un saber único e inigualable, sino más bien comprender qué hacer con el saber, cómo transmitirlo y, algo aún más complejo, cómo volverlo realidad cotidiana. Así como el acceso al conocimiento de las clases populares aterra a los gobiernos de derecha pone en jaque al propio sistema, también en las esferas sociales se imponen mitos poco productivos.
Siendo cronista en espacios políticos escuche cientos de veces la frase “gente de a pie” o “ciudadano común” en su mejor versión. Esta división de roles siempre me sonó tan absurda como antiguamente se acostumbraba a diferenciar a los civilizados, ricos en su mayoría, y los de abajo, pobres en su mayoría. Esos mitos están en nuestra concepción de sociedad, por más que no sean expuestos como intenta hacerlo esta reflexión. Las mujeres, los colectivos feministas y temporalmente algo antes los colectivos de LGTB pusieron ante la vista de todos y todas debates y replanteos que nos modifican el cómo ser en sociedad. Ahora bien, generar esa misma oleada de razón sobre los sectores vulnerables en relación al acceso al trabajo parece algo poco probable. No somos realmente consciente de cómo nos afecta como Nación, más que por las estadísticas.
Razones para luchar por el conocimiento sobran. El desafío es cómo lograr que ese conocimiento se convierta en una forma de vida, que entusiasme más allá de aprender algo nuevo o ejercer poder. No alcanza con acceder a un estudio si el mercado después va a exigir más de lo que puede soportar una persona. No alcanza con formarse si luego el INDEC nos entrega cifras como las conocidas en abril pasado en las que se destaca que en 2019 los puestos de trabajo asalariados registrados cayeron un 0,9% (100 mi menos que el año anterior), los trabajadores y trabajadoras no registradas aumentaron un 2,5% (125 mil personas más) y los puestos de trabajo no asalariados un 7,6% (390 mil). La caída de los salarios ante un escenario inflacionario también complejiza aún más la economía familiar. Entonces, ¿cómo pensar en capacitación, en conocimiento y en igualdad de oportunidades si ni siquiera estamos cerca de una justicia social? Sin comer, no se estudia. Es por ello que la respuesta para esa masa de personas funcionales a un mercado voraz sigue siendo la Universidad Pública. Y no se trata de defenderla, sino más bien de valorarla.
Democratizar el poder intelectual es quizá la primera pieza que puede movilizarnos hacia una sociedad con mayor acceso al conocimiento, hoy ligado de manera muy estrecha a las nuevas tecnologías y la Internet. Además, en contraposición a la norma, formamos parte de un país que cuenta con la Universidad Pública. Repensar mis años pasados – práctica de moda durante el aislamiento – me reafirma una y otra vez que pisar el suelo de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) me permitió formarme como sujeto, lejos de cualquier asignatura puntual pero interrelacionado con toda experiencia de vida. Estas líneas surgieron luego de quedarme escuchando de fondo una clase de mi pareja sobre Inteligencia Artificial. Quien lea esto podrá pensar que ella se dedica a las tecnologías, pero no. La clase forma parte del programa de estudio de la carrera de Abogacía en la Universidad de Buenos Aires (UBA). Animarse a esquivar la norma es el objetivo que alcanza la Universidad Pública, de allí sus reconocimientos.
El Ministerio de Desarrollo Social de la Nación impulsa la creación de un Registro Nacional de Trabajadores y Trabajadoras de la Economía Popular (ReNaTEP) para detectar a los grupos de personas que se desarrollan en condiciones de inferioridad laboral. Contar desempleados y pobres de a montones no logrará ningún cambio real, pero sí el reconocimiento puede ser un punto de partida. Por estos días de pandemia en los que algunos grupos salen a la calle con banderas a cantar el himno y otros -o los mismos- destilan odio por las redes sociales pidiendo libertad, es necesario reforzar que cada concepto debe ser analizado desde el lugar donde se emite.
No ser libre en nuestra América Latina es no tener acceso a oportunidades. No se es libre si no se puede alimentar a una familia. Pierden la libertad los miles de jóvenes que tienen que salir a caminar las calles de Buenos Aires en busca de comida. La pierden los Pueblos Originarios que transmiten un programa de radio en una frecuencia que no moleste. También quienes son excluidos de la formalidad del trabajo por condiciones, elecciones o formas de comprender el mundo. Hay un mundo de percepciones más allá de las noticias que nos trae la televisión y es justamente el conocimiento el que permite romper con ese encierro intelectual que nada entiende de cuarentenas.
Eduardo Sacheri en su dedicatoria a Diego Maradona por el inmortalizado gol a los ingleses encuentra en el fútbol lo que no podemos encontrar en otro lado. “No nos queda otra que responder en una cancha. Porque somos pocos, porque estamos solos, porque somos pobres”, explica el cuento “Me van a tener que disculpar”. Ya es tiempo de pasar de página. De dejarle al fútbol el bello lugar que ocupa y movernos hacia visiones pobladas de autonomía nacional. Lograr que las clases populares cambien su enfoque hacia la construcción de una base sólida como Nación no se logra con reproducir un modelo externo. Se logra profundizando en el ser mismo. En el deber de brindarle a los que menos accesos tienen más oportunidades de aprehender, de desarrollarse y de producir. Ya es tiempo de trabajar más por no ser pocos, por no estar solos y, fundamentalmente, por no ser pobres.