El auge de las firmas tecnológicas durante la pandemia es también el triunfo de los oligopolios. Y la cultura es el sector que anticipa el futuro de la sociedad.
Esteban Hernández (*) / Las compañías tecnológicas van a ser las vencedoras de la pandemia. Está ocurriendo en todos los sectores de la economía, pero la cultura es uno de los más significativos. Amazon es la gran beneficiada de este enclaustramiento, ya que su competencia física quedará debilitada o desaparecerá, y plataformas como Netflix están sumando suscriptores a su modelo, muchos de los cuales han acabado decidiéndose a causa del confinamiento. En la música ocurre algo similar, ya que con el parón del sector principal, el de las actuaciones, las discográficas tendrán más presencia, pero desde la venta digital o las plataformas como Spotify.
El impulso hacia lo digital parece definitivo. La cultura se ha resistido a él, en parte porque tenía una red establecida de distribución que forjaba vínculos emocionales (las librerías o tiendas de discos) y en parte porque los ingresos dependían de lo físico (asistir a un concierto o una obra de teatro, recorrer una galería, conversar con los autores). Las discusiones sobre ese mundo que está empezando a desvanecerse se vuelven a establecer, como ha sido norma en lo digital, y en general con la innovación, desde la mayor comodidad y pragmatismo que ofrecen las grandes plataformas; en el otro lado queda esa sensación de pérdida del amante de la cultura, que entiende que leer un libro en papel, acudir al cine, ir a un concierto forman parte de una experiencia que da sentido a la cultura en sí misma.
Sin embargo, este planteamiento, sobre el que cada cual tiene ya hecha su idea, suele rebajar las discusiones sobre el sentido de los cambios que el modelo está provocando. Son importantes, también porque ofrecen una visión muy pertinente sobre el conjunto de la economía. La cultura ha sido el sector que anticipó, desde los años 60 del siglo XX, los modelos de negocio y la organización estructural de la mayoría de las empresas no financieras, y en este instante puede ofrecer algunas pistas.
La promesa
Netflix es un gran ejemplo de la economía del contenedor que domina en el sector tecnológico. Como el resto de firmas de este ámbito, nació con la intención de convertirse en dominante. Recaudó el capital suficiente como para impulsar un proyecto cuyo objetivo era alcanzar el mercado mundial y fue dando pasos dubitativos en esa dirección. Las pérdidas iniciales no desanimaron a los inversores, y la empresa siguió creciendo gracias a que tenía una historia que contar a Wall Street. Era una firma disruptiva cuyo final del camino era convertirse en un monopolio y esa es la regla de oro para convencer al capital en estos tiempos: incluso Peter Thiel lo ha repetido constantemente.
Las ventajas finales de este tipo de planteamiento son enormes para quien lo lleva a cabo. Una firma como Amazon, que es una página web, un medio de pago, una fórmula algorítmica y una red logística puede desentenderse de toda relación con lo productivo, con lo que eso supone de reducción de costes, y una vez convertido en el actor dominante, extraer rentabilidad presionando a cada uno de los participantes en la cadena, al mismo tiempo que obtiene cantidades ingentes de datos.
No importaba que Netflix perdiera dinero un año tras otro mientras la esperanza de triunfo siguiera viva: solo había que esperar
En realidad, ideas como la de Netflix o la de Amazon encajan perfectamente con la mentalidad dominante en la era de la financiarización. Como bien explica Pierre-Yves Gómez, el esquema de inversión funciona así: estamos ante un futuro disruptivo, cuyos ganadores serán quienes tengan el valor de arriesgar ahora; los resultados que prometen estos nuevos modelos de negocio serán espectaculares; por tanto, no importa invertir grandes cantidades de capital durante un tiempo sin obtener rentabilidad, porque al final del camino no solo se recuperará la inversión sino que será enormemente rentable: lo nuevo absorberá las deudas.
Esa fue la promesa que atrajo a los inversores de Amazon o de Netflix. Resultaba irrelevante que esas empresas perdieran dinero año tras año mientras la esperanza de triunfo final siguiera abierta: solo sería preciso esperar a que el plan fructificase. Eran negocios con una enorme cantidad de clientes potenciales, de modo que mientras estos fueran llegando, los resultados anuales daban igual: el precio de la acción se mantendría y su deuda sería adquirida.
El caso Netflix
Con todo ese capital, las grandes plataformas contaban con enorme músculo para imponerse a la competencia, empujar hacia el cambio de hábitos de consumo, desarrollar campañas publicitarias y hacer ‘lobby’. Y podían vender a pérdida, ofrecer precios bajos o realizar promociones sugerentes que irían desapareciendo cuando adquiriesen el poder de mercado suficiente. Un caso significativo de este modelo de crecimiento es el de Netflix.
La empresa dirigida por Reed Hastings tiene mucho que ver con la organización del Hollywood clásico, cuando cinco grandes empresas (Metro-Goldwyn Mayer, Warner Bros, Paramount, 20th Century Fox y RKO) copaban la producción, operaban a través de redes de distribución mundiales y eran las propietarias de las salas de proyección más importantes de EEUU. Era un modelo integrado: producción, distribución y exhibición iban de la mano. Las leyes antimonopolio pusieron fin a esa integración gracias a una sentencia de 1948 que obligó a vender el circuito de salas. Netflix quiere reproducir ese esquema de integración en la era digital, ahora sin leyes antimonopolio efectivas, y Disney sigue su camino.
Netflix aprovechó todo el talento artístico que los gestores de las compañías cinematográficas estaban arrojando por la borda
Su paso a la producción se produjo a golpe de talonario, y contrató a escritores, actores y directores de renombre para realizar series. Aprovechó además el giro de Hollywood hacia las franquicias, así como la enorme rotación de directores y protagonistas en la industria, para rescatar todo el talento que los gestores de las compañías cinematográficas estaban arrojando por la borda. Sus series se hicieron populares, ganaron prestigio y se convirtieron en un signo distintivo, sobre todo para las generaciones jóvenes. El objetivo era captar suscriptores, e invertir en un producto convincente parecía un buen camino.
Pero sus metas se alcanzan de formas muy diferentes. En 2019, Netflix solía dar por finalizadas sus series después de la segunda temporada, aun cuando fueran exitosas, ya que sus análisis demostraban que las dos primeras temporadas de un programa eran esenciales para atraer suscriptores, pero pasado ese tiempo no atraían a nuevos usuarios. La ventaja añadida era la reducción de costes, ya que los intervinientes en la serie tienden a negociar un aumento en los salarios tras los dos primeros años.
Lo esencial en estas empresas es mantener el relato, ese que permite seguir financiando la deuda y soportando el valor de la acción
De modo que daba igual si el producto tenía aceptación entre sus usuarios, porque ellos no eran el centro del asunto. Lo esencial en estas empresas es mantener el relato, ese que permite seguir financiando la inversión y soportando el valor de la acción. Esa es la prioridad, y los deseos de los consumidores, la calidad de sus productos y las relaciones con sus proveedores quedan supeditada a ella.
El caso Live Nation
La cultura popular ha tendido hacia la concentración desde sus inicios como industria, y solo en las décadas centrales del siglo XX pudo resistir esa tentación gracias a las leyes antimonopolio y a algunas medidas protectoras ligadas a la protección de la cultura nacional. Una vez que estas fueron fragilizándose, la tendencia ha regresado con fuerza. La financiarización de la economía es uno de los motivos, ya que, con grandes cantidades de capital disponibles y tipos bajos, y la convicción de que el tamaño era lo esencial (ya que permitía conseguir el poder de mercado para obtener las rentabilidades que demandaban los accionistas), las fusiones y adquisiciones han sido frecuentes en todos los sectores económicos, también en el cultural.
La digitalización ha impulsado estos procesos, acelerándolos. La necesidad de ganar músculo por parte de las empresas productoras contra los nuevos actores digitales que estaban alterando el sector ha conducidos hacia la consolidación, y los grandes grupos tradicionales, como los editoriales, se han hecho mucho más grandes, de forma que pudieran resistir a los nuevos competidores y, cuando no fuera así, ganasen poder de negociación.
En el sector nació un gigante, Live Nation, una firma global con un poder de mercado enorme. Pertenece a Liberty Media, que también posee la Fórmula 1
Ocurre en sectores como el cine o en el libro, pero un ejemplo muy significativo lo estamos viendo en la música. Cuando el sector se vio subvertido por la digitalización, con su oferta de enormes cantidades de contenido gratis a través de la red, la llegada de los programas de descarga, y YouTube y las plataformas, las ventas de discos se desplomaron, y la distribución digital de los álbumes, el posible camino de reconversión, quedó muy lejos de ofrecer resultados compensadores. De modo que la música giró hacia aquello que no se podía reproducir, las actuaciones en vivo.
También esa red de clubes y salas de mediano tamaño fue perdiendo peso con el auge de los festivales, que pasaron a ser el punto de referencia para los ingresos. El paso siguiente fue seguir creciendo a través de las grandes promotoras, que se convirtieron en los actores dominantes, con una sustancial influencia en el mercado. Estas promotoras, además, tenían la capacidad de vincularse con los grandes festivales y de dar forma, de una manera u otra, a sus carteles.
El proceso ha producido muchos cambios, y uno de los más relevantes ha sido el considerable aumento de los precios de los conciertos
En ese sector nació un gigante, Live Nation, una firma global con un poder de mercado enorme. Live Nation pertenece a Liberty Media, que también posee la Fórmula 1, y y tiene como accionistas en ese ámbito a grandes fondos de inversión como Vanguard, Berkshire Hathaway o Fidelity. Para cerrar el círculo, Live Nation adquirió Ticketmaster, la empresa dominante en el sector de la venta de entradas.
El proceso ha producido muchos cambios en el sector, pero uno de ellos ha sido el aumento de los precios de los conciertos, que se han encarecido notablemente; otro ha sido la bifurcación de la carrera de los artistas: casi ninguno puede vivir de lo que produce, una parte muy minoritaria consigue subsistir razonablemente, y los pocos grandes nombres de ámbito global consiguen enormes ingresos.
Cuanto más se ha avanzado en la digitalización y la concentración, más se ha desmonetizado la cultura
Ese proceso es común: grandes empresas financieramente potentes canalizan los recursos de un sector, y al hacerlo, empobrecen a la gran mayoría de los productores y de los actores intermedios (en este caso, discográficas y promotoras pequeñas y medianas, así como los técnicos que empleaban). La digitalización ha llevado este esquema un paso más allá. Spotify es una demostración: la música genera ingresos, porque sigue siendo escuchada, solo que la canalización de los recursos produce nuevos ganadores y perdedores. Como le ocurre a YouTube, no necesita ecosistema artístico: le da igual que existan mil reproducciones de un solo artista que mil artistas a los que solo se les escucha una vez: la suma es la misma. Necesita el mayor número posible de contenidos y que circulen frecuentemente. Por el lado de la producción, casi todas las bandas colocan sus discos en la plataforma con el deseo de alcanzar más receptores y adeptos, aumentando así el catálogo sonoro de Spotify, pero casi ninguna consigue ni repercusión ni ingresos aceptables. Pero, por el camino, el número de reproducciones de la plataforma crece mucho, y con él, los ingresos de la empresa.
De modo que bien puede concluirse que cuanto más se ha avanzado en la digitalización y la concentración, más se ha desmonetizado la cultura. Cualquier contenido que pueda transmitirse a través de Internet (música, texto, imágenes fijas, video) ha visto su precio severamente reducido, a menudo a cero.
Los lumpencreadores
El escenario tras la pandemia parece bastante negativo, por todo lo apuntado respecto del cierre de tiendas, cines, teatros, galerías y salas de concierto, así como por las dudas acerca de cuándo podrán reabrir y cuándo recuperarán su actividad de forma plena. Pero hay algunas consecuencias más. El triunfo de los intermediarios digitales creará otras dinámicas, como la que afecta a las televisiones, que están perdiendo cuota respecto de las diversas plataformas, con lo que caerán en publicidad, máxime cuando la inversión española en ese capítulo irá a la baja; todo esto tendrá efectos sobre el audiovisual. Además, los públicos que se han acostumbrado a la compra por Internet utilizarán cada vez más ese canal, y el cierre de empresas que operan en lo físico se lo pondrá más fácil.
Lloverá sobre mojado, porque con los modelos de negocio dominantes, reforzados con el éxito de las empresas digitales, el mercado se bifurcará en compañías muy grandes y todas las demás. No se trata de que vayan a desaparecer las pequeñas firmas, la cultura es un sector con mucha actividad, sino de que lo tendrán más difícil. Dicho de otro modo: quienes trabajen para grandes empresas, directa o indirectamente, contarán con recorrido, aunque sea más limitado; quienes operen con su cuenta, sufrirán bastante más. Tampoco será un buen momento para quienes dependan de las aportaciones institucionales.
Los creadores serán quienes tengan dinero para mantenerse, los aficionados que le dediquen sus ratos libres y el artista lumpenproletario
La cultura no se parará: se continuarán escribiendo novelas, representándose obras teatrales, produciendo películas y series y componiendo canciones, entre otras expresiones artísticas; del mismo modo que seguirá habiendo directores o productores cinematográficos. El disfrute de la creación cultural está tan vinculado a la vida de las personas que es altamente improbable que la producción se frene de un modo apreciable. Lo que se transformará será el nivel de vida de quienes la produzcan, que provendrán básicamente de tres estratos: quienes tengan capital suficiente como para permitírselo, quienes se lo tomen como una afición a la que dedicar sus ratos libres, y el artista lumpenproletario.
No olvidemos que las obras dependen del ecosistema en el que se desenvuelven, que necesitan un clima que las favorezca, así como lectores y espectadores convencidos y una consideración social de la que hoy carecen (salvo cuando se las considera fuente de ingresos); pero, sobre todo, precisan de los recursos necesarios para reproducir las condiciones de vida de sus creadores. Sin ingresos solo hay ‘hobbies’ o penuria.
Posibilidades de futuro
La cultura no se ha preocupado a menudo por sí misma, simplemente ha dejado que las cosas ocurrieran. Los creadores pensaban que lo importante era la novela que escribían, el guion que tenían en las manos, las canciones de su grupo; ese era su foco, y el lado comercial se lo dejaban a las empresas que colocaban la obra en el mercado. Incluso en estos instantes su posición es de resignación: hacen su parte del trabajo y si no hay recorrido ni visibilidad, mala suerte, son tiempos difíciles. La mayoría de las empresas culturales operan también desde esa inconsciencia, como si apelando al Estado o utilizando el ingenio y mucho sacrificio todo terminara por arreglarse. Hay malas noticias para ambos, porque el Estado no va a estar muy pendiente del sector y la gente va a tener poco dinero.
La cultura ha sufrido el mismo mal que la izquierda: ha olvidado la economía política
Sería mejor si tomásemos en serio aquella vieja afirmación de que «la cultura es política», pero no solo del modo que habitualmente se ha entendido por parte de nuestros autores y artistas, que lo comprendieron solo en dos aspectos, los que les llevaban a reivindicar derechos culturales, a lo Mark Lilla o la trampa de la diversidad, y a reclamar que el Estado ayude más. Es decir, han sufrido del mismo mal que la izquierda, porque han olvidado que la cultura, y más en estos momentos, es economía política.
Y si es economía política, hay que actuar en consecuencia, y poner el foco en la parte crucial, el reparto de los recursos y del poder en la cadena. En ese sentido, nada más relevante que la concentración: más que debatir acerca de lo digital o de lo físico, hay que hacerlo acerca de unos modelos de negocio que están derivando los ingresos hacia la cúspide de la pirámide y dañando sustancialmente las posibilidades del resto de operadores. Que el mundo cultural se divida en muy pocos que tienen éxito y una gran mayoría de invisibles no es casualidad, sino consecuencia de esta situación. No puede haber pequeña y mediana industria cultural, ni clase media, ni trabajadores de la cultura (es decir, un sector que vive de su trabajo) si el poder de mercado está concentrado y unos acumulan posibilidades mientras otros carecen de ellas. Esto es esencial, porque la digitalización es, de momento, un mecanismo de concentración que aprieta al resto de sectores y aumenta las desigualdades de partida. Jugar con otras reglas, en particular las del antimonopolio, incluida la división de esas empresas integradoras para permitir que otros actores, en particular los pequeños y medianos, tengan opciones de operar, es una condición básica.
Los movimientos culturales reales no se limitan a crear, sino que fabrican nuevos caminos de distribución y recepción de lo creado
En segundo lugar, hay que aprender de experiencias pasadas para saber cómo salir de una mala situación. La música puede ofrecer varias lecciones al respecto. El éxito de compañías como Sun o Chess en un entorno muy concentrado ofrece algunas pistas. Y no podemos olvidar la experiencia del nacimiento del ‘punk’ y la ‘new wave’: la parte fundamental del movimiento fue la puesta en marcha de sellos, tiendas, salas, radios y listas alternativas que configuraron un circuito nuevo que, además, logró establecer conexiones con públicos crecientes. Fueron innovadores, pero no solo en lo formal, sino a la hora de generar otros modelos de negocio y otras maneras de difundir y especialmente en lo que se refiere a la construcción de una red. Por decirlo con otras palabras, los movimientos culturales reales no se limitan a crear, sino que fabrican nuevos caminos de distribución y recepción de lo creado que terminan dando lugar a nuevos valores.
En el periodismo empezamos a ser muy conscientes de esta situación. Cada vez estamos más encerrados entre la publicidad y las grandes tecnológicas, por lo que necesitamos ser creativos a la hora de poner en marcha modelos de negocio que nos permitan ser independientes. Cuando se tiene eso, la creatividad formal aparece con bastante facilidad. A la cultura le ocurre igual, cuando se disponen de medios y de independencia, es mucho más sencillo todo.
Tomemos en serio las pistas que nos ofrece la cultura: las que nos explican cómo será el porvenir y las que nos muestran los caminos de escape
Tampoco vendría mal, aunque no habría que poner muchas esperanzas en ello, que España empezase a valorar el sector cultural de otro modo, ya que somos una potencia menor en la cultura global cuando podríamos ser una mayor. Adolecemos de un plan estratégico para disputar siquiera algo de terreno a países como Reino Unido o Francia, que se han situado mucho mejor. Esa posición sólida es la que ha forzado a Macron a anunciar un ambicioso plan para el sector.
Estas son algunas vías de salida de un mal momento, y son necesarias porque la cultura a menudo anticipa el futuro de la sociedad. La economía de contenedor supone una quiebra importante de nuestras posibilidades vitales y materiales y si su modelo se extiende, el lumpencreador será una constante en el mundo del trabajo en general. De modo que tomemos en serio las pistas que nos ofrece el sector cultural: las que nos explican cómo será el porvenir y las que nos muestran los caminos de escape.
(*) Tomado del sitio El Confidencia. Esteban Hernández es un escritor, abogado, periodista y analista político español.