Barbijo en mano y campera de invierno. Aprovechando las salidas permitidas en la Ciudad de Buenos, el fin de semana salí con Rocío a caminar por las calles porteñas. Entre corredores y paseos de algunos vecinos que salen con sus perros, me encontré con Mario, un rosarino de 69 años que, como muchas otras personas en situación de calle, enfrentan la llegada del frío. Si bien la alimentación es ante el coronavirus y siempre la forma de mantenernos vitales, conocerlo me recordó que la salud mental es tan igual de importante.
Por Carlos López / La cuarentena para Mario es algo más dura que para quienes tenemos un techo para dormir. Como parte del protocolo que controla la Policía, él debe permanecer de manera fija en la esquina de Av. Santa Fe y Riobamba por las noches. Durante el día suele moverse hacia las puertas de la tradicional librería con bar Clásica y Moderna, pero ya no puede ir hacia plaza Francia a preparar su comida como acostumbraba. Ahora come únicamente lo que le acercan algunos vecinos. Moverse a un refugio de los disponibles para personas en su misma situación no es sencillo porque tiene algunas posesiones entre las que se destaca una bicicleta llena de banderas de diferentes países. Sobre ruedas fue como visitó otras tierras de América Latina.
Mario inclina un poco su espalda para mirarnos desde una mejor posición. Dentro de la bolsa de dormir que lo envuelve, un barrote de hierro sobresale. «No me gusta que me presten cosas porque vos sabes cómo es la calle», es lo siguiente en decirnos después de un saludo de bienvenida. Es que no todos tienen su forma de ver la vida. La calle puede volverse muy dura. Mario fue trapecista, domador y hasta protagonizó la rueda de la muerte frente al público de un circo. Hoy la calle lo pone frente a otra desafiante aventura, aunque dada su experiencia no parece nada asustado o preocupado, tiene claro su camino, lo que no quita que necesita cierta calma que la calle no le puede brindar.
Sin saberlo en un primer momento, estuve frente a una reconocida personalidad de la Capital Federal. Mario fue entrevistado varias veces y su historia puede encontrarse en el proyecto llevado a libro “Humans of Buenos Aires” de Jimena Mizrahi, en el que relata la vida de personas que transitan nuestras calles día y noche con realidades muy diversas. Mario trabajó unos 35 años en al menos cinco circos. Anduvo por diferentes provincias e incluso ofreció su fuerza en trabajos rurales y en pozos petroleros. «Ya no se hacen los trabajos que yo sé hacer. En el campo las maquinarias hacen todo, yo no digo que la tecnología no sea buena, pero en el campo dejó a muchísima gente sin trabajo», me comenta luego de recordar los lugares que conoció.
Hace unos años también trabajó junto a los monjes trapenses de Azul y estuvo en otro monasterio en Entre Ríos. En 2015, cuando la autora del libro publicó su historia en su página de Facebook junto a otras, Mario seguía de allá para acá en busca de juntar unos pesos, pero sin un trabajo estable. Fiel a su sinceridad en esas líneas contaba que «ahora veo la reacción de la gente cuando pasa al lado mío. Algunos tienen miedo hasta de mirar y cruzan de vereda, otros siguen su camino y ni saben si están perdiendo de conocerse a alguien. Hay vecinos que me bajan hasta comida caliente. Yo estoy muy agradecido con ellos».
En estos momentos donde todos los titulares remiten a que la gente necesita salir a la calle, es oportuno pensar qué es la calle, quiénes la forman o quienes están ahí mientras estamos en nuestras casas. Mario aguarda en la calle que finalice la cuarentena obligatoria para salir hacia Santa Fe y quizá, por primera vez, no volver. Parte de su familia vive en Cañada de Gómez y la vida de nómada ya le pesa más de lo habitual. «Anduve mucho y ya voy a tener 70 años, es tiempo de descansar. Creo… es lo que está bien, ¿no?», me pregunta buscando complicidad. Después de 40 años alejado, volvió a contactar a su familia con la ayuda de una contadora que los encontró a través de Facebook.
Con algo de ansiedad trate de despedirme de Mario varias veces. Mi preocupación estaba depositada en que su café se enfríe por culpa de nuestra charla. Pero desde su lugar, lo que necesitaba era algo más que una taza caliente. La charla fue necesaria para él, lo fue para nosotros y de no ser por algunos interrogantes agregados a su voluntad de compartir su historia, estas líneas quizá ni existirían. Me despedí y le deseé suerte por si no volvía a verlo antes de su partida de la ciudad. «No espero morirme todavía», me respondió con una sonrisa. Un techo; un café; un plato de comida caliente, son caricias al corazón. Una charla, a veces también.