En el marco de un nuevo aniversario del ensayo general terrorista de Estado que fue el bombardeo a la Plaza Mayo para derrocar al general Juan Domingo Perón, aquellos sucesos siguen envueltos, apenas si visibles a veces, en un manto de silencio. La memoria de los centenares de víctimas sigue reclamando que semejante hecho atroz sea recordado en toda su densidad humana y política; en una palabra, histórica.
Por Víctor Ego Ducrot (*) Una vez más. Seré breve y remitiré a un texto literario publicado cuando se cumplieron los 50 años del asesinato en masa, perpetrados por terroristas cívico-militares.
Se trata de una novela histórica basada en hechos que viví – estuve en la Plaza mientras caían las bombas, cuando mi padre me acompañaba a conocer a mi hermana, nacida aquella madrugada – y en otros que fui reconstruyendo a lo largo de mi vida periodística, de alguna manera también como cronista de la historia inmediata. Su título es El Derrocado (Sudamericana; Buenos Aires; 2005).
Incluyo aquí una nota que sobre ese libro publicaron los colegas Daniel Cecchini y Eduardo Anguita, publicada en Infobae, el 20 de abril 2019 (https://www.infobae.com/sociedad/2019/04/20/un-sicario-veneno-y-un-millon-de-pesos-el-dia-que-estuvieron-a-punto-de-matar-a-peron-en-la-canonera-paraguaya/).
Pero antes, unas breves consideraciones. Aquellos bombardeos constituyeron un ensayo general para el genocidio que los mismos victimarios de clase cometieron contra la sociedad argentina a partir del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, aunque necesario es recordarlo: la maquinaria de muerte había comenzado a funcionar un tiempo antes, durante el gobierno elegido por el pueblo en 1973, que en su último tramo amparó a la Triple A y prohijó una verdadera estrategia de guerra anti insurgente, para exterminar las organizaciones populares.
El 16 de junio de 1955 en Argentina debe ser comprendido en el contexto de la puesta en marcha y acción de la denominada Doctrina de la Seguridad Nacional, diseñada en Estados Unidos y en otras capitales del sistema colonialista – imperialista para sofocar los levantamientos y las guerras populares y de independencia e imponer el régimen neoliberal de la etapa capitalista concentrada que aun nos oprime. Aquél 16 de junio venía multiplicándose desde la Argelia ocupada por Francia, en Corea, en Vietnam; a lo largo y ancho del nunca tan justamente denominado Tercer Mundo.
Ahora el artículo anunciado.
Un sicario, veneno y un millón de pesos: el día que estuvieron a punto de matar a Perón en la cañonera paraguaya: En 1955, un derrocado Juan Domingo Perón abordó la cañonera Paraguay, puesta a su disposición por el dictador Alfredo Stroessner, para partir al exilio. Allí lo esperaba un oscuro juego de sicarios y agentes de inteligencia que terminó con un atentado abortado y un asesino a sueldo muerto
Por Eduardo Anguita y Daniel Cecchini
-Si hacés un solo movimiento, te vuelo la cabeza acá mismo – escuchó el capitán Justo Amarilla que le susurraba una voz conocida a sus espaldas al mismo tiempo que sentía la presión del caño de una pistola contra un costado. Ahí mismo se orinó.
Un viento húmedo barría la cubierta de la cañonera Paraguay esa mañana de fines de septiembre de 1955. Amarilla -que era un nombre de cobertura de un agente de inteligencia paraguayo- desistió de manotear la Luger que calzaba en la cintura y no se movió. Sólo atinó a mirar al hombre que, envuelto en un capote, se alejaba dándole la espalda.
Juan Domingo Perón, el presidente derrocado, nunca supo que había estado a punto de matarlo.
El periodista y escritor Víctor Ego Ducrot no recuerda exactamente cuándo oyó contar por primera vez esa historia, que parece de novela y terminó siendo una novela (El Derrocado- Sudamericana, 2005), aunque fuera la pura verdad.
Sí sabe que fue durante su infancia y que el narrador era un amigo de su padre, Tacho, oficial de Inteligencia de la Marina paraguaya y -como sabría después – también agente de la CIA.
La historia lo fascinó, primero casi como un relato de aventuras de los que solía leer en su infancia y después, ya adulto, como un hecho histórico a desentrañar. Entonces se propuso investigarlo.
-Se trató de lo que te podría definir como una aproximación vital: mi viejo y yo nos salvamos por metros o segundos, no sé, de morir en la Plaza de Mayo el 16 de junio de 1955. Yo tenía tres años y esa madrugada había nacido mi hermana. Íbamos a verla al sanatorio cuando empezaron a aparecer los aviones y a caer las bombas. Yo no me acuerdo de nada, pero era otra historia que siempre contaba mi viejo y yo quedé marcado por ese relato – cuenta Ducrot a Infobae.
Tacho y la cañonera Paraguay
Poco después llegó al Puerto de Buenos Aires la cañonera Paraguay, al mando del teniente de navío César Cortese, para ser reparada. A bordo también venía Tacho, incorporado casi a último momento a la tripulación como oficial.
-Tacho había sido compañero de mi viejo en la Escuela Cristo Rey de los jesuitas, en Asunción, y eran amigos desde entonces, aunque sus vidas siguieron por diferentes lados. Mi viejo se vino desde Paraguay a fines de los ’40, porque Asunción había dejado de ser un buen lugar para él por su cercanía a los comunistas. Nunca fue comunista, pero estaba muy relacionado con ellos. Tacho, en cambio, hizo carrera en la Armada y, como él mismo me contó muchos años después, se formó en Inteligencia.
A pesar de la distancia y las diferencias políticas, Tacho y Neneco, el padre de Víctor Ego Ducrot, siguieron unidos por esas amistades fuertes que se forjan en la infancia. Se escribían periódicamente cartas y Tacho visitaba a la familia cada vez que, por una u otra razón de servicio, viajaba a Buenos Aires. Pero aquella era la primera vez que llegaba a bordo de un barco.
-Pocos días después de que llegara la cañonera al puerto, Tacho nos visitó en casa, se quedó a cenar e invitó a mis viejos a conocer el barco. De eso sí me acuerdo, porque me llevó a recorrerlo entero antes de comer con el capitán. Hasta muchos años después no supe que Tacho y otro oficial, de menor rango, no tenían una misión específica en el barco, sino que estaban a bordo por otra razón, que ni siquiera el capitán de la cañonera conocía.
Los enviados de Stroessner
Para entonces, el derrocamiento de Juan Domingo Perón era una posibilidad cierta. El bombardeo de junio a la Plaza de Mayo había sido el preludio de un golpe que ya estaba en marcha.
El dictador paraguayo, Alfredo Stroessner, lo sabía. Su relación con Perón era estrecha. El presidente argentino le había hecho un gran favor que ayudó a apuntalar la imagen de su dictadura frente a parte de la sociedad paraguaya.
En 1953, poco después de que Stroessner se hiciera del poder, Perón le había devuelto a Paraguay los trofeos capturados por la Argentina en la Guerra de la Triple Alianza. Como contrapartida, el dictador le había conferido a Perón la ciudadanía paraguaya y lo había nombrado general del Ejército de su país.
Juan Domingo Perón y Alfredo Stroessner tenían una estrecha relación. El presidente argentino le había hecho un gran favor que ayudó a apuntalar la imagen de su dictadura frente a parte de la sociedad paraguaya
Ahora, ante la posibilidad cierta del golpe, no le soltaría la mano. A principios de septiembre, el embajador paraguayo en Buenos Aires, Juan Ramón Chávez, le había enviado una carta secreta a Perón en la que decía que, por indicación del propio Stroessner, se ponía a sus órdenes ante cualquier contingencia.
Al mismo tiempo, cuando la cañonera Paraguay estaba a punto de zarpar a Buenos Aires para que se le hicieran unas reparaciones ya programadas, el teniente de navío Cortese recibió la orden de incorporar a su tripulación a Tacho -por entonces también teniente de navío – y a otro oficial, sin especificar cuál era su misión.
Cortese recién se enteraría, de boca del propio Tacho, el 21 de septiembre, cuando la misión de los dos oficiales de inteligencia ya era inocultable: proteger la vida de Perón y llevarlo a salvo hasta Asunción.
Perón a bordo
El 21 de septiembre de 1955 amaneció frío y gris, como si se negara a asumir el inicio de la primavera. Poco después de las 10 de la mañana, el oficial Andrés Samudio, integrante de la tripulación de la cañonera Paraguay atracada en el Puerto de Buenos Aires, no daba crédito a lo que estaba viendo. Primero observó a una pequeña embarcación que se acercaba a la cañonera y poco después oyó como uno de sus tripulantes pedía permiso para subir a bordo.
-Para nosotros fue una sorpresa. La cañonera estaba por entrar en reparaciones en el puerto de Buenos Aires y, de repente, apareció Perón. Llegó con el embajador Chávez acompañado de su edecán, el mayor Renner, el mayor Cialcetta, que decían que era su sobrino, y un policía que hacía de guardaespaldas. Con ellos también estuvo el agregado naval de la embajada, capitán Juan de Dios Cardozo – recordaría muchos años después Samudio en una entrevista para el diario paraguayo ABC.
El teniente de navío Cortese, comandante de la cañonera, los recibió nervioso. Tampoco estaba de buen humor: apenas una hora antes, Tacho le había anticipado que Perón abordaría el barco y que tenían que llevarlo hasta Asunción.
En el recuerdo de Samudio, Perón no estaba en buena forma:
-Se lo veía muy angustiado al hombre. Se le veía totalmente julepeado. Tenía esas várices en la cara, pero también después nos contó que no dormía desde hacía cuatro o cinco días. Su cara era como de un hombre recién salido de la sala de operaciones de un hospital. Tenía grandes ojeras. Se le notaba muy flaco y demacrado.
El viaje desde la residencia del embajador, donde Perón se había refugiado el día anterior, tampoco había contribuido a mejorar el ánimo del presidente depuesto. Habían salido a las 9 de la mañana, poco después de que Chávez obtuviera el salvoconducto para el asilado, pero el auto del embajador había sufrido un desperfecto a la altura de Retiro. El chofer no pudo ponerlo en marcha nuevamente y habían tenido que seguir viaje remolcados por un colectivo fuera de línea, cuyo chofer aceptó ayudarlos.
El agente que se dio vuelta
Desde la llegada de la cañonera al Puerto de Buenos Aires, Tacho había bajado a tierra en varias oportunidades, para hacer los preparativos con la gente de la embajada en el más estricto de los secretos. También se había reunido dos veces con otro oficial de Inteligencia de la Marina paraguaya, un capitán de apellido Justo, que vivía en la Argentina con una identidad falsa y la cobertura de un empleo en un banco internacional.
Pocos días antes había recibido la orden de prestar apoyo a Tacho en una misión cuya naturaleza no le fue revelada. Simplemente tenía que hacer lo que el otro le dijera. Esa era la orden y Justo era un hombre acostumbrado a cumplir.
Cuando supo, por una vía inesperada, de qué se trataba, sintió un escalofrío. No sólo por la misión en sí misma sino porque quién se la reveló no pertenecía a los servicios de inteligencia paraguayos y le pedía que cometiera un asesinato.
El contacto fue un oficial de la marina argentina a quien conocía por cuestiones de enlace. Fue ese hombre quien le dijo que Perón iba a refugiarse en la cañonera Paraguay y que iban a subirlo también a él a bordo. Luego de una pausa, el hombre le ofreció un millón de pesos por matar a Perón.
El capitán Justo era un hombre que sabía cumplir órdenes de sus superiores, pero también era un tipo ambicioso. Aceptó.
-Entrevisté a Tacho varias veces en su casa de Asunción y siempre me dijo lo mismo, que nunca pudo establecer cómo se había armado todo eso –dice ahora Ducrot a Infobae -. Parecía un juego donde en los mismos servicios, tanto la inteligencia paraguaya como la CIA, había gente que jugaba a una cosa y otra gente que jugaba a otra. Es la única explicación posible, porque fue la propia inteligencia paraguaya la que subió al asesino a la cañonera. Me dijo Tacho que, para que lo matara, le dieron un veneno que le aseguraron que no dejaría rastros, pero que como, aún a bordo, no pudo acercarse a Perón, tal vez haya decidido matarlo de un tiro, lo cual era una locura, porque no tendría escapatoria.
El aviso de la embajada
Tal como el marino argentino le había anticipado al capitán Justo, el mismo 21 de septiembre por la tarde Tacho recibió la orden de embarcarlo para reforzar la protección de Perón. Tacho le contaría muchos años después a Ducrot que esa orden no lo sorprendió, que hasta sintió cierto alivio con la perspectiva de tener otro agente a bordo.
Pero el alivio se transformó en nerviosismo cuando, poco después, recibió una inesperada visita en la cañonera. Era un «asesor» de la embajada norteamericana con una información que lo dejó helado: estaban seguros de que iban a tratar de matar Perón a bordo del barco, en sus propias narices.
Deducir quién podía ser el potencial asesino fue para Tacho una cuestión simple: de toda la tripulación que venía viajando desde Asunción, sólo él y su colaborador –hombre del cual no dudó un instante– sabían que Perón se refugiaría en la cañonera. Descartados todos ellos, sólo le quedó un nombre: el capitán Justo.
Se sintió abrumado, porque tampoco podía, sin pruebas, desobedecer las órdenes que le habían llegado desde Asunción y dejar a Justo en tierra. Decidió montar una doble vigilancia: él no se despegaría de Perón ni un minuto, y su ayudante no le quitaría el ojo de encima a cada movimiento del capitán Justo, a quién, por otra parte, no le permitirían acercarse al presidente depuesto.
-Tal vez, como se dio cuanta de que sería imposible acercarse para envenenarlo, Justo hizo lo que hizo, y ahí perdió – le contaría Tacho muchos años después a Ducrot.
Dos cañoneras y un hidroavión
Poco después de que el capitán Justo fuera reducido en cubierta sin que Perón se diera cuenta siquiera de lo que estaba pasando, el ex presidente fue trasladado a otra cañonera paraguaya, la Humaitá, pero Lonardi no autorizó a que ésta remontara el río hasta Paraguay con Perón a bordo.
El problema quedó zanjado recién el 3 de octubre, cuando Stroessner envió su propio hidroavión para que transportara a Perón hasta Asunción.
«Tomé ubicación en el hidroavión que bailaba, impaciente, sobre el lomo de las olas. El agua entraba en la cabina y embestía con violencia el puesto de los pilotos. Esperamos que el viento calmase algo. De repente sentí los motores bramar con furia sobre mi cabeza. El piloto enfiló hacia el mar abierto, pero el avión luchaba con la corriente sin poder despegar. Parecía que estuviese pegado al agua. Seguimos flotando por dos kilómetros, después de los cuales se levantó unos metros, pero volvió a caer súbitamente y, con violencia, sobre el río encrespado. El piloto no se desanimó, volvió a intentar el despegue y a poco rozamos los mástiles de una nave y finalmente pudimos emprender viaje. Buenos Aires surgía de entre una cortina de humo. Con los ojos comencé a recorrer la ciudad y sin quererlo, me encontré señalando algunos edificios que reconocí de entre tantos que como una selva cubrían el centro de la ciudad. Dije hasta luego a la Argentina, no adiós», escribiría después el presidente depuesto.
Nunca supo lo cerca que estuvo de la muerte a bordo de la cañonera.
El final del capitán Justo
-Si hacés un solo movimiento, te vuelo la cabeza acá mismo – escuchó el capitán Justo, sintió la pistola contra sus costillas y se orinó, inmóvil, sobre la cubierta.
Dos horas después, en el pañol, con los diez dedos rotos para que nunca volviera a empuñar una pistola, había contado todo. Al final pidió que lo dejaran ir, que nunca diría nada, que desaparecería de la faz de la Tierra.
La cañonera Paraguay, ya reparada, remontó el río a Paraguay, con el hombre conocido como el Capitán Justo a bordo. Cuando llegó a destino, ya no estaba.
-Murió de dos tiros, uno en las pelotas y el otro en la cabeza –le contaría muchos años después, en el patio de su casa de Asunción, Tacho a Víctor Ego Ducrot.
(*) Doctor en Comunicación por la UNLP, periodista, escritor. Profesor titular de Historia del Siglo XX (Cátedra II) en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP. Profesor titular de Análisis y Producción Crítica de Narrativas sobre Delito y Violencia, en la Maestría Criminología y Medios de Comunicación.