El coronavirus nos une frente a una lucha en común que busca poner la vida por delante de la muerte repentina. Lejos de esta visión muchos colectivos sociales son excluidos del centro de la escena social por sus condiciones económicas o sociales. La lucha por la igualdad no cesa, pero sí pone alerta a los colectivos que deben identificar quienes aportan a las causas y quienes, por el contrario, meramente utilizan la avanzada para generar contenido vacío de conciencia.
Por Carlos López / La cuarentena se prolonga en los centros urbanos más poblados en nuestro país tras la decisión conjunta de los gobiernos de continuar luchando contra los contagios. Pese a que el encierro algunas semanas me molesta mucho más de lo que quisiera, me niego a sentirme cercano la postura de la salida inminente a las calles. La caída del empleo, la falta de oportunidades, la pobreza en los barrios, la violencia hacia la mujer y los colectivos de minorías; todas son situaciones que están presentes desde hace décadas en nuestro país pero que con el paso de los años nos hemos acostumbrado a naturalizarlas de manera que el olvido permita no sentirnos responsables de la vulnerabilidad a la que están expuestos. Más que nunca comprendo el imaginario social del que nos hablaba Cornelius Castoriadis al plantear que “no es posible entender el ser histórico-social únicamente bajo la lógica de conjuntos” sino que “lo histórico-social sólo puede pensarse como un magma, como un magma de magmas, organización de una diversidad no susceptible de ser reunida en un conjunto, ejemplificada por lo social, lo imaginario y lo inconsciente”. En definitiva, no podemos pensar a nuestra sociedad separando lo histórico de lo social.
Muchas familias se encuentran sufriendo la falta de ingresos y la caída de la actividad comercial en algunos sectores fue un impacto durísimo para la economía del hogar. Sin embargo, la expansión del virus puede ser aún mucho peor que el escenario actual. En la Ciudad de Buenos Aires los barrios populares suman 47 muertos, siendo el Padre Mujica de Retiro el barrio con mayoría de los infectados con 1.616 casos positivos, el barrio Padre Ricciardelli cuenta con 858 casos, el barrio 21.24 de Barracas suma 404 y el barrio 20 de Villa Lugano unas 165 infecciones, entre las zonas más significativas. Cuando leo sobre la realidad de esos barrios es cuando vuelvo a poner en foco mis pensamientos que estar encerrado a salvo, no suena tan mal.
“El feminismo villero son locas como yo queriendo mostrar que existimos y que somos todas iguales”, le dijo alguna vez a La Garganta Poderosa la referente barrial Ramona Medina, fallecida a causa del virus luego de denunciar la situación de necesidad extrema que sufría su familia y otros vecinos. El jueves pasado se sumó Carmen Canaviri a la lista de personas fallecidas en los colectivos sociales. Ella era coordinadora del comedor Lucecitas del Sur, espacio con un papel fundamental en la lucha por la alimentación de los más chicos. Son estas noticias la que ponen en primera plana una realidad de carencia que excede al coronavirus en los barrios más pobres de la Argentina y que tienen que ver con una situación estructural que no sólo es política y económica, sino que además es abandonada históricamente por los mismos que hoy se alarman por la desidia en los barrios frente a las cámaras de televisión.
Luego de la muerte de Ramona, el INADI emitió un informe realizado por el Observatorio contra la Discriminación en Radio y Televisión en el que se alerta sobre la convivencia y naturalización de un racismo estructural que obedece a los procesos históricos sobre los cuales se formó la sociedad que se reproduce de manera cotidiana y sistemática entre los individuos y a través de las instituciones sociales. Este análisis partió de una nota emitida por Crónica TV bajo el título “Tarzán en Argentina” en referencia a una persona en situación de calle, pero es igualmente extensible a otros medios que reproducen un modelo que burla la necesidad ajena. El informe publicado el 2 de junio pasado demuestra la utilización de un “discurso racista –de manera burda y apelando al humor como excusa–”para comparar “a una persona en situación de calle con un personaje de ficción con comportamientos aprendidos de animales”, lo que “no solo se expresa una inferiorización, sino también se desacredita el problema real que es aquejo a esta persona”.
Hace unos pocos años atrás esto mismo ocurría con el movimiento de mujeres que en la Argentina hoy luchan por sus derechos. Plantear una postura feminista en los medios hace no mucho tiempo era vista como una especie de locura revolucionaria poco comprendida. La misma discriminación sufrían las personas referenciadas con el colectivo LGBT, quienes a través de la lucha en las calles han logrado ubicarse en una posición distinta y ser más escuchados que décadas atrás. Pero la resistencia continúa. Es constante la falta de aceptación a las grandes minorías y a los movimientos que vienen a mover el tablero del poder en nuestra política nacional. Muchas veces la discriminación simplemente es sinónimo de ignorancia, pero en otras ocasiones es mucho más que eso, esconde un profundo arraigo instalado en el ser nacional que no permite posiciones progresistas hacia un mundo con mayor igualdad. Es una resistencia del poder hegemónico aceptando que no le gusta compartir el escenario.
Si bien mi disconformidad apunta hacia los medios que comunican y forman opinión pública, la discriminación está presente en la forma en la que se expresa la sociedad en su conjunto. Semanas atrás las redes sociales repercutieron un caso extremo de bullying sobre una menor de 14 años hipoacúsica que fue injustamente criticada luego de compartir un video bailando en la famosa aplicación TikTok -muy popular entre los más jóvenes-, pero lo llamativo es que muchos comentarios no sólo atacaron su forma de expresarse desconociendo su condición, sino que además se burlaron de ella por pertenecer a una familia humilde. Las agresiones que sufrió Marisa Alvarado ocurren a diario, más aún cuando muchos agresores se esconden detrás de un dispositivo móvil o una computadora protegidos por un aparente anonimato.
La discriminación a la pobreza es quizá hoy una de las menos visibilizadas. Así como el hombre o la mujer son capaces de evolucionar hacia nuevas formas de comprensión y desarrollos tecnológicos que nos sorprenden cada año, también siento que por momentos nos estancamos en la ausencia de una comprensión cultural sin precedentes. La sociedad argentina conforma una composición estructural del racismo con un ideal civilizatorio que dio nacimiento a un imaginario europeo en América Latina y que provocó el apartado de las poblaciones no blancas a los extremos sociales de menores oportunidades. La lucha contra la pobreza no se vencerá llevando una cámara a una casa para que todos veamos la miseria ajena ni haciendo humor con una persona que vive en un árbol porque no tiene el acceso a un techo. Los mecanismos de discriminación forman personas que discriminan, habitualmente a personas de piel oscura, descendientes de pueblos indígenas y personas en situaciones socioeconómica vulnerables.
Exponer la pobreza o las condiciones de inferioridad de muchos colectivos en la Argentina sin mencionar las condiciones históricas y sin poner en cuestión lo que no estamos haciendo para luchar contra ella no es más que una obra teatralizada para la muchedumbre. No alcanza con darle prensa por un rato al colectivo feminista ni con charlar un rato con una persona inmersa en la pobreza; se necesita mucho más para dejar de lado la insensibilidad humana que nos pone lejos de la justicia social por la que deberíamos luchar si queremos un país inclusivo.