Reflexiones sobre las desigualdades sociales que cristalizan en cuarentena, pero que siempre estuvieron ante los ojos del mundo.
Por Carlos López / Lo oculto se hace luz. La situación de confinamiento a la que nos expone el coronavirus ha provocado una serie de debates que habitualmente se ubican a un lado de la agenda pública. Las injusticias sociales siempre existieron y por demás sabido es que a los líderes mundiales poco les importa equiparar las oportunidades de los pueblos, lo que no quita mi actual frustración por observar cómo ese patrón de desinterés por el otro también se expande por grupos sociales y personas que creen ubicarse en una cima desde la cual observan con desprecio a otros seres más vulnerables o humildes. Por más que un virus hoy nos amenace, el comportamiento de las sociedades actuales sigue siendo profundamente egoísta o mejor expuesto aún, el concepto social de solidaridad ha sido demostrado que termina cuando implica dejar de lado alguna ventaja propia sobre el otro.
El pasado sábado presencié, al igual que millones de personas alrededor del mundo, la transmisión del lanzamiento de dos astronautas estadounidenses hacia la estación espacial internacional desde Cabo Cañaveral, en un proyecto liderado por la NASA y la empresa SpaceX que no sólo representa que Estados Unidos vuelva a poner personas en el espacio sin la ayuda de Rusia, sino que marca una nueva forma de relacionamiento entre una empresa privada y la administración de Donald Trump, presente en el lugar del lanzamiento. La escena fue emocionante, no hay dudas. Pero respetando mi sentido crítico caigo en la idea potenciada por el encierro de que el ser humano es la especie más fuerte y al mismo tiempo más frágil de nuestro planeta. Una cápsula con dos personas adentro que se eleva a 200 kilómetros de altitud y viaja a 27 mil kilómetros en cuestión de minutos nos hace sentir una extraña pertenencia como especie y nos hace olvidar por un ratito lo destructivo de nuestra existencia aquí, en la Tierra.
Ese mismo día buscando alguna película en televisión me encontré con Avatar, el film de James Cameron. Recuerdo que luego de su estreno en 2009, la vi por primera vez en el cine de la ciudad de 9 de Julio junto a mi papá. Jamás olvidaré a mi viejo decirme en voz baja “Estamos viendo a dos bichos besarse”, luego del romántico beso final entre dos protagonistas que representaban a los Na’vi, una raza humanoide que habitaba Pandora en un lejano universo distinto al conocido por todos.
La película construye una sutil crítica a la forma de invasión militar utilizada por los Estados Unidos y la voracidad de las potencias mundiales por consumir recursos a cambio de grandes riquezas. Ante el mencionado final de la película mi interrogante me planteó repensar cómo es posible que millones de personas alrededor del mundo -Avatar es la segunda película con mayor recaudación en la historia, sólo por detrás de Vengadores y superando a Titanic- se sigan emocionando tanto con una historia de ciencia ficción que contextualiza un poder hegemónico, colonial, ejercido sobre una comunidad y no ocurra lo mismo con las cientos de historias olvidadas que posee nuestra humanidad con colonizaciones a pueblos africanos, asiáticos, de América Latina o incluso con minorías dentro de cada país que son denunciadas y expuestas en producciones cinéfilas pero muy lejos de ser grandes taquilleras.
Leyendo la columna de mi compañera en esta agencia, Victoria Castiglia, titulada “Angustia es Villa Azul”, noté que las injusticias que hoy poco conmueven a sectores de la sociedad argentina que cuentan con medios para informarse y acompañar la situación de vulnerabilidad de ciertas minorías, representan los mismos intereses que en Estados Unidos llevan a sectores a permitir que las fuerzas de seguridad actúen con una violencia desmedida hasta provocar la muerte como ocurrió esta semana pasada con George Floyd, iniciando una serie de protestas históricas. Por estos días lo espectacular son las protestas y los síntomas de rechazo al abuso policial, pero esta no es la norma. Lo habitual, a lo que nos acostumbramos allá y acá, es al olvido y a la pasividad y la celebración del uso desmedido de la fuerza y el control sobre los más vulnerables.
La Ley del orden que funciona bajo el accionar del miedo hoy se ve en crisis por unos momentos. Floyd fue asesinado luego de ser detenido bajo sospecha de haber intentado usar un billete falso de 20 dólares en un supermercado, lo que elevó aún más la indignación de los sectores que denuncian la gran cantidad de muertes raciales en Estados Unidos. Este hecho no hizo más que despertar a sectores de un país aún dividido entre blancos y negros, con profundas divisiones sociales y económicas que más que nunca pueden tener consecuencias significativas para el gobierno de Trump, dado que no se decretaba el estado de sitio en tantos Estados al mismo tiempo desde el asesinato de Martin Luther King en abril de 1968.
Así como el coronavirus nos puede exponer la fragilidad de la anatomía humana, casos como los de Floyd y situaciones como las que atraviesan los barrios vulnerables de la Argentina nos exponen que poco se ha interpelado a determinados sectores a lo largo de la historia. Ser afroamericano en el actual Estados Unidos es una debilidad para otros, como así lo es en la Argentina ser pobre o vivir en un barrio humilde, lo que visto como un problema para muchos charlatanes hoy se solucionaría con el abandono o peor aún, la violencia que mata. Esas construcciones, con sus particularidades en cada país, son meras composiciones imaginarias de lo que representa el otro y son precisamente las trabas culturales que no permiten que una sociedad avance hacia la igualdad o, al menos, hacia una mejor distribución de las oportunidades.
Es por ello que hoy a pesar de seguir en cuarentena, las elecciones de qué mundo elegir siguen tan vigentes como ayer. Sentir rechazo hacia una persona que ocupa un lugar diferente -habitualmente social y económico inferior- no es un problema meramente social, es además ideológico y humano, es más bien una construcción que tiene tantos años como los estados nación. Los más vulnerables existen desde antes del coronavirus en Villa Azul y desde mucho antes de la muerte de Floyd. No se pueden ocultar porque son parte del pueblo y están sufriendo.
El discurso liberal muestra lo antagónico como un villano de una película de Disney que sorprende cuando se revela para mostrarse al mundo. La diferencia social es aceptada como impuesta sin derecho a réplica, exigiendo que se extirpe al ser inferior como si se tratase de una enfermedad, más que de una condición contextualizada. Culpar a la víctima es el camino facilista que adoptan los sectores que temen que el poder que poseen se vea debilitado y que sólo se muestran solidarios cuando no se sienten amenazados de perder el propio poder que se han atribuido. La desigualdad no entiende de cuarentena o fronteras, detectarla y ocultarla o por el contrario visibilizarla, es lo que convierte a una sociedad en menos o más justa.