Otra entrega desde el confinamiento sobre cómo el coronavirus afecta a las actividades que forman parte de nuestra vida social.
Por Carlos López / Desde muy temprana edad fui seguidor del deporte y con extraña pasión también del fútbol. Extraña remarco porque en mi familia ver a “22 tipos corriendo atrás de una pelota” -como me decían- no era algo tan novedoso, pero por esas razones que no se analizan demasiado y se aceptan con seguridad, el fútbol siempre significó para mí más que un juego. A los 13 años me subí a una combi y llegué a conocer el estadio Monumental, un sueño para un chico que hasta ese entonces nunca había visto en ningún otro episodio a unas 60 mil personas agitar los puños. Ese día River festejaba contra Racing el campeonato logrado una fecha antes en Bahía Blanca y la fiesta preparada para la ocasión superó cualquier expectativa.
Dejando un poco de lado la pasión por los colores, siempre estuve detrás de las estadísticas propias del deporte. A los 8 años podía recitar de memoria la formación inicial de varios equipos ingleses entre los que en aquellos años noventa se destacaban equipos como el Manchester United o el Arsenal. El Manchester City de los argentinos que todos conocemos no estaba ni remotamente cerca de contar con el poderío económico que posee hoy después de compras millonarias y el Barcelona lo seguía en logros bastante lejos al Real Madrid plagado de estrellas. ¿Cuándo fue que vendimos el fútbol al mejor postor? ¿O será que me di cuenta bastante tarde que los colores de los clubes siempre se terminan pareciendo a un color verde? La pasión que siento por jugar y mirar fútbol la llevaré siempre, de eso jamás tuve dudas. Pese a esto, me resulta imposible mirar a un costado cuando veo a lo que ha llegado el negocio de este deporte. Es facilista ser crítico de lo que no gusta; pues entonces me propongo el desafío de serlo con lo que realmente amo.
En la mañana del pasado sábado me encontraba sentado en el sillón de mi living. Mate en la mano, piernas estiradas sobre un banquito y en la pantalla un partido del Borussia Mönchengladbach contra el Bayer Leverkusen, equipo en el que esperaba ver a Alario y Palacio -ex jugadores de River- pero que nunca aparecieron en acción. Su rival, ese equipo de nombre raro para quienes no conocemos el alemán, es un club del estado de Nordrhein-Westfalen recientemente en crecimiento por ubicarse en mejores posiciones que lo habitual. Creo que debo haber durado unos 30 minutos mirando el partido.
De ese niño que se conocía cada jugador queda sólo una parte, ahora me conformo con la actualidad del fútbol argentino y algunos equipos de Europa, aunque siempre que haya unos cuantos tipos -o tipas- detrás de la pelota, me suelo enganchar a verlos. A pesar de esto, mirar fútbol sin que ningún espectador se encuentre en la tribuna es raro, algo falta en la atmósfera que se genera. La protagonista es la pelota y los jugadores son los partícipes, pero no hay duda que el fútbol se respira en las miles de almas que lo están observando al mismo tiempo. Es así como el deporte puede empezar en el día 1 de entrenamiento, pero no se capitaliza hasta el día que un espectador se conecta con ese momento donde el balón pasa de un jugador a otro.
En Alemania siempre me gustó el Borussia Dortmund, pero este Borussia, el que tiene tantas pronunciaciones como comentaristas existen, me entregó una gran anécdota hace un tiempo atrás. Noviembre recién comenzaba y con mi pareja estábamos cumpliendo el sueño de recorrer juntos algunos países de Europa. Con algo de fortuna, coincidimos para visitar el Estadio Olímpico de Roma donde el equipo que lleva el mismo nombre de la ciudad recibía por una competencia europea al Mönchengladbach, club que ahora en cuarentena tuvo la mágica idea de poblar las tribunas con imágenes de hinchas, para apoyar a sus jugadores. Desde que comenzó ese jueves, me costaba concentrarme en el recorrido por la ciudad, mi mente estaba enfocada en cómo sería visitar un estadio europeo después de años y cientos de partidos observados a la distancia. El encuentro tuvo todos los ingredientes: empate en el juego; discusiones con algunos italianos que formaban una especie de barra que nos obligó a corrernos de nuestros lugares; un gol agónico de los alemanes en el último minuto; bengalas, y una lluvia torrencial que logró filtrarse por el techo del estadio.
Sin embargo, el hecho más significativo ocurrió cuando al llegar al estadio inicié la aventura -para enojo de mi pareja- de meterme con un grupo de alemanes a saludarlos, siendo que no contaba con una entrada para permanecer en ese lugar de visitantes. Me saludé con un alemán con el que intercambiamos algunas fugaces palabras y rápidamente me invitaron a mirar el partido con ellos. No sé si sería por amabilidad, por ser argentino o porque el efecto del alcohol los puso cariñosos, pero por unos instantes sentí que la misma pasión con la que vivimos en la Argentina la previa de cada partido estaba también en aquel lugar rodeado de policías y vallas de contención, mientras de fondo se escuchaban cantos con un amistoso tono alemán.
El hincha, al menos en el fútbol, es una parte prácticamente indisociable del juego. En nuestro país tuvimos que aprender a mirar partidos con hinchas de un solo bando, lo que ya resulta extraño, con lo cual aún mayor es la decepción al ver hoy los estadios completamente vacíos por el avance del coronavirus. El mundo está de luto, y el fútbol también. En Alemania, primer país en volver a la actividad de todos los que instalaron una cuarentena, miles de hinchas se pronunciaron en contra de la reanudación del juego sin ellos, por entender que sólo se busca contener a un negocio televisivo que no paga si no se transmite. Al mismo tiempo, unos 200 clubes europeos y tantos otros por América Latina sufren crisis que los pueden llevar a quiebres económicos. Con el paso de los años, la expansión de las redes sociales y la burbuja de los jóvenes con botines de oro, el fútbol se volvió demasiado rápido y exitista. Todo lo que sucede con los jugadores se transmite las 24 horas por distintos medios y la rueda nunca debe parar, alimentando debates que escapan al juego en su esencia. La máquina de producción que hoy sufren a nivel social economías no preparadas para frenar obligatoriamente por la expansión de un virus funciona igual que la que condena a los clubes que reclaman volver a la actividad porque las deudas aumentan. Es la misma que como cualquier industria no entiende de pasiones, sólo números monetarios que van y vienen.
Todo se volvió gasto y ganancia. Poco tiene que ver la pasión del hincha con esta realidad. Pero, sin embargo, ahí estamos. Porque por más que el negocio sea tan grande que no se pueda frenar, los hinchas siempre vamos a estar con nuestros intereses, a veces encontrados con la recaudación y, otras veces, en caminos opuestos. El juego no dejará de ser una excusa para que cientos de chicos en situaciones vulnerables puedan patear una pelota y soñar con una realidad distinta a la que los rodea. Lo que no es justo es que seamos engañados, que encendamos los televisores y nos ataquemos unos a otros por los colores cuando en realidad la máquina que produce la industria del fútbol nos olvidó a todos hace rato. Tampoco puede pasar desapercibido que la voracidad ha llegado tan lejos que nos entregue noticias como que esta semana un magnate confirmó que pagará unos 365 millones de dólares con fondos árabes para comprar al histórico equipo inglés Newcastle o que el Manchester City fuera sancionado por gastar más dinero del que ingresó al club durante una misma temporada, violando el Fair Play Financiero.
Diego Maradona inmortalizó la recordada frase “La pelota no se mancha”, separando al juego de sus errores personales. Lo que nunca se analiza en ese mensaje es de qué pelota estamos hablando. No es la misma pelota la que lleva a sus pies Messi que aquella que transporta una joven promesa de la segunda categoría de la Argentina. No es lo mismo un club con hinchas que celebran una pasión que una empresa que debe generar más y más ingresos para solventar las compras millonarias que realiza con el afán de tener los mejores jugadores del mercado. Quizá no sea el caso de todos y quizá no siempre pensaré igual, pero hoy no tengo tantos deseos de mirar el nuevo fútbol que nos propone la llegada del coronavirus. Por estas latitudes el fútbol sigue pausado y clubes como Argentinos, Vélez, Racing, All Boys, Ferro y Comunicaciones con el lema «Frente al coronavirus, somos una sola hinchada» son sedes de un locro popular barrial por la conmemoración del 25 de mayo.
Los hinchas son tan necesarios como la pelota. Y los millones de dólares son necesarios hasta un cierto límite porque cualquier hincha del fútbol sabe que entre un poderoso y un equipo modesto siempre el neutro irá por el segundo, sin importar los millones que existan en el medio. Ese es el legado que nos deja este hermoso deporte: la revelación del que siempre mira de atrás contra la supremacía del que lo tiene todo. Por eso el fútbol es parte de la historia social de nuestro país, de muchos países y por eso también es un negocio que algunos empresarios empezaron a jugar hace unas cuántas décadas. Por todas estas razones es que amo y extraño de cada partido el silbato del pitido inicial y del segundo final. En ambos momentos no hay lugar para interferencia alguna. Son 22 tipos y las millones de almas alrededor del mundo mirando con pasión dónde concluye una jugada. El resto, juega otro juego.