Una nueva entrega de las vicisitudes de vivir aislado para luchar desde nuestro lugar contra el maldito virus. Formas de enfrentar la pandemia cuando no hay una receta.
Por Carlos López / La disrupción de la rutina se volvió rutina. Pasamos el mes de cuarentena y lo que hasta hace poco parecía extraño, algo molesto y novedoso se convirtió ahora en una rutina más. Si hay una ventaja que tenemos los seres humanos es la posibilidad de adaptarnos prácticamente a cualquier situación, con más o menos dolor, con más o menos resistencia, pero lo hacemos. Al menos en esta instancia es lo que percibo de mí mismo. La cuarentena no es mi mejor amiga y prefiero otra forma de vida, pero hoy no me molesta y estar acompañado es una gran ventaja.
Eso no quita que sí me encuentro extrañando algo más de lo habitual algunas cosas. La cerveza compartida con amigos, la familia y nuestros encuentros no virtuales. Viajar. Cómo necesito viajar. No es mi intención citar a Trump pero que lindo va a ser volver a sentir la ansiedad del minuto anterior a que la pelota empiece a rodar. Por estos días me entretengo con estudio, películas, series y algunos documentales deportivos de esas historias que quedan para la posteridad. Tareas domésticas a las que muchas veces me resisto ahora son parte del día; hacer de peluqueros dentro de casa porque los pelos crecen; centrarse en lo realmente importante, en uno mismo y en el otro que está cerca.
El fin de semana hable bastante con Juan. Mi amigo se encuentra viviendo hace unas semanas en Dinamarca. Se fue bien al Norte para encontrar un nuevo rumbo. Me cuenta del modelo nórdico para hacer frente al coronavirus y de lo por momentos poco abiertos que son los daneses para mezclarse con los que como él llegan de afuera. A pesar de esto, allá la asistencia al común de la sociedad no es algo novedoso, cada día un grupo de argentinos se dirige al supermercado a recoger comida de manera gratuita. Pero esto no ocurre por la invasión del virus, es parte de la vida cotidiana. Los supermercados de aquel país cuentan con un sistema que se conoce como Dumpster Diving -bucear en la basura en español-. Los propios establecimientos y de igual manera las familias, descartan alimentos que no cuentan con una forma estética deseada o próxima a descomponerse. Si, suena fuerte. Pero, antes de ahuyentar al lector lo repito, es real. Por más que el sistema funcione, el Estado se propuso reducir a la menor expresión posible la comida descartada para evitar el impacto social que esto genera, dividiendo posiciones más de lo deseado.
Hablando con mi amigo del difícil momento que le tocó para salir en busca de un trabajo en aquel moderno país, fue inevitable comparar un poco los niveles de calidad vida de acá y de allá. “Qué lejos estamos”, se suele escuchar. Pero, ¿es realmente a dónde queremos llegar? En un país como el nuestro, donde el trabajo formalizado es un sueño y los ingresos en miles de hogares no alcanzan, pensar en tirar comida duele, sería maquiavélico aspirar a ese modelo. A menos que veamos la parte buena de esto, que personas como mi amigo y otros tantos, preparan con entusiasmo sus cenas gracias a ese aporte -descarte- de otras personas. Escuchar a mi amigo me sensibilizó más de lo habitual. Charlar con él voy a sumarlo a la lista de cosas que extraño, aunque ese sentimiento existía antes del virus, igual que la comida basura.
Juan me cuenta que allá no se ven barbijos. El aislamiento es parcial y muchos estudiantes ya volvieron a clases. Cuesta comprender cómo lograron evitar los contagios masivos sin parar el movimiento por completo, al igual que Noruega u otros países europeos que lograron esquivar a la norma. El virus despertó modos de percibir el mundo, formas de administrar las naciones llevadas al extremo o en casos como el mencionado, simplemente ajustadas para la ocasión. Es que sí, estamos muy lejos de ese sincronismo nórdico. Las vida social por allá funciona como si fuera un todo repleto de engranajes que logran un funcionamiento desbordado de prolijidad, por momentos tornando la aventura más aburrida que lo que estamos acostumbrados a ver por nuestra tierra.
Los mensajes que cruzan el charco por primera vez en este mes de aislamiento social me hicieron notar que tengo ganas de vivir algunos momentos de nuevo. La presencia del virus con mayor notoriedad tampoco ayuda. Me encuentro en un barrio porteño rodeado de centros médicos, a pocas cuadras de donde unos 34 médicos dieron positivo de coronavirus la semana pasada. Las medidas de higiene aumentaron. Si se sale a hacer alguna compra la vuelva termina con una limpieza profunda de las cosas compradas. Decidí apagar un poco la televisión, con lo que estoy viendo y alguna que otra estadística alcanza. Vamos por buen camino, es lo que me repito en mi cabeza. A la fecha murieron más de 300 mexicanos en Estados Unidos. El dato me paralizó porque por más que la angustia se respira, en nuestro país las muertes llegaron hoy a 142. Duele cada pérdida, pero seguimos logrando estar muy lejos de cifras que encabeza el país gobernado por Donald con 780 mil infectados y más de 42 mil muertes.
Así como por primera vez me siento un poco más alejado de momentos y personas que quiero ver de cerca, también siento que por ahí somos una luz de esperanza en un mundo cautivo del virus. Quizá copiemos al final la realidad rusa o alemana que han logrado frenar los contagios a tiempo. La ley de la emergencia dicta que tenemos que seguir alerta por mucho tiempo más, pero al menos empiezo a sentir que quizá el pico en nuestro país va a ser menor de lo esperado. Hace un mes que esperamos lo inevitable, y sin darnos cuenta estamos escribiendo el destino de lo inimaginable por aquellos expertos que nos advirtieron a tiempo para vivir este momento como sociedad. ¿O será que nosotros mismos hicimos que esas cifras continúen bajas?. Todos y todas los involucrados tuvimos algo que ver. Hacia lo que viene, la llegada del invierno será el horizonte que nos pondrá a prueba una vez más.
Por momentos creo que todos y todas los que estamos recluidos en nuestras casas seguimos buscando afuera lo que está adentro. Individualmente, como sociedad, como colectivo, como país. Es un concepto que vale aplicarlo a cualquier visión. Hablo con mi viejo y los mensajes se repiten; la cuarentena ya dejó de ser un tema tan recurrente porque cansa. Siempre que vuelvo a hablar con algún amigo o familiar me repito la enorme posibilidad de no ser uno de los casi 8 millones de argentinos que esperan recibir el Ingreso Familiar de Emergencia como auxilio a la falta de ingresos a la economía familiar, lo que elevará a unos 80 mil millones de pesos la inversión destinada por el gobierno nacional. Para contribuir con lo solicitado, ya tengo mi tapaboca personal. Aunque por ahora, el balcón sigue siendo un buen lugar para pasear.