Estar en casa es la premisa, el mundo se reduce a los metros cuadrados de las viviendas, develando lo diverso que encierra el concepto vivienda.
Por Claudia Rosenstein (*) / La primera revolución industrial en Inglaterra en 1780 produjo un acelerado movimiento migratorio campo-ciudad, lo que conformó la nueva clase obrera urbana. Esta población pobre –el “bajo fondo”, “la canalla”, “los miserables”– se alojó en habitaciones hacinadas sin iluminación ni ventilación y sin condiciones sanitarias, lo que dio lugar a la propagación de pestes y epidemias.
Charles Dickens recrea el escenario en su novela Tiempos difíciles, y allí escribe: “El industrialismo, la principal fuerza creadora del siglo XIX, produjo el medio urbano más degradado que el mundo hubiera visto hasta entonces, pues hasta los barrios habitados por la clases dominantes estaban ensuciados y congestionados”.
El problema sanitario en las ciudades se instaló como preocupación para las clases altas del siglo XIX, quienes consideraban a esta población como “chicos a tutelar” (educación) y como seres peligrosos (valores morales). Su respuesta a esta amenaza fue a través de provisión de viviendas: la “caridad legal” o sea, la limosna. Estas elites “sensibles” actuaron movidas por el miedo.
Una bomba posible de explotar
En los años 80 el entonces Secretario Ejecutivo de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), Enrique Iglesias, expresaba que “era necesario hacer algo con el tema de la pobreza en América Latina, ya que esta era una bomba posible de explotar en la cara de nuestros hijos”. Bajo la pátina de una preocupación legítima sobre la pobreza, se deja al descubierto que lo que verdaderamente moviliza esa preocupación es el miedo. Hoy, este 2020 nos encuentra frente a un virus que irrumpe para hacer tambalear –aunque no sea más que por un rato– el orden establecido. Un hecho que escapa a todo cálculo y deja a un mundo azorado ante la parálisis de su previsible –y poco cuestionable– devenir. Estar en casa es la premisa, el mundo se reduce a los metros cuadrados de las viviendas, develando lo diverso que encierra el concepto “vivienda”. Desde la emulación del paraíso bucólico que ofrecen los barrios cerrados, donde las viviendas, profusas en metros cuadrados, cuentan con espacios abiertos ajardinados, piscinas, etcétera, en un extremo, hasta la vivienda precaria, mínima e insalubre de los asentamientos informales en el otro, el “estar en casa” pasa a ser “el mundo” donde desplegar un presente de encierro. Estos mundos no se miran ni se tocan, pero el “estar a salvo” que garantizaba la vida de los que eligen la autosegregación en miniciudades autoabastecidas –los countries–, hoy frente a la pandemia, se ve vulnerado. Todos estamos expuestos.
La amenaza de los otros
“Estar en casa” en los asentamientos informales trasciende el espacio privado. Las deficiencias habitacionales y el hacinamiento, entre otros factores, hace que el espacio público sea la continuación obligada del espacio doméstico, donde se despliegan a diario las acciones de las redes sociales como estrategia de supervivencia. “La casa” adquiere otra dimensión: la dimensión barrial. La otra ciudad mira con horror, a través de los medios que conectan con el exterior –TV, redes–, como esa población “rompe la cuarentena obligatoria” y se escuchan expresiones tales como “tanto esfuerzo que hacemos nosotros y para qué?” El “nosotros” instala inmediatamente la categoría de “los otros”, y esos otros hoy (como ayer) se ven como amenaza. A la tradicional amenaza que surge de la linealidad entre pobreza y delincuencia, hoy se le agrega la del virus y se sabe que el miedo fácilmente se transforma en odio. A pesar de haber transcurrido dos siglos desde la Revolución Industrial, la cuestión no parece haber cambiado mucho. La preocupación actual no está puesta en la pobreza y la marginación socio-espacial de una importante parte de la población, sino en el peligro que esa población inflige, el reclamo por atender estas situaciones es azuzado por el miedo. Toda discriminación al diferente no es más que miedo y así se legitima la persecución violenta, la denigración y la destrucción implacable del otro, del diferente. La investigadora y activista Rossana Reguillo afirma que “las diferencias culturales son elementos constitutivos del miedo”.
Hoy ese miedo es tangible, palpable, esa gente es un peligro para “mi salud”, y esta poderosa amenaza sirve a los efectos de controlar y ejercer viejas y nuevas formas del temor.
Pobres y ricos, discurso avalado
“Los miserables” de ayer o los “negros” de hoy serán y son vistos por las clases dominantes como una amenaza y una clase social “a educar”. El político y ex alcalde de Washington D.C., Walter Washington, según citó el Times, de Columbus (Georgia), dice que si “los guetos habrán de ser eliminados tenemos que ayudar a los pobres a eliminar el gueto de la mente”. “Los pobres, acostumbrados a vivir en los barrios bajos, a menos que se les eduque de otra manera, a menudo harán un barrio bajo incluso de una casa nueva”. Que la elección de “ser pobre” sea atribuible al modo de ser y de actuar de cada uno, hace presente una vez más el axioma de “por algo será”, e instala el sentido común de las víctimas que aceptan su destino como una determinación inapelable: “Siempre habrá ricos y pobres”, discurso avalado históricamente por los poderosos pero también por una parte importante de la clase media. Hemos escuchado en estos días opiniones acerca de que la pandemia podría ser una oportunidad de “limpieza étnica”. ¿El horror antes estos comentarios, es genuino, acaso no son muchos los que piensan igual pero no lo dicen? La “supervivencia del más apto” acondiciona a la gente a pensar que la verdadera solución estaría en que ciertos individuos sean descartados como “ineptos.”
Injusta balanza del capitalismo
Si creíamos que esta pandemia cambiaría el orden establecido, los hechos demuestran que esto queda en el plano de una ingenua expresión de deseo. Pareciera que no hace otra cosa que poner en evidencia y potenciar lo que somos y pensamos. Estamos lejos de entender a la sociedad como un entramado de partes interdependientes, –tan alejado del pensamiento neoliberal–, lo que supone considerar que la pobreza nos interpela como sociedad y que todos somos parte del problema. La posmodernidad no hace más que instalar la preocupación durkheimiana de la ruptura del lazo social, con el aumento de las diversas violencias, los miedos y los estigmas (según la investigadora del Conicet Paola Bonavitta). No es tarea sencilla deconstruir la idea de que la pobreza es el estado natural de la humanidad, un hecho “silvestre”, y entenderla como “una formidable siembra y cada vez más compleja construcción de una expropiación sistemática con la cual se construye y acumula para otros, creando en ellos las más formidables fortunas”. Según el sociólogo Juan Carlos Marín, “no hay fortunas sin producción de pobreza! De allí nacen las riquezas!”. Riqueza y pobreza son así las dos caras de una misma moneda, el primero como actor necesario y funcional al sostenimiento de la injusta balanza del capitalismo, que aumenta cada vez más la anomia social y una discriminación que crea cada vez mayor número de “otros.”
(*) Texto tomado del sitio El Ciudadano (Rosario). La autora en Magister Arquitecta.