Una entrega más de las crónicas del aislamiento, y ya en la tercera etapa de la cuarentena.
Por Carlos López / Lunes 13 de abril. Hoy era el día que se había designado como posible fin de la cuarentena. No lo es. Después de varios días encerrado ocupando el tiempo entre trabajo, estudio y algunas lecturas y juegos, el fin de semana le dediqué un poco más al cine. Le di una oportunidad al reciente film Había una vez en Hollywood, pero la aventura fracasó. Me había dejado llevar por unas cuantas críticas positivas y los famosos puntajes de cartelera, pero por lo visto esta vez Tarantino no logró atraparme lo suficiente. Así fue como pasé a otra película de acción de esas que se olvidan rápido y luego, dejé el momento estelar a la hora de la cena para ver algo de cine argentino. La Odisea de los Giles, de Sebastián Borensztein, llegó a mi memoria en un momento especial.
La aventura de los Giles transcurre en una localidad de la provincia de Buenos Aires, Alsina, antiguamente conocida como Villa Alsina. El pueblo tiene menos de 2 mil habitantes, y si bien donde nací hay al menos veinte veces más de población, muchas imágenes me recordaron a mi infancia. La estación de tren en un estado eternamente lúgubre, los vulgarmente llamados paisanos que se conocen unos a otros por el apellido, el mate en cada escena cotidiana. La historia se centra en un grupo de conocidos que arman un fondo de inversión común para iniciar una cooperativa en el preciso momento en que el país se venía abajo, el diciembre que devino en el corralito. Para no convertirme en un spoiler odiado por la multitud, voy a agregar sólo que ese grupo de personas trabajadoras, humildes y algunas pocas con mayores ingresos sufren una estafa similar a la que experimentaron millones de argentinos por esos días. El concepto que busca el director queda claro: gil -persona que le falta picardía en determinadas situaciones- puede ser cualquiera. El punto radica en qué hacemos con ello, que decisiones tomamos cuando nos damos cuenta de nuestra posición en la vida ante casi siempre, un poder que intenta oprimir porque así lo determina su naturaleza.
La crisis de 2001 fue uno de esos episodios que aunque pasen las décadas, va ser contado en los documentales y libros de historia sin excepción. Significó uno de los mayores engaños colectivos que la clase política propició contra el conjunto de la sociedad, en complicidad con sectores financieros y civiles, los grandes ganadores de los días más trágicos de una economía nacional devastada. ¿A quién se le puede reclamar cuando una estafa es tan grande que no tiene nombre, apellido ni cara? El sistema en que confiaban miles de personas engañó a todos. Bueno, a casi todos. Por mi edad puedo decir que fue la mayor crisis que tuve que evidenciar en vida. Otros dirán que la década del ‘70 dejó lo suyo y por qué no los ochenta con su recordada inestabilidad. En definitiva, ser giles de a ratos casi que está instalado en nuestro ADN cultural como argentinos.
Es que lo que estamos atravesando ahora es, al menos por nuestras latitudes, mucho menor que otros trágicos momentos que hemos pasado anteriormente. No estamos cerca de triunfar contra el coronavirus y queda mucho por hacer como sociedad para que las estadísticas sigan estando en favor de la vida. Pero al mismo tiempo, la pronta respuesta preventiva del Estado fue la que permitió que por acá los problemas parezcan menores que en otros países del mundo en relación al avance del virus. Durante la última semana los medios de comunicación centraron la agenda en la disputa de optar por cuidar las vidas o reactivar la economía porque sino la gente podría morir de hambre. Para aquellos altavoces del movimiento Espert, hay una novedad. La gente puede morir de hambre en la Argentina. El problema en dicha alerta es que no es algo nuevo. Ocurre cada mes, cada semana, cada día. Las mujeres mueren golpeadas. Los niños, principalmente por fuera de los límites de la Capital Federal, mueren porque sus padres no tienen cómo alimentarlos o sufren desnutrición por mala alimentación. Vamos de nuevo, la educación en el centro de la escena. La falta de respeto entre la propia población mata. La desidia de gobiernos centrados en el poder económico también. La economía controla al mundo, hoy las batallas son económicas y tecnológicas, pero me pregunto si ello conlleva olvidar la educación, o evitar que la salud se pare en en centro del escenario al menos una vez, lo que podría permitir continuar con el sueño de cientos de miles de respirar una vez más.
A fin del mes pasado, Alberto Fernández en una de sus conferencias de prensa marcó su postura el decir que “una economía que cae, siempre se levanta, pero una vida que termina no la levantamos más”. Toda una definición política que contenta a algunos y enoja a otros. ¿Es realmente una realidad que el virus es imposible de frenar como mantienen las posturas económicas más liberales del mundo? No es posible negar que se hayan perdido puestos de trabajo y que la economía argentina va a sufrir tanto como siempre lo hizo, lo que no quita que el Estado se encuentre optando por proteger a las grandes mayorías. El viernes pasado esperando los anuncios del presidente de la Nación recorrí los debates por varios canales de televisión. La opinión se centraba en la necesidad de apertura de la cuarentena para que ciertas actividades sean permitidas. Llamativamente luego del discurso, la opinión inmediata se centró en las complicaciones que podría traer las aperturas parciales o para algunos desentendidos que muchas personas salgan a realizar ejercicio en las calles, una idea simplemente comentada en la alocución del mandatario pero no confirmada de manera oficial.
La pandemia que sigue matando a miles alrededor del mundo es hoy el motor de posturas que poco tienen que ver con las recomendaciones realizadas por el Comité de crisis oficial contra el virus. Las premoniciones de escasez durante la gripe A entre 2009 y 2010 fueron tan similares a las que se escuchan por estos días con el coronavirus. Las miles de propuestas sin éxito para evitar una crisis controlada desde un inicio como ocurrió en la década del ‘90 suenan tan conocidas como los planes de los economistas que hoy dicen saber cómo resolver la situación actual. Los cortes de ruta parecen a simple vista orquestados por los mismos vientos que en algunas ciudades intentaron semanas atrás iniciar una ola de cacerolazos. Pasaron más de 30 años desde el día que llegué a este mundo, a esta nación. Mucho ha pasado y poco ha cambiado. Los mecanismos se repiten una y otra vez, como si se tratase de un simple cambio de moda. La economía contra la salud. La libertad de mercado contra las regulaciones. El famoso River o Boca está tan presente en nuestras mentes que nos atrapa una y otra vez, orquestado por un puñado de señores y señoras de traje que alimentan la rivalidad.
Cuando nos invaden los análisis de soluciones posibles me siento perdido por un momento como si me encontrara en los pasillos del Laberinto de Borges. Una obra maestra que se encuentra algo escondida en un campo de San Rafael, en Mendoza. Lo conocí hace unos años en una de mis visitas a mi hermana. El lugar fue construido con unos 7 mil arbustos de tipo boj en una finca equipada con lo necesario como para que las familias habitualmente concurran a pasar un día de campo, comer unas empanadas bien argentinas y divertirse dentro del laberinto un rato. Desde las visiones en altura que posee el predio, el laberinto es increíblemente simple, los caminos son definidos, trazados como si se estuviera observando una maqueta. Claro, el tema es cuando se ingresa por alguna de sus puertas laterales y entonces las paredes se vuelven movedizas. Los límites se desdibujan. Las voces dejan de ser amistosas y confunden el camino buscado. Algo así ocurre cuando se fomentan con verborragia tantas posturas antagónicas que no aportan más que pánico en un momento que las decisiones deben ser pensadas en conjunto, incluyendo a todos.
Los argentinos contamos con ciertas particularidades. Por más que vivamos escuchando críticas hacia nuestra cultura y nuestra forma de percibir el mundo, somos seres con una gran determinación y un notable entusiasmo para levantarnos una y otra vez de un golpe. Casi en paralelo, somos una sociedad profundamente moldeable, fácilmente manipulable. Esto tiene una concepción educativa, con un trasfondo sociológico por sobre todo. Nos atrapa lo catastrófico. Y si algo no es lo suficientemente preocupante, buscamos la manera de complejizarlo. ¿Por qué? No es la intención responder esto porque sería casi un logro de más de 200 años que hasta ahora no pudimos resolver ni siquiera como sociedad en conjunto. Lo que sí podemos responder es qué debate queremos hoy, qué elegimos acompañar, qué decisiones aceptar o contradecir. Sentirse por mucho tiempo dentro de un laberinto sin salida puede hacer perder el equilibrio, mejor puede ser tomar altura y aceptar que lo que estamos haciendo tiene sentido; le estamos ganando algunas posiciones a la pandemia. Ése es el enemigo, ¿o no? Al fin de cuentas, simplemente somos Giles en una historia que acaba de comenzar.