O un viaje con Lucía, y así vamos transitando la pandemia. Otra semblanza desde la banda cuarenteneada de AgePeBA.
Por Vicky Castiglia / Lucía y yo abordamos el vuelo 774 de Qatar Airways con destino a Sao Paulo el 17 de enero de 2018. Una azafata salida de un cuento de Aladdín nos indicó en inglés cuáles eran nuestros asientos y cuando vi que todos los carteles estaban en árabe, me sentí en el Medio Oriente de los rascacielos, los vestidos exóticos, los autos de alta gama, la música extraña y las joyas por doquier. Cuando terminé de acomodar el equipaje caí en la cuenta de que oficialmente empezaban nuestras vacaciones y en ese momento, noté que el chico en sus veinticortos que estaba sentado al lado mío, luchaba contra su propia timidez para animarse a hablarme. Así fue como lo conocí a Abu Dabi.
Tres horas duró el vuelo y muchas horas más iban a durar las charlas por teléfono con el chico al que todos mis prejuicios y yo teníamos en frente esa noche de verano sobre el cielo de Porto Alegre. En un primer momento, yo fui la católica sudamericana que le enrostró en la cara todas las miserias que se suponía que tenía que tener por su condición de árabe musulmán. No me olvidé de ningún tópico, lo recuerdo perfectamente: la violencia, el trato hacia las mujeres, la ropa, la libertad, la corrupción y todas esas cosas que yo no entendía muy bien de su sociedad pero que por donde las mirase, me parecían un horror. Entonces me señaló que la lista que yo acaba de enumerar, le cabía también a Occidente y ahí fue su turno.
Para cuando trajeron la cena, Lupe se despertó de la siesta y la conversación giró en torno a otras cosas: comidas, lugares bonitos, idiomas y música. Y Abu Dabi me mostró fotos del Burj Mohammed Bin Rashid, de la Mezquita Sheikh Zayed, de sus viajes por el desierto, de camellos y dromedarios, y también, me contó de su vida, de su trabajo, de su estadía en Chile, y algo sobre su familia. Nos despedimos cuando llegamos al Guarulhos porque su vuelo aún no había terminado, y a mí me quedó dando vueltas la idea de que quizás, entre él y yo, y hasta entre mi Dios y el suyo, había más cosas en común que las que me pudiera imaginar.
Seguimos en contacto por un año, pero hace ya tiempo que le perdí el rastro. Naturalmente, nunca pudo considerarme su amiga. La última vez que supe de él, había vuelto a su ciudad natal en Pakistán. Fue justo antes de que estallara el conflicto en la región de Cachemira. No sé qué habrá sido de él en tiempos de pandemia pero hoy, en esta cuarentena eterna, en estos días con sabor extraño, caí en la cuenta de que tenía que pasar por mi vida para enseñarme algunas cosas. No eran Occidente y Oriente los que se cruzaron esa noche, eran dos personas comunes que nacieron y se criaron donde les tocó, y eso es todo.
Aprendí gracias a él los saludos más comunes en árabe, el verdadero significado del ramadán y hasta me habló de su perspectiva en torno a las diferencias políticas entre ciertos países que le son vecinos. Entendí que Medio Oriente no es un todo acabado ni por aproximación, y que no podía olvidarme que la historia que a mí me habían contado, era la blanca y occidental, con un prisma que me obligaba a pensar en términos de buenos y malos. A veces el miedo y el desconocimiento nos llevan a construir muros que no nos dejan ver más allá.
A Abu Dabi la tradición de su pueblo lo constituye. Para él, todo lo que sucede en su vida es obra de un Dios en el que cree firmemente. De hecho, lo que más me llamaba la atención era su solemnidad, que no era más que la solemnidad de un acto de fe. Conocí muchos católicos y católicas que también se ajustan a esta descripción. Y es que ahora que lo pienso, en esta suerte de realidad extraña que nos toca, en un mundo que prácticamente no podemos explicar, son muchos a los que la fe -en algo o en alguien- los mantiene de pie.