Pasó otro 2 de abril malvinero, pero en tiempos de pandemia. Tema para esta nota imperdible.
Por Vicky Castiglia / Un viernes de 1982, el cónsul Bertoldi se enteró de casualidad del inicio de la Guerra de Malvinas y se dispuso a pelear contra los ingleses en ese remoto país de África al que había sido designado tantos años atrás: Bongwutsi. Era el único argentino que habitaba en esas tierras, en las que mantenía un romance secreto con la esposa del embajador británico y en las que los nativos preparaban un levantamiento socialista.
A sus plantas rendido un león es una de mis novelas preferidas. Ese escenario de Guerra Fría en los confines del mundo, donde se desdibujan los límites de lo real y lo impensado, donde se mezclan la soledad con el amor y el patriotismo, se me hizo bastante similar a este comienzo de abril que nos toca atravesar entre pandemia y coronavirus.
La historia del cónsul podría no haber llegado a los oídos de nadie si no fuera por Osvaldo Soriano. Y aunque es inventada, tiene una gran cuota de realidad. Es la del tipo común, el laburante, el amigo que vive lejos y del que nunca tenemos noticias. Es la mujer que nos cruzamos cada tanto en el barrio y la chica que va sentada siempre en el mismo vagón del tren. Son todas esas caras extrañas con las que nos cruzábamos por la calle antes de la cuarentena y son aquellos que hoy están vaya a saber en qué casa de cualquier barrio alejado de Avenida del Libertador.
Son aquellos hombres y mujeres a los que nunca se les presta atención y cuyos nombres no van a figurar en las páginas de la historia. Son los pibes que hicieron la colimba y los combatientes que volvieron de las Islas y son también los que no pudieron volver. Son las mujeres veteranas de Malvinas. Son las y los empleados de la administración pública, las y los especialistas y las y los investigadores que preparan los informes para presentar cada año el reclamo por la Cuestión Malvinas ante Naciones Unidas.
Me pregunto cuántos cónsules Bertoldi están dando batallas por estos días al coronavirus, atravesando un sinfín de vicisitudes de las que no tenemos ni idea o no nos podemos imaginar. Están ahí poniéndole el cuerpo contra un enemigo invisible y hasta tienen que soportar las bajezas más terribles del ser humano, como la historia de la médica que escuché hoy, a la que sus vecinos le dejaron una nota en el ascensor amenazándola con que deje el edificio porque los iba a contagiar a todos. Supongo que Bongwutsi está en todos lados.
Así como el cónsul sintió la obligación moral de hacer todo lo que estuviera a su alcance por los destinos de la Patria, me tranquiliza saber que son miles los que desde el anonimato están haciendo lo mismo, aunque la cuarentena no nos permita tomar real dimensión de lo que sucede más allá de nuestros muros. Y pienso en la inmensa cantidad de historias del pueblo argentino que esperan ser contadas para no caer en el olvido. Como el título del libro, que forma parte de una versión anterior de la canción que siempre nos interpela y que dice así: “Oíd el ruido de rotas cadenas / Ved en trono a la noble Igualdad. Se levanta a la faz de la tierra/ Una nueva y gloriosa Nación/ Coronada su sien de laureles / Y a su planta rendido un León”.