Otra vez. Semblanzas en tiempo de pandemia. No se la pierdan.
Por Vicky Castiglia / Esta vez fue el turno del polémico Woody Allen. Medianoche en París y la historia de un escritor que cada vez que puede, vuelve en el tiempo a los dorados años 20. La ciudad de las luces y la Generación Perdida. Una copa con Scott Fitzgerald, una charla con Salvador Dalí, una pelea con Pablo Picasso por el corazón de una mujer y una clase de escritura con un Ernest Hemingway que advierte: “Ningún tema es terrible si la historia es verdadera y la prosa limpia y honesta”. La trama gira en torno a las maneras que encuentra el personaje de Owen Wilson para escaparse de un presente que no está dispuesto a enfrentar. Un poco así me sentí en estos días.
El jueves me subí al auto en busca de provisiones y pasé por el camino que suelo tomar para ir a la Facultad. Es un boulevard rodeado de árboles altísimos por donde pasa el tren universitario, cuya parada se parece a Los noctámbulos, el cuadro de Hopper. Era media tarde y caía un sol hermoso. Sentí unas ganas terribles de ir a la redacción y ver a Ale, a Dai, a Rober y a Paco; de escuchar sus chistes, reírme con ellos y armar una lista de reproducción de cumbia para el descanso de eso que hacemos y llamamos periodismo. Tuve muchas ganas de pasar por la casa de la Negra, de ir al departamento de mi hermana, de pedirle a Pame que cocine algo rico.
Y después me acordé de la peli y pensé en la ciudad. Que no es París pero para mí en algún punto se le asemeja, porque hasta hace un tiempo, para nosotros también era una fiesta. Sin un Champs Elysees pero con un bosque encantado, sin un Notre Dame pero con la Catedral más bonita que vi, sin un Sena pero con un río para pasar las tardes con mis amigas, sin un barrio latino pero con un millón de bares para tomar cerveza después del laburo. Tuve tantas ganas de caminar por La Plata que llegué a soñarlo.
En ese sueño encontraba un cachorrito en la vereda y lo alzaba, y me lo quería llevar a mi casa, pero un viejito me pedía que lo deje. Aparentemente compartían la crianza todos los vecinos de la cuadra. O algo así. En ese sueño también, veía de fondo pasar una ambulancia. Supongo que era mi inconsciente, recordándome que la realidad no se puede evadir. De alguna manera u otra, siempre logra colarse.
Llevo más de diez años viviendo en esta ciudad. Pasé por una inundación, un montón de departamentos y un par de estados civiles. Acá me convertí en cronista y está mi Universidad, la que tanto orgullo me da y por la que vi pasar a más de un presidente. A los puestos de las plazas suelo ir seguido porque se come bien y al café del diagonal 73 me invito cada vez que puedo porque es mi favorito. Con Paulina recorremos calle 12 cuando nos aburrimos y me gusta la terraza del nuevo hotel porque tiene una vista que te quita el aliento. Una vez me crucé con la Bruja Verón y alguien me dijo que vio a Maradona. En la Vieja Estación vi hace poco una película al aire libre y después llevamos a Ale a conocer el Bingo. A veces, extraño almorzar los domingos en La Modelo y tengo que decir que nunca fui a la confitería coqueta de 7 y 49, aunque me gustaría hacerlo.
Nunca en éstos diez años, el escenario había sido tan fantasmal. Si enumero todo esto, no es sólo para sumergirme en un túnel en el tiempo. También es lo que me sostiene para mirar a un futuro que por momentos me parece un poco incierto. Y también porque, como con el cachorrito de mis sueños, me muero de ganas de abrazar a las personas que quiero.