Una nueva entrega de miradas en primera persona sobre el mundo nuestro en estado de pandemia.
Por Vicky Castiglia / Historia de dos ciudades se llama el último libro que leí. Es una novela de amor y aventuras que transcurre entre Londres y París en los días previos a la Revolución Francesa. Lo más interesante de la obra, es lejos, la descripción que hace Charles Dickens sobre una Francia convulsionada desde la perspectiva de las clases más humildes, que se agotaron de la sumisión a la pobreza y pusieron en crisis eso de tener que bancar con su laburo y sus impuestos a una monarquía ostentosa y a una nobleza parasitaria.
El libro está plagado de escenas cotidianas en las que se muestra cómo la gente se aggiorna a un nuevo estado de situación de las cosas. Para los franceses, la realidad tal como la conocían empieza a esfumarse y tienen que aprender a vivir en un nuevo tiempo. La Francia de la igualdad y la fraternidad, no nació de un día para el otro. Nadie se levantó un día y la República estaba ahí. En el medio la gente siguió comiendo, trabajando, haciendo el amor, y criando a sus hijos, y fue cambiando el modo en el que llevaba a cabo cada una de estas acciones de manera paulatina.
Indefectiblemente me puse a pensar en las historias de nuestras ciudades por estos días. Tan distintas y tan similares al mismo tiempo, todas atravesadas por el fantasma de un virus que se expande. Y es que estos son también días de pequeñas historias, somos seres humanos adaptándonos a vivir de una manera que semanas atrás nos parecía improbable.
Ayer Lucía, desde Madrid, nos contó que hizo cola desde antes que abriera el supermercado, pero aún así no pudo conseguir todo lo que estaba buscando. En España las fronteras se militarizaron. Del otro lado del charco, en Villa Elvira, yo finalmente fui al Día y me encontré con un local relativamente vacío de gente y cargado de provisiones, pero no sé qué irá a pasar si el gobierno argentino finalmente decreta la cuarentena obligatoria. También fui a la carnicería y encontré productos frescos, pero tuve que esperar en la vereda para entrar, porque sólo se atienden de a dos clientes. No tuve problemas para conseguir alcohol en gel, pero mi hermana, desde Pehuajó, me dijo que ahí no era tan sencillo.
El martes Vialey me llamó para recomendarme películas. Vive en La Plata, al igual que Rober Mur, que ayer me pasó un disco de Nico, una alemana que cantaba en la primera banda de Lou Reed. Desde Buenos Aires, Ale me contó la historia de sus amigos repatriados y Mati me mandó un documental sobre Corea del Norte. Desde Pehuajó, Juan José Paso, Trenque Láuquen y Rufino, mi familia y amigas me reportan constantemente. Abundan los ejemplos mundanos de cómo vamos tratando de acomodarnos y sostenernos, de acompañarnos a través de los teléfonos. Abundan también las historias de mil ciudades, aunque yo sólo escriba fragmentos de las mías, porque son las que conozco. En días de cuarentena parece que todo transcurre despacio y rápido al mismo tiempo.
Me conmovió el video del piloto de Aerolíneas Argentinas que les dice a los pasajeros: “Bienvenidos a casa”. Pensé en esa frase de Cerati, “no hay nada mejor que casa”. Pensé en los argentinos varados en el exterior, en la angustia y las ganas de cumplir la cuarentena “en casa”. Porque casa no son cuatro paredes y un techo, es aquello a lo que llamamos hogar. Me conmoví también cuando vi a los italianos en sus balcones cantando entre todos. Es extraño como en estos escenarios nos volvemos tan conscientes de nuestra capacidad para conmovernos y cómo reevaluamos nuestra lista de prioridades.
El libro de Dickens empieza así: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Lo poseíamos todo pero no teníamos nada, caminábamos directamente hacia el cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual…”
Un comentario
Federico
¡Linda analogía, bella escritura! 🙂