Nuestros editores continúan con las semblanzas acerca de coronavirus, emergencias y vida cotidiana
Por Carlos López / Su mano se abrió levemente y luego de atinar apoyarse sobre la baranda cromada del vagón, la retiró reposó sobre su cintura. Así fue ese casi acto reflejo que pude observar una y otra vez en distintos viajes que realicé en transporte público por la Ciudad Autónoma de Buenos Aires desde finales de la semana pasada. Las líneas H y D del subte porteño se convirtieron en espacios sorpresivamente espaciosos, con personas distanciadas que dejan libres asientos entre unos y otros. Es que el coronavirus no llegó en su mayor expresión a la Argentina como sí ocurrió en otros países, pero ya se siente en la calle, en las miradas, en las colas de supermercados y farmacias que mantienen distancia.
Los sudamericanos y, particularmente los argentinos, somos una especie que muchas veces va en contra de la corriente europea más firme en el Norte del viejo continente. Nos damos besos con quien sea; abrazos; estrechamos una mano en signo de confianza. Necesitamos estar cerca, quizá hasta por falta de afecto a nosotros mismos. La cuestión es que todas esas expresiones que nos parecen cotidianas y casi imperceptibles desde esta semana se volvieron una prohibición aceptada con cariño.
El lunes viví mi primer día completo dentro de casa. La sensación fue extraña; difícil para considerarme alguien inquieto. Hace unos años vivo en la transitada zona de Facultad de Medicina, a unas veinte cuadras del centro porteño. Durante una semana habitual es una porción de la Capital Federal muy transitada, con cientos de jóvenes que entran y salen de los edificios de la Universidad de Buenos Aires (UBA), gente que se dirige con prisa a Tribunales y la city porteña. Esta semana el escenario es notoriamente más calmo y se vuelve inevitable apreciar la falta de movimiento a partir de las medidas anunciadas por el gobierno nacional. Hasta las bocinas entre autos se cambiaron por cantos o gritos que salen de los departamentos indicando un “¡Me aburro!”, en broma a los videos que muchos vecinos comparten por la redes sociales sobre la extraña sensación de sentirse atrapado entre las paredes de un hogar.
En la calle con el paso de los días las voces fueron susurrando todo tipo de teorías. La búsqueda de responsables se vuelve una costumbre y los diagnósticos poco acertados reemplazan a las charlas de fútbol o economía. Los medios de comunicación contribuyeron durante las últimas dos semanas en un constante bombardeo de datos, estadísticas, casos y vivencias que hacen salir de la casa a unos cuantos miles desesperados en busca de provisiones.
Apartado de esto, el análisis debe ser aún más concreto. El CODVID-19 es una realidad, es un virus que en su primer nivel de aparición es altamente contagioso, lo que es propiciado por un incremento de la población y un cada vez mayor concentración de personas en las grandes urbes mundiales. Desde una concepción de justicia social, me temo que epistemológicamente la concentración del pueblo es una bendición. Hoy la bendición es la unidad en la soledad, la unidad en apartarse -guardarse- por unos cuántos días para evitar una situación que perjudique al otro. Las personas que se ubican como factor de riesgo deben ser protegidas por el resto, los que sabemos que difícilmente una gripe fuerte nos pueda tumbar del todo.
Evitar la paranoia fue mi primer premisa desde que el pasado fin de semana comencé a comprender que la llegada del virus en mayor medida era inminente. Algunos llamados con familiares y los siempre activos grupos sociales por WhatsApp hicieron que el debate siga incrementando en uno mismo. Escuchar a profesionales de la salud y dialogar en búsqueda de concientizar con quienes me vaya comunicando con el paso de estos días fue mi segundo objetivo. Entiendo que lo actual es una situación primordialmente médica, pero no menos social. En tiempos de individualismos de supervivencia, el pasado domingo pasé por algunas localidades de la zona sur del Conurbano Bonaerense. Allí no hay un esparcimiento del coronavirus, pero sí hay mucha necesidad, hay una gran ausencia de concientización y, principalmente, no hay demasiadas alternativas. Por eso, considero que esta cuarentena no debe adoptarse como el pasar de un suspiro que purifique el aire, sino más bien debe ser una oportunidad para que los porteños, los bonaerenses y cada argentino comprenda la real importancia de contar con un Estado presente en el sistema de Salud, tal como lo demostró Francia por estos días.
Para el próximo fin de semana largo había planificado visitar a mi familia en el interior de la provincia de Buenos Aires. Con la suspensión de los viajes de larga distancia que se producirá desde el jueves próximo a las 24 horas, la visita se va a hacer esperar algo más de lo pensado. Y por más que esto parezca obligado, no se asemeja ni un poco con el padecimiento que sufren miles de personas alrededor del mundo. Muchos argentinos aún se encuentran esperando una decisión sobre cómo volver al país y tantos otros miles de ciudadanos ya sufrieron de cerca alguna pérdida por el contagio del virus. ¿Me preocupa la situación actual? La realidad de las estadísticas nos enseña que la pandemia puede contenerse con prevención y educación, dos variables demasiado apreciadas por nuestras latitudes, tal como lo lograron hacer día atrás países como China o Corea del Sur. Los días siguientes saldré a la calle lo menos posible, intentaré el mínimo contacto humano con el afuera, pero no por miedo, sino porque al menos la acción de comportarse como la situación lo amerita es la mejor manera de demostrar solidaridad con el otro. La ansiedad calmará, o no, eso lo veremos en las próximas crónicas.