De aquellas mesas largas que se sacaban a la calle para que los vecinos se hermanaran en los festejos de fin de año, El Pejerrey Empedernido recupera un elixir de alcoholes y frutas y lo adorna con citas de Joyce, Baudelaire, Borges y Tejada Gómez. Todo, todo para hablar del clericó, dicen ésta los de Socompa que cada semana publican al heterónimo del director de la presente página, en sus textos de gastronomía como crítica cultural y política. Ahora, el peje se adelanta a los brindis diciembreros, se burla de la tilinguería de los excluyentes y celebra que el gordo de colorado llegará sin La Bestia en la Rosada, y el vino con los de abajo, con quienes que la yugan.
Contaba mi amigo Ducrot, que allá por un diciembre sobre el cual hay los muchos que discuten si más de rechifle que éste o no – creo que no, ni por asomo -, al del cero uno me refiero; contaba el coso que por aquellos finales de año con canícula sin piedad, ni laburos ni guitas, que sí eran papelitos pintados, ¿se acuerdan?, sus enemigos en los decires de estas layas del manduque, siempre embozados con sus puñales entre repasadores sucios, como zánganos competían a ver quién era el de la idea más cretina por lo tilinga, acerca de chupines para el brindis de la noche del arbolito y del año que se piantaba. Me refrescaba Ducrot, les vengo diciendo, que él les espetó entonces, entre las luces del canal de la tele llamado elgourmetpuntocom, que el suyo chupón consistiría en una bandeja generosa con maravillosos faroles, que no alumbran pero cómo baten corazones, y salen de tinto, soda y si hasta quizá cierto hielo de ese que hace tilín entre los vidrios del vaso, y a ser despachados por los gaznates de mi barrio, le recuerdo don Pejerrey Empedernido, que sacamos las mesas a la calle y a las doce no faltó Serapio, el bolche de la esquina, que levantó el puño, ni Epifanio, el peruca del yotivenco de la media cuadra, siempre listo para largar la marchita. Punto final a las evocaciones, y este año entonces, piantao que me caigo aquí desde la bahía de Samborombón, se me dio por acercarles esa memoria doblada por dos y chamullarles bajito dos puntos cruciales. Primero: estas cuartillas previas al gordo vestido de rojo y al cierre de un calendario feliz porque brindaremos con La Bestia fuera de la Rosada – ojo que anda por ahí agazapada lista para el zarpazo traicionero, llámese el fulano o la fulana que siga en turno como se llame-, estas cuartillas escribía, vienen de escabios, y por eso ya está por llegar el descanso de cocina que afane entre papeles ajenos, con letruelas de Joyce, Baudelaire, Borges y Tejada Gómez, tan sólo porque el whiskey, así en irlandés, y después el vino es que durante esta siesta en la que escribo me desvelan, y por ellos espero a que se hagan las siete y llegue mi escritora preferida, para el brindis de cada tarde y luego la cena de cada noche. Segundo: haré una pirueta, ya lo verán al final, con tanta zarpada por el aire libre de las ideas, que la receta versará en torno al eterno clericó, porque se me antoja y de caprichoso que me pongo, acaso como los somos todos los Pejerreyes que amamos lanzarle pedorretas a los pescadores de redes y cañas. Aquí va el descanso de cocina. Con el corazón agitado empujó la puerta del restaurante Burton. El hedor le agarró el tembloroso aliento: punzante jugo de carne, aguanosidad de verduras. La comida de las fieras. Hombres, hombres, hombres (…). Aquel último rey pagano de Irlanda, Cormac, de la poesía de la escuela se ahogó en Sletty al sur del Boyne . No sé qué estaría comiendo. Algo guluptuoso. San Patricio le convirtió al cristianismo. Sin embargo, no se lo pudo tragar todo. – Rosbif con col. – Un estofado (…). -Dos cervezas negras aquí. -Una de carne salada con col (…). El señor Bloom dudoso, se llevó dos dedos a los labios (…). Retrocedió hacia la puerta. Tomaré algo ligero en el Davy Byrne (…). En “Ulises”, del maestro, sí, del maestro James Joyce. Y ahora: Una noche, el alma del vino cantó en las botellas. ¡Hombre, hacia ti elevo, ¡oh, querido desheredado, bajo mi prisión de vidrio y mis lacres bermejos, una canción colmada de luz y de fraternidad! Sobre la colina en llamas, yo sé cuánto se requiere de pena, de sudor y de sol abrasador para engendrar mi vida y para infundirme el alma; mas, no seré ni ingrato ni dañino, pues que experimento un regocijo inmenso cuando caigo en el gaznate de un hombre consumido por su labor, y su cálido pecho es una dulce tumba, en la cual me siento mucho mejor que en mis frías bodegas. Gracias a “El alma de vino”, en “Las flores del mal”, de Charles Baudelaire. Por supuesto: ¿En qué reino, en qué siglo, bajo qué silenciosa conjunción de los astros, en qué secreto di que el mármol no ha salvado, surgió la valerosa y singular idea de inventar la alegría? Con otoños de oro la inventaron. El vino fluye rojo a lo largo de las generaciones como el río del tiempo y en el arduo camino nos prodiga su música, su fuego y sus leones. En la noche del júbilo o en la jornada adversa exalta la alegría o mitiga el espanto y el ditirambo nuevo que este día le canto otrora lo cantaron el árabe y el persa. Vino, enséñame el arte de ver mi propia historia como si ésta ya fuera ceniza en la memoria. En “Soneto del Vino”, de Jorge Luis Borges. Hasta aquí: Ese hombre que entra al bar sin sombra que le ladre, ese que pisa y pasa sin rostros ni señales; pide una copa solo de espaldas a la calle, bebe su copa solo, inmóvil, demorándose, paga, piensa otro trago sin gastar ni una frase y luego, se va solo hacia la noche y nadie. Ese tipo va herido. Y la muerte lo sabe. De “El vino triste”, poesía del entrañable Armando Tejada Gómez. ¡Ya!: con ustedes un escabio festejador con historia propia, que largó cuando los de Cesar invadieron las Galias y las islas de los bretones, y descubrieron, al Norte, que cada día final de octubre (¡siempre Octubre!) por allí celebraban a Samhain, el caballero de la muerte entre los celtas, dándole sin miramientos al vino tinto en tanto envolvedor de frutas frescas, en un rito de copa y cuenco muy parecido a los de la Roma más antigua, cuando el festejo se anotaba para los árboles y sus frutos. Sí damas y caballeros, del gran clericó se trata y he aquí mis recomendaciones: vino blanco, si un Sauvignon Blanc mejor, bien pero bien recontra frío, aunque vale un tantito así de hielo y no a lo endemoniado como decían los griegos de Pericles que se podía mezclar el vinacho, con un tercio de agua; frutillas partidas, duraznos y naranjas y limones en gajos de contra flor al resto, todito batido con la galanura que caen revueltas las sábanas en los lechos de amores que son amores. Hay quienes lo disfrutan con vino tinto, pero en el barrio a esa especie la llamaban sangría; y sea como sea, a celebrar entre los justos, que la patria será mía, tuya y de aquél, el día que el banquete sea para todos, o para ninguno…O mejor aún, el día que los ricos coman mierda…mierda. ¡Salud!
Tomado del sitio Socompa. Sobre el autor: Víctor Ego Ducrot es doctor en Comunicación de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Profesor titular de Historia del Siglo XX (Cátedra II) en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP, donde también tiene a su cargo seminarios de posgrado sobre Intencionalidad Editorial (Un modelo teórico y práctico para la producción y el análisis de contenidos mediáticos); y la cátedra Análisis y Producción Crítica de Narrativas sobre Delito y Violencia, en la maestría Comunicación y Criminología Mediática. Director del sitio AgePeBA.