Sostiene El Pejerrey Empedernido que si hablamos de prioridades políticas una de ellas es que no puede quedar un solo habitante de este país sin comer bien y sabroso, que el banquete sea para todos o no sea para ninguno. Vamos a volver, dicen las parrillas. Un nuevo texto del heterónimo del director de esta página, de los publicados semana a semana por el sitio Socompa. Gastronomía y crítica cultural y política.
Porque los indios estamos cabreros, tal cual le oí clamar el otro día a un grupo de humanos con la ñata contra el vidrio, en una carnicería de barrio que anunciaba ofertas para las mesas de Navidad y Año Nuevo. Las cartulinas engrasadas cacareaban precios para asados, vacíos, chorizos y demás joyas de la corona parrillera con la única lógica del choreo organizado por el turraje empresario y comercial, trama de patrones entre los que producen y quienes mercadean. Con la batuta perversa de los denominados formadores de precios, es decir de los garcas gordos, pero casi siempre acompañados hasta por lo quiosqueros de la esquina, siempre tienen una pretexto para ejercer el maldito oficio de la remarcación: que por el dólar, que porque las tarifas, que porque la nafta, que porque dicen que se viene un acuerdo social, que por pamplinas de variadas layas mentirosas, una y otra vez ganan a costillas – ni las de chancho ya se pueden alcanzar con respiro- de los hijos de María, de Hadasa, de Jadiya o de mi tía la Josefa que pario como a cinco entre primos y primas y vivió con Pepe, el tío, dale que labura vaya a saber uno desde cuándo, hasta el día del viaje sin fin. Es decir, a costillas de quienes la yugan porque no son langas de los negocios ni tampoco cobran de la política, y no me permitas seguir con este asunto, gran Zeus, sino de sus laburos y salarios, bardeados por el inflador que disimula tantas cosillas, desde la vieja y eterna plusvalía hasta el negocio exportador de devaluaciones, al que tan afectos son los de la USA, porque ellos si son los dueños de la maquinita de hacer billetes, para ensueños de la gilada, es decir de los humanos, y también de algunos de los míos, quienes por vivir tan cerca de ellos a veces ni parecemos Pajerreyes, mucho menos Empedernidos. Sí, sí, ya sé; éste que escribe parece que necesita un psicoanalista que lo ayude a recuperar la compostura. Los cabreros no son los indios de don Agustín Cuzzani sino los que tenemos derecho, y escribo tenemos, porque a nosotros, habitantes de ríos, lagunas y mares, de tanto en tanto nos apetecen ciertas carnes que no sean las de parientes pescados y mariscos, sino aquellas que provienen de la famosa vaca argentina, que no la cubana sino la ajena, pues las penas las compartimos en el subsuelo que no se sublevó pero un día de estos sí debería, si la noche no aclara. Valgan los siguientes descansos. Rapsodia 1: en su libro “Todo para comer”, un clásico de la antropología alimentaria que estimo he citado y seguiré haciéndolo por aquí, el estadounidense Marvin Harris sostuvo que una proteína animal vale y cuesta muchas veces más que otra de origen vegetal. Rapsodia 2: el asado dejó de ser rural y suburbano, para convertirse en citadino, cuando con la creatividad de los inmigrantes que habían llegado antes y la de los cabecitas negras que inventaron el proletariado de Perón, desde los patios, los fondos y los balcones comenzaron a olerse los humos de tiras, vacíos, chorizos y chinchulines. Rapsodia 3: sería imposible comprender a la llamada argentinidad sin adentrarse en los laberintos de la culinaria carnívora, con los aplausos para el asador que correspondan, aunque nunca para la asadora pues la parrilla es machista. Pero mucho más cierto es –se aceptan juicios contradictores – que esta misma Argentina del siglo XXI se torna decididamente indescifrable sin el genio de Ezequiel Martínez Estrada, aquél que fundó Trapalanda, el país ilusorio, el imperio de Jauja, que atrajo al conquistador y al colono sin pensar, claro, en que los piratas le abordarían el barco, porque un aire campesino atraviesa las calles y se achata en las fachadas; pasa sobre los edificios sin silbar, el viento mudo de la pampa. Rapsodia 4: el asado llegó a la ciudad gracias sí, entonces, a aquél subsuelo sublevado. Continúo. Rapsodié tan sólo para borronear ideas acerca de lo que, tras la partida de La Bestia, repito espero que para siempre aunque por las dudas no canto aquello de que no volverán, se ha instalado en los decires públicos de los últimos días. Primero contra el hambre, urgente; segundo para los que no la hambrean pero están cerca; tercero para aquellos que viven del laburo, fuere el que fuere, ya se jubilaron o mal lo hacen con la asistencia de otros ingresos populares. Y no sé, podría continuar, pero los Pejerreyes no somos políticos profesionales ni mucho menos técnicos ni economistas de okeyes lustrosos, que el Altísimo y el Bajísimo nos protejan de serlo, pero después de tanto dolor y sobre todo de tanto diagnóstico para tribunas, sólo algo más: ya, no puede quedar un solo habitante de este país sin comer bien y sabroso, que el banquete sea para todos o no sea para ninguno; y si no a cerrar el orto como dicen los humanos en la calles, y no cantar la marchita, porque hoy el peronismo debe ser eso: una gran mesa de buen morfi, gozoso, para cada uno de los todos, o de los todes como dice la moda. Que se arreglen los que la parlan debute, porque si existe oficio alguno en el que la sarasa tiene patas cortas ese el de la cocina; y por eso lo siguiente y final: a proveernos de vituallas como sea, al estilo de los blanquitos y con olor a desodorante o…bueno, ya saben; y de las mejores; que podrían ser, al menos para nuestro recetario, chorizos de chancho, colitas de cuadril de vaca, mollejas, morcillas de sangre roja. Todo a las brasas, y que se sean de leña, con orden de catecismo a la hora de sus puntos justos de cocción. Después, que sí nos importe para nuestros menesteres el después, los chorizos en rodajas y a la sartén para su salteado rocanrolero entre vino blanco, ají molido, pimentón dulce y tomillo seco; la colitas de cuadril con un final a toda orquesta en el horno que queme carajo, adorada entre caricias de la vieja y amada salsa criolla y abundante pimienta negra, que la sal gorda y siluetosa ella ya fue ofrecida a los dioses antes del paso cárnico por el parrillón; como le habrá sucedido a las mollejas hasta que crujan sin piedad y entonces un salto a la plancha con jugos de limones y el mejor chimichurri que hayan procurado para la ocasión. Y las morcillas en crudo y desmenuzadas, para un revuelto de ellas en otra sartén, con vino tinto hasta que se haga humo de uva, ajos un tantillo así y perejiles. Ensaladas. Panes que se multipliquen. Vinos que no cesen y no abusen del agua fresca que endurece corazones. No apto por veganos, terraplanistas ni gilastrunes de pedorras estirpes similares; y a desalambrar que la tierra es tuya, mía y de aquel…Porque ojo, que los choris contraatacan. ¡Salud!
Sobre el autor: Víctor Ego Ducrot es doctor en Comunicación de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Profesor titular de Historia del Siglo XX (Cátedra II) en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP, donde también tiene a su cargo seminarios de posgrado sobre Intencionalidad Editorial (Un modelo teórico y práctico para la producción y el análisis de contenidos mediáticos); y la cátedra Análisis y Producción Crítica de Narrativas sobre Delito y Violencia, en la maestría Comunicación y Criminología Mediática. Director del sitio AgePeBA.