Reducida la retórica del «fraude» (y de la repetición de elecciones) a un lugar secundario y totalmente accesorio, se abre paso a un contexto configurado por la violencia armada y motines policiales visiblemente engranados a la agenda de cambio de régimen. Lo importante, como indica la filosofía que recubre este tipo de operaciones de guerra híbrida, es mantener la ofensiva y el sentido de los tiempos.
Luego de haber instrumentalizado la narrativa del fraude para completar la fase de acumulación de fuerzas y masa crítica bajo una lógica ciudadana y aparentemente legalista, y ya contando con el blanqueamiento que los medios suelen hacer oportunamente en este tipo de casos, es hora de pisar el acelerador.
En tal sentido, la etapa de violencia callejera «artesanal» y los choques con las fuerzas de seguridad en Santa Cruz, Cochabamba y La Paz, se ha agotado. Pero este agotamiento está marcado por una decisión de tipo burocrática: primero porque ya cumplió su papel de construir un clima mediático de respaldo automático a las protestas, y segundo, porque es clave evitar la extenuación de los grupos de choque frente una fase «definitiva» de ultraviolencia ya más que anunciada.
Para el relato que victimiza a los combatientes de la oposición mientras demoniza el liderazgo del presidente Evo Morales, esta primera fase de golpe ya cumplió su cometido, no sin dejar enormes costos sociales y humanos en la espalda de la nación boliviana.
Pero un hecho simbólico (por lo terrible y dantesco) fue el punto de inflexión de la escalada crítica de las últimas horas. La alcaldesa de la ciudad de Vinto (Cochabamba) y militante del gobernante partido MAS, Patricia Arce, fue arrastrada por la calle, trasquilada, bañada en pintura y golpeada por grupos de choque opositores.
Este ataque contra la funcionaria es una metáfora que describe no sólo el espíritu fascista del golpe en sí, sino el esquema de una pugna apocalíptica y peligrosamente cercana a la guerra civil. El mensaje ha quedado claro: ninguna mediación o negociación del conflicto está en la cabeza de los operadores del golpe, y muchos, en la de sus patrocinantes en el extranjero.
La sistematicidad y efecto dominó ha sido totalmente visible. El primer «motín», aunque fue registrado en Cochabamba, devino en que grupos de policías de Sucre, Santa Cruz, Tarija y Oruro también se sumaran en una acción con evidentes rasgos de orquestación: la narrativa estuvo concentrada en exigir la renuncia del presidente Evo Morales.
Los medios, rápidamente, revistieron los hechos con un tono de rebeldía de carácter espontáneo, agudizando con ello el clima de tensión y confrontación que actualmente rotura la estabilidad boliviana.
Por ejemplo, la BBC de Londres tituló de la siguiente forma: «Motín de policías en Bolivia: agentes de varias ciudades se declaran en rebeldía contra el gobierno de Morales, quien denuncia un ‘golpe de Estado'». Así, la agencia intentó desautorizar la denuncia de Morales mientras desvincula esta acción del golpe de Estado en el panorama general.
Otros medios occidentes siguieron el mismo patrón. El ABC de España fue más allá y le agregó fuegos artificiales. «Estallan motines policiales en varias capitales bolivianas», tituló el brazo mediático de la extrema derecha española, intentando otorgarle al movimiento de policías una lógica expansiva, indetenible y, sobre todo, generalizada.
Aunque aseguran que el pedido de renuncia del comandante departamental de Cochabamba, Raúl Grandy, fue lo que motivó la situación irregular en la Unidad Táctica de Operaciones Policiales (UTOP), horas después se demostró que esa «reivindicación» sólo fue una excusa para tomar un lugar dentro del organigrama del golpe. Las vigilias de «manifestantes» fuera de las guarniciones nos indican que todo ha sido programado.
El Comandante Nacional de la Policía boliviana, Yuri Calderón, relevó a Grandy por Edwin Zurita en la comandancia general de Cochabamba, pero esa acción no aplacó el intento de sedición. Desde Santa Cruz provino una maniobra similar, sólo que investida como reclamo salarial pero con los mismos objetivos de fondo.
Calderón ha sido enfático en recalcar que lo ocurrido en Cochabamba, y en otros departamentos, no son amotinamientos. Según el funcionario, se trata de eventos «aislados» que no representan un socavamiento del funcionamiento y de la cadena de mando de la institución policial boliviana.
Sin embargo, los medios ya han fabricado un paisaje de «levantamiento policial» de gran calado que, en las próximas horas, será aprovechado cual combustible para sostener el ritmo de los choques violentos.
La maniobra de los motines ha estado sincronizada con un salto de calidad en el tipo de violencia que se aplica en los ejes de gravitación de golpe.
En Cochabamba, por ejemplo, los denominados «motoqueros» agrupados en la denominada «Resistencia Cochala» han utilizado bazucas artesanales y agua mezclada con químicos para atacar a los militantes del MAS que intentan levantar los bloqueos en las vías públicas y así restituir un mínimo de clima de paz.
Esta mutación hacia formas de combate de «guerrilla urbana» desmonta la supuesta espontaneidad de las protestas violentas, develando el grado de preparación, entrenamiento y financiación con el que cuentan los grupos de choque.
En Santa Cruz, y en La Paz, también es visible esta mutación a medida que los grupos de choque focalizan su arco de operación en instituciones del Estado boliviano donde el MAS gobierna. Esto implica una guerra de posiciones para asaltar instituciones, perseguir y linchar funcionarios y atemorizar a la base social de apoyo del MAS.
Y es allí donde la variable de los «motines» policiales adquiere un sentido práctico en el esquema de guerra híbrida en proceso.
Superada la fase de la movilización «ciudadana» (que nunca lo fue, vale destacar), y quedando en la primera línea de choque únicamente los componentes violentos y armados, los «motines» policiales serían un factor de apoyo para nutrir la logística de los grupos de choque, quienes podrían garantizarse armamento, vestimenta, chalecos antibalas, radios y otros instrumentos para una escalada catastrófica.
Pero más allá de este interés logístico, netamente táctico en lo que respecta a la capacidad operativa de los grupos de choque, los «motines» policiales son una carta para establecer una posición dominante desde el punto de vista territorial y geográfico.
Así, según este cálculo, las unidades y efectivos policiales sumados al golpe podrían jugar un rol de cordón militar e «institucional» para fortificar el control sobre las instituciones asaltadas, y además de ello, permitirse un margen de impunidad para desplegar acciones de terror político como el ocurrido con la alcaldesa Patricia Arce.
Aunque el choque catastrófico entre policías y militares parece ser el objetivo estratégico, la instrumentalización de los primeros puede ser eficaz para cumplir propósitos menores pero igualmente importantes en cuanto a sostener el ritmo suicida de la violencia.
El dirigente santacruceño y jefe de los Comités Cívicos, Luis Camacho, la figura central del golpe, ha recalcado que la adaptación boliviana de una «DIA D», o la simulación de una batalla final, serán en La Paz, centro del poder político en Bolivia y lugar de residencia de Evo Morales.
En este marco, los saltos de violencia armada en Cochabamba y los amagues de sedición policial en Oruro, Santa Cruz o Tarija, configuran un escenario de acumulación militar y de asedio que busca cercar a La Paz, limitando su control político e institucional sobre el resto del país.
Pero como la clave que atraviesa el golpe en Bolivia es la secesión, un aspecto tangible desde el primer experimento en 2008 en Santa Cruz, las regiones antes señaladas pueden abrir paso a la creación de proto gobiernos paralelos que ya irían asomando sus brazos armados. Esto podría ser la forma de administrar el fracaso de voltear políticamente el gobierno de Evo en La Paz.
Ha sido visible el distanciamiento y los choques públicos entre los dirigentes Luis Camacho y Carlos Mesa. El desplazamiento que ha realizado el santacruceño a la figura de Mesa, granjeándose así toda la dirección del golpe, confirma que la aceleración del golpe responde, también, a las divisiones y lucha de facciones entre la propia oposición.
La violencia armada, para Luis Camacho, es una forma de demostrar que ha llegado para quedarse y que su valentía es una muestra de que ha desplazado a un Mesa señalado de «cobarde». También en Bolivia se confirma una máxima venezolana: los conflictos entre la oposición traen consecuencias terribles para el país.
Pero esa muestra de virilidad forzada de Luis Camacho, quien a todas luces busca crear un espacio político de extrema derecha en Bolivia, choca con los próximos resultados de la auditoría vinculante de la OEA, un hecho que puede ser un nuevo punto de inflexión a favor del golpe.
En tal sentido, ante lo inminente de las conclusiones del ente multilateral, Luis Camacho quema los barcos según le indica su pulsión de muerte: ganarlo todo o perderlo todo. Por ende, la aceleración de la violencia responde a generar un contexto propicio para una narrativa de fraude que pudiera desprenderse de la auditoría, utilizándola como un efecto multiplicador que bloquee toda resolución pacífica del conflicto.
La ubicación de la OEA como un actor decisivo para el devenir de la situación boliviana ciertamente es un hecho preocupante, algo que Camacho entiende y por ello se prepara para un resultado a su favor.
Texto tomado del sitio Misión Verdad.