Una nueva entrega del heterónimo del director de esta página, El Pejerrey Empedernido, según cada semana viene publicándolo el sitio Socompa. Hoy se juega con blues, salchichas polacas y pescados.
Estamos decididos. En nuestro próximo Congreso partidario, el del FDPEL (Frente de Pejerreyes Empedernidos para la Liberación), a celebrarse en días nomás , en la clandestinidad y entre las aguas calmas de alguna bahía de márgenes cerrados, debatiremos y seguramente aprobaremos la siguiente iniciativa: convocar a la comunidad científica y tecnológica de la galaxia que fuere para que, con prontitud, nosotros y los humanos también por supuesto tengamos la posibilidad de que cuando leamos, las letras y palabras, también nos puedan cantar o tararear músicas eternas; y no me refiero a la musicalidad propia de toda poética, sino a que, por ejemplo, cuando a este texto os aproximéis suene en vuestros oídos el rumor bravío de Muddy Waters en Catfish Blues, por mencionar uno, y como en YouTube o en el toda nota Spotify. ¡Qué tal, no se la esperaban! Pues sí, por ahí vamos, y atención que largamos. Desearía ser un bagre nadando en un mar azul y profundo (…). Fui a la casa de mi chica, y me siento (…). Ella dijo, entra ahora, Muddy; mi esposo acaba de irse (…). Y mi madre le dijo a mi padre, tengo un niño que viene, él va a ser un rollin‘ stone, seguro (…). Sí, siento que podría acostarme, el tiempo no es largo y lo voy a atrapar fumando; de vuelta por el camino me voy, por el camino estoy volviendo (…). Canta el viejo Muddy Waters, según esta traducción libre, recortada y pejerreyesca de su letra inspiradora de Chicago y la música que subió por el río desde el Sur y hasta ciertas veladas de morfi a la no carta, entre tantas guitarras y armónicas en los viejos clubes por allí, en la ciudad de los mártires, que la acunan, que la besan sí, pero las aguas de del Michigan. Recuerdo, hace tantos años ya pero como si fuese hace un rato, cuando mutado en humano solía amanecer entre los puestos de comidillas en el viejo Maxwell Market, donde se vendía de todo y al fin de la noche sonaban the guitars’n Chicago blues, danzantes sobre calles de tierra dura, con vestidos de raso ellas, y ellos, algunos, de bombín y bastón, pero en camiseta y zapatillas rotas: explotaba la música. Y claro, toda hora era buena entonces para zamparse un Maxwell Street Polish, una suerte de pancho, perro caliente o hot dog, elijan, con salchichas de la Cracovia que emigró, a la plancha, enmostazadas y entre cebollas fritas y ajíes verdes y encurtidos, de picor de esos con el toque justo para ponerte amoroso del tomate, entre unos panes largos que ni el dios de los ateos podrá saber alguna vez tostado cómo y dónde, porque muy poco se veía acerca de adminículos para la tan encomiable tarea, claro, vuelta invisible. Se los recomiendo en casa, pues además de sabrosura nos obsequian su poder ser en tiempos de malaria en el bolsillo y en el alma; y por cierto también recuerdo a McGuinness, como se hacía llamar aquel amigote que fue runfla de busca y pone y armoniquero desde su niñez en Luisiana, y cuando se casó sin asentar cabeza, a menos que la Mabel Rose lo fajase, se quedó allá en el viejo mercado al Norte, diciendo que era un negro irlandés: con el supe de las bondades del whiskey con birra, no whisky, está claro, para acompañar semejantes sánguches salchicheros. Pero alto ahí que ya retomamos, pero antes un poco de ilustración a propósito de Muddy, el rollin‘ stone: una piedra rodante que no junta musgo es un viejo proverbio de Publilius Syrus, el escritor sirio que como esclavo aterrizó en Roma unos años que comenzara la era a la que le dicen cristiana, y que también consta entre los textos del gran Erasmo, el de Rotterdam; y es la piedra que rola, el varón y la mujer que deambulan, para quienes la quietud incomoda, un poco lo que nos sucede a las Pejerreyes. Y la seguimos. Se acabó aquellos de las polacas porque, como siempre lo admito, una escritora me capturó el ser todo y ella es amante del buen fish, si del Atlántico mejor, dice, porque son de mayor gracejo a la hora de hacerle compañía a los vinos encantados de los Andes sureros. Por eso aquí las chimento una receta: se me consiguen un bagre de mar bien fornido y lo filetean. En nuestros eneros, al Sur de Miramar, entre el pueblo de siempre que no digo y Centinela, salen unos bien bigotudos y panzones, se los aseguro. Pues entonces a pasarlos por un retozo de harina, huevos batidos, mostaza picantona, sal y pimienta; y a la sartén para que rechiflen de gozo entre unturas de aceite que pela. Listos ellos, con una tártara caprichosa o cocoliche mejor dicho, que vendría a ser, al gusto del momento aquí y ahora, una mayonesa casera, después con chile discreto, alcaparras y así de poco de jugo de mandarinas. Nada más. Apenas si unas cuantas copas de blanco refrescado. Un Torrontés de esos brutos, quizás; nada de dulzores, por favor. ¡Y salud!
(*) Sobre el autor. Víctor Ego Ducrot es Doctor en Comunicación de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Profesor titular de Historia del Siglo XX (Cátedra II) en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP, donde también tiene a su cargo seminarios de posgrado sobre Intencionalidad Editorial (Un modelo teórico y práctico para la producción y el análisis de contenidos mediáticos); y la cátedra Análisis y Producción Crítica de Narrativas sobre Delito y Violencia, en la maestría Comunicación y Criminología Mediática. Director del sitio AgePeBA.