A la dictadura que tanto admira Bolsonaro. Construcción de rutas, desforestación, ataques a los pueblos originarios, una combinación destinada a favorecer a los grandes terratenientes, sin reparar en daños.
Por Andrés Ruggeri / Esperábamos atravesar un imponente bosque tropical, el Amazonas, pulmón del mundo, pero solo veíamos un espantoso desierto de cenizas y troncos quemados. Tomados como podíamos de las barandas de un camión maderero, íbamos a los saltos por la polvorienta carretera BR-174, que cruza el norte del Brasil amazónico, desde la frontera venezolana hasta Manaos. En ese entonces, era un joven estudiante de antropología que con un compañero de estudios recorría la zona a dedo y sin dar crédito a lo que veía en el lugar en que los mapas y nuestro conocimiento nos decían que debería haber una selva.
La escena ocurrió hace casi tres décadas, en 1991. En aquel entonces, gobernaba Brasil Fernando Collor de Mello, que había vencido a Lula en segunda vuelta en las elecciones de 1989 –con denuncias de fraude– y que saldría eyectado de la presidencia un año y medio después mediante un impeachment, acusado de corrupción y con pruebas bastante sólidas, en contraste con el caso de Dilma Rousseff. La zona que recorríamos, en los estados de Roraima (el extremo norte del Brasil) y Amazonas, no es la que en la crisis ambiental reciente concentró el grueso de los focos de incendio, por la sencilla razón que hace mucho que eso ocurrió allí.
Las consecuencias de esa primera gran ola de deforestación era lo que veíamos desde el camión, junto con unas veinte personas más. Nosotros éramos los únicos gringos, el resto eran pobres campesinos migrantes, algunos quizá garimpeiros, los buscadores de oro de pésima fama retratados en las célebres fotos de Sebastião Salgado (aunque éstas fueron en Serra Pelada, un yacimiento minero en el estado de Pará). Sin saberlo, nos habíamos metido en una zona pesada, una especie de Far West amazónico con conflictos entre los mineros y los indígenas, entre fazendeiros y migrantes y entre todos estos y, nuevamente, las comunidades de pueblos originarios que fueron, son y serán las víctimas privilegiadas de todos los conflictos y violencias, por lo menos hasta que no cambie esta dinámica económica, social y política destructiva. El camión en el que nos sacudíamos al compás de los enormes pozos de la Transamazónica[1] iba recogiendo a toda la gente que hacía dedo en la ruta, mientras daba bandazos a toda velocidad bajo los rayos de un sol implacable. La selva que ya no estaba no daba más sombra, y la luz ecuatorial llegaba sin filtro a partirnos la cabeza. Eso no solo nos hacía transpirar como caballos, sino que era uno de los factores clave del proceso de deforestación: los grandes árboles de la selva lluviosa son los que protegen a las capas de vegetación más cercanas al suelo que, sin esa muralla verde, no pueden regenerarse. Y esa etapa de destrucción de la arboleda era la que estábamos viendo a los costados de la ruta, entre el humo, las cenizas que volaban y el olor a quemado, un espantoso desierto de madera carbonizada que nos acompañó a lo largo de unos 500 kilómetros camino a Manaos.
En realidad, la deforestación de la selva amazónica en el territorio brasileño empezó hace varias décadas, en los años 60 y 70, alcanzando picos devastadores en los 80 y los primeros 90. Con los gobiernos del PT el deterioro no se detuvo pero bajó muchísimo su ritmo, especialmente por el crecimiento de las “demarcaciones” de tierra indígena, una forma de refugio de los sobrevivientes de las comunidades previamente diezmadas por la penetración de la sociedad brasileña sobre la floresta, a través de masacres o simplemente por la difusión de enfermedades. Los pueblos amazónicos vivieron siempre de la selva, están integrados a ella y, por lo tanto, su destrucción acarrea la de ellos mismos, por lo que son los mejores defensores del medio ambiente. Bolsonaro asumió, en cambio, atacando los frenos al avance de la frontera agropecuaria sobre la selva y gritando que el cambio climático es una mentira, lo que provocó la aceleración desbocada de la deforestación que ahora vemos. Bolsonaro no hace más que acentuar y llevar la catástrofe a extremos nunca vistos, llevado por su particular visión del mundo que nos parece ridícula y rudimentaria, mezcla de un fascismo visceral con el fanatismo religioso de los evangelistas y los negocios, pero con antecedentes claros que vale la pena conocer. El origen de su pensamiento y su práctica hay que buscarlo en el período que el presidente de Brasil admira y trata de imitar, la dictadura militar instaurada por el golpe de 1964 y sus consecuencias sobre la Amazonia.
Lo que vimos en 1991 era el avance descontrolado de los negocios agropecuarios sobre la selva, una política que había impulsado la dictadura y que los gobiernos posteriores (Sarney y Collor de Mello) no habían alterado en lo más mínimo. Era una Amazonia conflictiva la que íbamos atravesando, con decenas de miles de trabajadores migrantes atraídos por la oferta de un pedazo de tierra para vivir, y eso traía consigo dos cosas: que había que tirar abajo la selva y echar a sus habitantes, los indios. La quema de los milenarios bosques y las masacres de los pueblos indígenas (generalmente a manos de los garimpeiros, pero también de los militares y, después, de ejércitos privados de los ganaderos) eran el método.
Veíamos a mucha gente trabajando entre los campos de ceniza, construyendo casas y manejando topadoras que servían para abrir camino entre la maleza que iban despejando. Era gente pobre llegada en su mayor parte del nordeste de Brasil, el origen de todas las migraciones del país. Una parte de esos pobres de toda pobreza huía de la seca nordestina para trabajar en las industrias de São Paulo, como lo hizo Lula, y otra era atraída por la tierra prometida del Amazonas. Con ellos venían, entre otras cosas, las enfermedades que diezmaban a los indios, la miseria, el alcoholismo, los conflictos sociales.
Llegamos en ese camión a una precaria ciudad llamada Caracaraí. Una única calle de casas de madera bajas, un galpón que oficiaba de templo de la Asamblea de Dios, con un cartel que rezaba Bemvindos os forasteiros (probamos si era cierto y, como forasteros que éramos, les pedimos alojamiento, pero el pastor nos sacó carpiendo) y una parada de colectivos (rodoviária) con espacio para un solo ómnibus donde terminamos durmiendo, tratando de espantar los mosquitos. Al día siguiente conseguimos un camión que nos llevó durante dos días hasta llegar a Manaos. En ese trayecto, bajo una lluvia torrencial, apareció la selva, tal cual nos la imaginábamos, densa, verde, inmensa y todavía incólume.
Después del huracán de fuego
Algunos años después, en 1998, volví a recorrer esa ruta. Esta vez en sentido contrario, desde Manaos a Venezuela, solo y en bicicleta, como parte de un viaje latinoamericano[2]. Lo que vi fue bastante diferente. Saliendo de la capital amazónica, una ciudad de dos millones de habitantes con una zona franca industrial a orillas del gran río Negro en su confluencia con el aún mayor Amazonas, la deforestación era parcial, hasta llegar a una gran reserva indígena. Para cruzarla había que hacer 150 kilómetros en los que estaba prohibido parar, aunque pude hacerlo en los puestos de la FUNAI (la Fundación Nacional del Indio). Ahí pude enterarme del programa Waimiri Atroari, un plan modelo de protección de esa etnia que, según la versión oficial, había permitido recuperar la población originaria mediante un aislamiento estricto y campañas sanitarias y de vacunación, después que el avance de los militares para abrir la ruta la habían puesto al borde del exterminio durante los años 70. Conversé con los responsables del programa estatal, con simples empleados que vivían allí desde hacía años, incluso con algunos indios y uno de sus caciques. Me hablaron de una guerra, de ametrallamientos de indígenas, de trampas con alambre electrificado, bombardeos. Todo esto, sin embargo, se había superado gracias a una enérgica acción de la FUNAI en los años 80, por lo que ahora la reserva Waimiri Atroari era modelo ejemplar de buen trato y recuperación de la población indígenas. Sin embargo, había algo que no cerraba en el discurso, aunque era evidente era que los Waimiri habían sobrevivido a la apertura de la ruta y, con ellos, la selva también.
Vista desde afuera, la reserva aparecía como una enorme muralla verde. Tanto desde el norte como desde el sur, el contraste era notable. Lo que había visto antes como un desierto de humo y de cenizas, ahora era un inmenso campo de pasturas para el ganado. Como los grandes árboles no se habían regenerado, la vegetación de la selva había desaparecido y en su lugar había pasto, pero un pasto de unos dos metros de alto que se mecía como en una suave danza al escaso viento de la región. Los cebúes rara vez se veían, porque quedaban tapados por la maleza. Ese paisaje de ciencia ficción había reemplazado a la selva arrasada por las queimadas. Estos campos de pastura ecuatoriales alternaban con algunos manchones de floresta sobrevivientes y algunos cultivos. La población todavía móvil que había visto antes ya estaba asentada en los campos y pequeños pueblos. Algunos todavía eran muy precarios, como la Vila do INCRA, un recuerdo de las épocas de la gran migración (el INCRA es el Instituto Nacional de Colonización y Reforma Agraria), el KM. 500 y la Vila do Equador, que en realidad estaba a 15 km al norte de la línea porque los ingenieros viales le erraron al calcular donde caía el paralelo de los 0°. Tardé unos cuantos días en recorrer pedaleando esos mil kilómetros[3], pero el interés que me generó la zona y lo que había visto y oído motivó que, a mi vuelta después de un año de viaje, decidiera hacer mi tesis en antropología debido a las preguntas que me desvelaron en esos momentos: ¿qué había pasado ahí? ¿Realmente había habido una guerra contra los indios como en el siglo XVI? ¿Cómo el Estado brasileño había cometido ese crimen contra la humanidad y contra el planeta?
Indigenismo empresario y grandes proyectos económicos
En aquellos años, la industria del agronegocio transgénico no estaba tan desarrollada y las plantaciones de soja no se expandían hasta esas latitudes ecuatoriales, pero sí el ganado y otros grandes negocios. Esa era la actividad económica principal que había atraído a los migrantes que el INCRA iba distribuyendo, para que trabajasen para los grandes empresarios agropecuarios a cambio de la tierra a la que no accedían en sus lugares de origen. Claro que primero había que limpiar la selva y sus ocupantes. No solo madera y ganado eran los negocios privilegiados: grandes empresas mineras empezaron a reemplazar a los tumultuosos garimpeiros, en una zona rica en minerales estratégicos. También se construyó una gran represa hidroeléctrica, el embalse de Balbina, que inundó una gran área justamente sobre parte del territorio de los Waimiri. De hecho, la reserva indígena fue movida unas centenas de kilómetros para permitir la construcción de la usina. Los indios fueron “indemnizados” con una suma de dinero que empezó a administrar el programa Waimiri Atroari “hasta que los indios estén en capacidad de hacerlo”. La reserva, entonces, no era un acto de altruismo sino una excelente cobertura para los negocios, lo que se puede llamar el “indigenismo empresarial”.
Investigué sobre este proceso durante un par de años[4]. No volví a la zona, por falta de fondos, pero lo que me interesaba era entender la dinámica social y económica que había atrás de eso. Había intuido viajando por Brasil, conversando con militantes de los movimientos agrarios (los Sin Tierra, los sindicatos rurales), que la migración interna era una suerte de fuerza centrífuga que expulsaba masas de población víctima del hambre en las tierras secas y dominadas por los latifundistas, y la arrojaba sobre las ciudades que concentraban el trabajo industrial, formando los cordones de miseria que caracterizan hasta hoy a las grandes metrópolis brasileras. Un panorama clásico del desarrollo capitalista en las periferias, que genera conflictos sociales y, poco después, políticos.
El golpe militar de 1964 tomó como enemigos a la izquierda de las ciudades pero se ensañó con los movimientos del campo. La prédica furiosamente anticomunista de la dictadura se combinó con algunas medidas que, en el sentido de la Alianza para el Progreso impulsada por el gobierno de John F. Kennedy en los Estados Unidos, intentó contener los problemas sociales para evitar la radicalización de las luchas populares (que tenían a la Revolución Cubana como espejo). Una de ellas fue la ley de Reforma Agraria, que debía ser motorizada por el INCRA. Sin embargo, el INCRA de los militares le dio más importancia a la C de la sigla (Colonización) que a la Reforma Agraria. El incentivo para desviar a los migrantes hacia la Amazonia fue uno de las principales herramientas. Analizando las series de población en los estados amazónicos en esos años, junto con el crecimiento de las explotaciones agropecuarias y la actividad económica, y paralelamente la baja de población en el Nordeste, los resultados de esa política se hacen visibles.
Pero había un obvio problema: el Amazonas era hasta ese momento una selva impenetrable, salvo a través de los ríos, que era donde se concentraba la escasa población. El resto era tierra indígena escasamente explotada y sin caminos ni rutas para que penetrara la “civilización”. La construcción acelerada de las rutas transmazónicas fue una tarea que los militares brasileros encararon con energía, para posibilitar estos proyectos de explotación económica que matarían dos pájaros de un tiro, posibilitando una serie de emprendimientos de gran importancia económica y asentando población potencialmente conflictiva. Algo parecido al “hacer patria” con el que se incentivaba la población de la Patagonia décadas atrás. En el medio estaban las poblaciones indígenas.
A los Waimiri Atroari les tocó la desgracia de ocupar el camino entre Manaos y Venezuela. Después de algunos intentos fracasados de convencerlos por las buenas, los militares hicieron lo que suelen hacer y comenzaron la construcción de la BR-174 en 1970, “con o sin los indios”, como dijo el general a cargo de la tarea. Cuando hice la investigación, los testimonios no abundaban y la versión oficial oscilaba entre el relato del Programa indigenista, que hablaba de masacres sin dar evidencias, y el relato del Ejército, que las negaba. Aunque se podía inferir por relatos de algunos militares y testimonios de los propios indígenas que, efectivamente, había habido enfrentamientos armados en que los guerreros Waimiri, armados con arcos y flechas, habían llevado la peor parte. El grueso de la mortandad que los había puesto casi al borde de la extinción total había sido por la propagación de las enfermedades para las que no contaban con defensas. La tragedia de los pueblos originarios en los siglos XVI y XVII se había repetido casi tal cual en los años 70 en el Amazonas. Situaciones similares se habían vivido con otras etnias. Mucho después que terminé mi tesis, ya en el segundo gobierno de Lula, una investigación sobre los crímenes de la dictadura había logrado probado que, efectivamente, había habido una campaña de exterminio contra los Waimiri. E incluso este año, algunos sobrevivientes ofrecieron testimonio en una audiencia judicial[5].
La Sorbona del ejército brasilero y el pensamiento de Bolsonaro
Lo sucedido en la Amazonia brasilera en los años de la dictadura no termina de comprenderse sin el contexto de la Guerra Fría y la particular versión de los teóricos militares del país de la Doctrina de Seguridad Nacional[6] que teorizaban en la Escuela de Guerra, conocida en aquel entonces como “la Sorbona”. En el libro Geopolítica del Brasil, el general Golbery de Couto e Silva planteó su interpretación del papel de las FFAA brasileras como guardianes frente a la penetración del comunismo en el país, el “enemigo interno” que debía ser exterminado con los métodos enseñados en la Escuela de las Américas y por la contrainsurgencia francesa. A eso le añadía de su propia cosecha que el liderazgo de esa lucha, que en el mundo dirigían los Estados Unidos, en América del Sur le correspondía al Brasil como potencia hegemónica. El rival era, por supuesto, la Argentina, gobernada en ese momento por el Onganiato. Es decir, una rivalidad entre dictaduras por el rol de aliado preferencial de los Estados Unidos. Sin embargo, el gran aporte de Golbery fue la adaptación de la teoría geopolítica de los “vacíos estratégicos” al contexto regional. Se trata de territorios que pueden estar formalmente bajo la soberanía de un país pero que son vulnerables a ser penetrados y ocupados por otros poderes. En el Brasil, ese vacío era la región amazónica. Golbery imaginaba una guerrilla comunista que se iba a implantar desde Cuba en la zona, algo que se reveló como una total fantasía pero que sirvió de justificación para todo el proceso que describimos anteriormente, por el cual se comenzaron a construir rutas, se impulsaron grandes proyectos de explotación económica y se movieron masas de migrantes, dando una lógica geopolítica a la ocupación de estos vacíos que obsesionaban (y aún lo hacen) a los ideólogos militares del Brasil.
La desgracia de los pueblos indígenas amazónicos fue estar en esos vacíos, atravesando tardíamente lo que antes sufrieron el resto de los pueblos originarios de América a la llegada de las potencias europeas o los mapuches y tehuelches de la Patagonia a la expansión del Estado oligárquico argentino. También lo fue para los bosques que empezaron a ser arrasados para dar paso primero a la ganadería y la minería, y ahora a la soja y otros cultivos. El temor a una invasión comunista se desplazó a los defensores del medio ambiente (las ONG en el discurso de Bolsonaro): con el pretexto de que el Amazonas es la reserva ambiental más importante del mundo, las grandes potencias le quitarían la soberanía al Brasil y se quedarían con un enorme territorio, que sigue siendo, en sus mentes, un “vacío estratégico”.
No es difícil rastrear estas ideas que son parte de la formación de los militares brasileros desde los años 60, en el discurso y la práctica de Jair Bolsonaro. Así como se hicieron rutas a sangre y fuego y se arrasó con la selva en los tiempos de su añorado “gobierno militar”, también se puede incendiar lo que queda en pie, que es una forma de defender al Brasil de las ONG y el comunismo pero, principalmente, un enorme negocio para los amigos del poder y sus verdaderos patrones.
[1] La Transmazónica propiamente dicha es la carretera que atraviesa la selva de Este a Oeste, desde el estado nordestino de Paraíba hasta el extremo del de Amazonas en la frontera colombiana, la BR-230 . Por extensión se le llama de la misma manera a todo el sistema de rutas construidos por los militares entre los años 60 y 70 en la región, como la BR-174.
[2] Ese viaje está relatado en el libro América en bicicleta. Del Plata a La Habana (Ediciones Colihue/Del Sol, 2001).
[3] El relato de esta parte del viaje se puede leer aquí: http://www.infobiker.com.ar/cicloturismo/rutasangre.htm
[4] Se puede consultar la tesis completa aquí: http://repositorio.filo.uba.ar/jspui/bitstream/filodigital/1753/1/uba_ffyl_t_2004_814049.pdf
[5]https://amazoniareal.com.br/waimiri-atroari-sobreviventes-de-genocidio-relatam-ataques-durante-obra-da-br-174/
[6] Describo este proceso aquí: http://www.archivochile.com/Chile_actual/20_tras_interna/chact_trasintern0036.pdf
Texto tomado del sitio Socompa