Quizás no haya intento de texto más incomodo, hasta más pedante, que aquel con pretensiones de circunspecta teoría. Por eso comienzo este con una sartén de hierro bien caliente y unturas de aceites sobre las cuales proceder a la faena final de una tortilla para el disfrute entre enamorados, que si es de papas -el tubérculo valiente que se atrevió a florecer en la alturas andinas del Inca y generoso hasta la exageración, tanto que salvó de las hambrunas del siglo XVI y el XVII a los opresores europeos- tanto mejor, entreverada con rastros contundentes de rojo chorizo, que los españoles se atribuyen como propio pero que, por las sureñas tierras de la América, orondas deberían seguir luciendo en la casa de cualquier familia con gustos acicalados para el comer y el convivio entre prole, amigos y camaradas.
Por Víctor Ego Ducrot (*) / Lástima por el dolor que lastima que tanto mal nacido gobierne entre los surcos de mi comarca, pero a no decaer comensales que, tal cual cantaban en las trincheras, ya querrá “el Dios del cielo que la tortilla se vuelva, que los pobres coman pan y los ricos mierda, mierda” y, mientras escribo, escucho aquellas coplas en la siempre presente y amada voz de Víctor Jara, el chileno universal.
Evitada en el primer lance de palabras, si ahora breve porque tiene ánimo de justificación teórica, les cuento que esta suerte de ensayo breve, de prueba y error, refiere lo culinario, el comer y beber -que es materia y energía absoluta e imprescindible para la vida animal y compleja trama de textos y esfuerzos por convertir la necesidad en goce, cuando de humanos se trata. Por lo tanto, insisten los especialistas, capítulo del patrimonio cultural intangible de cada uno de los benditos pueblos que habitan la Tierra.
En su doble condición de necesidad y goce, la comida es parte del patrimonio intangible de cada pueblo; todas tienen un origen pobre, anónimo, colectivo. Sus pequeñas e infinitas historias expresan la Historia con mayúculas.
Tentado estoy, por cierto, de discurrir sobre senderos teoréticos pero me someteré a mi primigenia condena, la de las primeras letras del primer párrafo para dejar, tal vez en manos y teclas de un próximo encuentro, la insistencia que puja por ganar espacios, pues moriremos presos de nuestras propias presunciones.
Sea entonces suficiente hoy solo reafirmar que el escribir, filmar o con el procedimiento de comunicación que prefieran, sobre asuntillos del comer y del cocinar, es un acto/discurso político sin par, porque nuestros congéneres, los amados y los odiados, siempre se apearán en esta estación en la cual todos nos reconocemos, a riesgo -si no- de morir.
Todas las cocinas, hasta las supuestamente más “refinadas” tienen un origen pobre, anónimo, colectivo y mayormente femenino; sus pequeñas e infinitas historias expresan esa Historia con mayúsculas, de economías, artes, guerras, tiranías y revoluciones, y por consiguiente son clasistas. Y son escritura, literatura.
Me comprometo a retomar en textos venideros todos y cada uno de esos puntos o posibles abordajes, pero esta vez sólo unos breves homenajes, sin orden cronológico ellos, apenas sí como consecuencias de las caóticas y arbitrarias razones de la pasión.
Para retozar entre vinos y conservas, toneles y carnes saldas en la orgía liberadora de los esclavos sublevados en “El reino de este mundo” (1949), del cubano Alejo Carpentier. Porque como escribió, allá por el XIX el rioplatense Esteban Echeverría (uno de los tres sucesivos fundadores del idioma de los argentinos, con Sarmiento y Borges en ese orden), “un extranjero que ignorando absolutamente el castellano oyese por primera vez pronunciar, con el énfasis que inspira el nombre a un gaucho, que va en ayuno y de camino, la palabra matambre, diría para sí muy satisfecho de haber acertado: éste será el nombre de alguna persona ilustre, o cuando menos el de algún rico hacendado.
“Otro que presumiese saberlo, pero no atinase con la exacta significación que unidos tienen los vocablos mata y hambre, al oírlos salir rotundos de un gaznate hambriento, creería sin duda que tan sonoro y expresivo nombre era el de algún ladrón o asesino famoso. Pero nosotros, acostumbrados desde niños a verlo andar de boca en boca, a chuparlo cuando de teta, a saborearlo cuando más grandes, a desmenuzarlo y tragarlo cuando adultos, sabemos quién es, cuáles son sus nutritivas virtudes y el brillante papel que en nuestras mesas representa” (“Apología del matambre”, de 1837.)
“Se volvía con un imperio cariñoso, nota cuya fineza última parecía ser su acorde más manifestado, y le decía al Coronel: Prepara las planchas para quemar el merengue, que ya falta poco para pintarle los bigotes al Mont Blanc -decía riéndose casi invisiblemente- pero entreabriendo que hacer un dulce era llevar la casa hasta la suprema esencia: No vayan a batir los huevos mezclados con la leche, sino aparte, hay que unir los dos batidos por separado, para que crezca cada uno por su parte, y después unir eso que de los dos ha crecido (…).
«-Señora, el camarón chino es para espesar el sabor de la salsa, mientras que el fresco es como las bolas de plátano o los muslos de pollo que en algunas mesas también le echan al quimbombó, que así le van dando cierto sabor de ajiaco exótico”. El gran Lezama Lima; Paradiso (1966).
“Gigote de gallina. Pon una cazuela untada con manteca y luego una capa de gallina y otra de jitomates, cebollas rebanadas, clavo, pimienta, cominos, cilantro, ajos en pedacitos, perejil en lonjitas y azafrán; así continuarás y a lo último, lonjas de jamón y vinagre y puesto a cocer su caldo necesario, chorizones, pasas, almendras, aceitunas, chiles y alcaparrones (…). Ante de cabecitas de negro: Un real de cabecitas, uno de leche, una libra de azúcar, medio de agua de azahar, todo junto se pone a hervir hasta que tome punto.
“Se ponen capas de mamón y de esta pasta. Se guarnece como todos estos antes (…). Manchamanteles: Chiles desvenados y remojados de un día para otro, molidos con ajonjolí tostado y frito, todo en manteca, echarás el agua necesaria, la gallina, rebanadas de plátano, de camote, manzana y su sal necesaria (…). Recetario de Sor Juana Inés de la Cruz (fines del XVII).
Y por ahora, tan sólo por ahora, me despido con la estrofa de un tango de 1928, “Se viene la maroma”: … “¡Ya está! ¡Llegó! ¡No hay más que hablar! Se viene la maroma sovietista. Los orres (léase pobres) ya están hartos de morfar salame y pan y hoy quieren morfar ostras con sauternes y champán…”.
(*) Texto tomado del blog Firmas Selectas, de la agencia Prensa Latina. Doctor en Comunicación de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Profesor titular de Historia del Siglo XX (Cátedra II) en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP, donde también tiene a su cargo seminarios de posgrado sobre Intencionalidad Editorial (Un modelo teórico y práctico para la producción y el análisis de contenidos mediáticos); y la cátedra Análisis y Producción Crítica de Narrativas sobre Delito y Violencia, en la maestría Comunicación y Criminología Mediática. Director del sitio AgePeBA.