En esta entrega de la serie a cargo del heterónimo de Víctor Ego Ducrot, que semana a semana publica el sitio Socompa, El Pejerrey Empedernido, como dijeron por ahí, no cocina, y no lo hace porque, también dijeron, está empachado con tanta farandulería política. Y apeló a la memoria, en el junio que es mes de periodistas, a un amado amigo con esta, Eduardo Kimel, y para él el escancie de vasos al pie de una barra lustrosa, con buen whiskey, el mismo que se zampaba el gran, casi el único, James Joyce.
Por El Pejerrey Empedernido (*) / Qué lindo, qué lindo que va a ser, el Hospital de Niños en el Sheraton Hotel!, cantaban El Pejerrey Empedernido y sus compinches. Éramos tan jóvenes, una tarde de junio como desfile por la avenida del Libertador, después de arrancar como banda encandilada por la divina esperanza desde las escalinatas de la Facultad de Derecho. Sin pañuelos ni palitos, y eso que por aquellos tiempos los tiros sonaban a rajatabla. Y que jolgorio el haberse bañado entre aquellas luces, tanto que las extraño como para desear con rabia otro encandile, pues nos hace falta, y no me vengan con eso de los errores cometidos, sí y qué, qué tanto joder. Cuándo fue. Por el ’70 cuanto mucho. Y la historia continuó. Lo que sucede es que los Pejerreyes, como Funes, somos memoriosos, y entre medio del cachivache farandulero y farabute de la tanta política tradicional de estos días, roscas que ni de Pascuas y jetones que hoy están mañana no, pasado sí, otra vez, sucede que les importa todo un carajo, ni en su puta vida trabajaron ni trabajaran. Entonces me resguardo entre disloques que al menos no vienen envasados y no pueden pagarse con la Visa, pues oigan si quieren y si no, no: Te molesta mi amor, mi amor de juventud. Y mi amor es un arte en virtud. Te molesta mi amor, mi amor sin antifaz. Y mi amor es un arte de paz. Te molesta mi amor, mi amor de humanidad. Y mi amor es un arte en su edad. Te molesta mi amor, mi amor de surtidor. Y mi amor es un arte mayor. Mi amor es mi prenda encantada. Es mi extensa morada. Es mi espacio sin fin. Mi amor no precisa frontera. Como la primavera no prefiere jardín. Mi amor no es amor de mercado. Porque un amor sangrado. No es amor de lucrado. Mi amor es todo cuanto tengo. Si lo niego o lo vendo. ¿Para qué respirar? Y lástima que este jueves de lluvia sucia en Buenos Aires en la que me siento a escribir para lectura del sábado, ella no está, mi escritora preferida, porque este Pejerrey es Empedernido hasta para la hora de silbar bajito y al oído. Vuelvo a lo disloques que me salvan y canto ¡Jameson conducción, vive, y por favor sin hielo! Pasen y lean, no se queden afuera que la lluvia continúa. Con el corazón agitado empujó la puerta de un bodegón extraño por el Retiro, ni me acuerdo el nombre. El hedor le agarró el tembloroso aliento: punzante jugo de carne, aguanosidad de verduras. La comida de las fieras. Hombres, hombres, hombres (…). Aquel último rey pagano de Irlanda, Cormac, de la poesía de la escuela se ahogó en Sletty al sur del Boyne. No sé qué estaría comiendo. Algo guluptuoso. San Patricio le convirtió al cristianismo. Sin embargo, no se lo pudo tragar todo. – Rosbif con col. – Un estofado (…). -Dos cervezas negras aquí. -Una de carne salada con col (…). El señor Bloom dudoso, se llevó dos dedos a los labios (…). Retrocedió hacia la puerta. Tomaré algo ligero en el Davy Byrne (…). De Ulises, del único, del maestro James Joyce en traducción de J.M. Valverde; Lumen-Tusquets, Barcelona, 1997. Qué otra cosa se me pudo ocurrir a la hora de narrarles una experiencia singular, esa la del bodegón ignoto que queda cerca aun del solar que alguna vez hace mucho, pero mucho, le daba cobijo al Parque Japonés. Me zampé un estafado irlandés o stobhach gaelach, o Irish Stew, de cordero con jugos herbosos, papas, cebollas y perejil. Ni pregunten por qué allí ese día se le dio por meterle a semejante plato en vez de las clásicas lentejas a por la cuales fui. Y cómo me gustó; claro que ninguna de estas exclamaciones tiene rigor científico según mi abuela, a quien recuerdo turbiosa, que decía siempre el clásico sobre gustos no hay nada escrito, y…cállate Pejerrey. Eso sí, cada vez que se habla de cocina irlandesa hay que reparar en las papas, puesto que sin ese noble tubérculo americano ella es impensable, como tampoco puede entenderse buena parte de la historia social del Irish people. Cuando sus hermanos celtas -los gallegos- escapaban de la Península rumbo a la Argentina ésta y hacia otros rumbos latinoamericanos, como consecuencia del feroz desempleo que provocó una peste sobre los cultivos de castañas, lo irlandeses migraban hacia Estados Unidos, huyendo de la hambruna que sobrevino tras una peste parecida que devastó la producción papera, fuente de trabajo para los campesinos y base de la alimentación popular entre fines del siglo XIX y principios del XX. Pero vuelvo al bodegón y claro que le di a la birra, una cuantas Stout sin marca conocida; antes, antes sí, me empeñe hasta el último puto doblón y caí rendido ante dos vasos previos del gran y único whiskey – no whisky –, el Jameson, irlandés claro. Y si me permiten, porque seguimos en junio, mes de los periodistas, este texto se lo dedico a mi queridísimo Eduardo Kimel, quien se nos fue hace mucho y por dónde ande su memoria seguro que un trago se pega. Fue quien una vez se jugó con una investigación sobre el asesinato de los curas palotinos, la orden irlandesa, en manos de los genocidas de Videla. Mi querido, donde estés, ¡Salud!
(*) Texto tomado del sitio Socompa. Sobre el autor, heterónimo de Víctor Ego Ducrot: Doctor en Comunicación de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Profesor titular de Historia del Siglo XX (Cátedra II) en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP, donde también tiene a su cargo seminarios de posgrado sobre Intencionalidad Editorial (Un modelo teórico y práctico para la producción y el análisis de contenidos mediáticos); y la cátedra Análisis y Producción Crítica de Narrativas sobre Delito y Violencia, en la maestría Comunicación y Criminología Mediática. Director del sitio AgePeBA.