El veganismo avanza en todo el mundo y la Argentina no es la excepción. Se sostiene sobre argumentos éticos sobre el trato a los animales y fundamentos relacionados con el ambiente y la salud. En este artículo se propone una respuesta a esos argumentos.
Bruno Carpinetti (*) / En noviembre del año pasado sucedió un hecho que podría aparecer como banal ante los ojos de muchos, pero que, sin embargo, encierra algunas claves para discutir en clave ética y política los mitos que sostienen tendencias y novedades en los estilos de vida más modernos. El 1° de noviembre un grupo de veganos que participaban de una manifestación conmemorando el Día Mundial del Veganismo – instituido en 1994 por Louise Wallis, la entonces presidente de la Sociedad Vegana del Reino Unido – atacó con pintadas a la tradicional pizzería “Guerrín” y a otros negocios gastronómicos de la calle Corrientes, en la ciudad de Buenos Aires.
Con eslogans como “Carne es muerte”, “Veganismo es justicia” o “Muzzarella = Muerte”, los manifestantes expresaron su rechazo, no solo al sacrificio de animales para alimentación humana, sino también a otras formas de producción de alimentos de origen animal como la lechería.
Los veganos no consumen ningún producto de origen animal, y su listado de restricciones alimentarias incluye a la carne, los huevos e incluso los productos lácteos, y no conformes con la autorestricción, sostienen que la privación del consumo de productos animales debería ser universal.
Aunque en Argentina episodios como este no son frecuentes, en muchos países europeos son habituales las acciones radicalizadas de los veganos contra locales de comidas o granjas de producción animal.
Como muestran varios estudios sociológicos, las razones por las que muchas personas deciden abandonar el consumo de carne y alimentos de origen animal incluyen generalmente planteamientos éticos sobre el trato a los animales y fundamentos ambientales y de salud. A pesar de esto, para la mayoría de la gente – y especialmente en Argentina – el consumo de carne es una pulsión poderosa, y a menudo irresistible.
En este artículo haremos un breve recorrido sobre las razones biológicas y evolutivas que explican la importancia de la inclusión en la dieta de los humanos de proteína animal, e intentaremos analizar algunas de las interpelaciones que hacen los veganos a los consumidores de productos animales. Sin embargo, el hecho de que los animales sean sabrosos y nutritivos, o que su consumo sea necesario y esté profundamente arraigado en nuestra cultura, tampoco será un impedimento para reflexionar aquí sobre las implicancias éticas de su uso en la alimentación humana.
Monos con navaja
La dieta afecta todos los aspectos del comportamiento de cualquier especie animal, y el modo en el cual la comida es adquirida está influido por un número de adaptaciones sin las cuales ningún individuo de cualquier especie podría sobrevivir.
Como afirmaba el célebre genetista ucraniano Theodosius Dobzhansky, “Nada en Biología tiene sentido si no es a la luz de la Evolución”, por lo que siguiendo esta premisa, intentaremos recapitular los cambios en la dieta de los precursores de la especie humana para entender la relevancia que la carne ha tenido y tiene en la alimentación de nuestra especie.
La dieta de los antiguos homínidos era probablemente muy similar a la de nuestros contemporaneos chimpancés, es decir una dieta omnívora que incluye grandes cantidades de frutas, hojas, insectos, cortezas, flores, e incluso ocasionalmente carne. El estudio de la morfología dentaria de algunas especies de homínidos nos permite deducir que probablemente también incluyeran algunos ítems muy duros como semillas, nueces, tubérculos y raíces.
Sin embargo, hace alrededor de 2.5 millones de años, se produjo un importante y trascendental cambio en la alimentación de estos grupos de proto humanos, y voluminosas cantidades de carne de pequeños y grandes animales comenzaron a incorporarse a su dieta. La evidencia material más relevante que dá cuenta de este fenómeno, es el hallazgo en el Este de África de rústicas herramientas de piedra, filosas como navajas, que datan de ese período, y que inequívocamente fueron utilizadas para procesar carne.
A pesar de que actualmente contamos con evidencia fósil de la presencia de otras especies de hominidos de los géneros Australopithecus y Paranthropus en ese período, solo aparecen estructuras biológicas asociadas al consumo de carne en el género Homo -el linaje de los auténticos humanos- como ser una reducción en la longitud de los intestinos y un incremento en el tamaño del cuerpo y especialmente del cerebro. En este sentido, podemos afirmar que tanto el incremento del tamaño del cerebro como el desarrollo de relaciones sociales más complejas, es un producto evolutivo de la caza cooperativa de grandes mamíferos y el consiguiente acceso a cantidades importantes de proteína animal.
Pero un cerebro grande también tiene inconvenientes, ya que un alto porcentaje de la energía que utiliza nuestro cuerpo lo consume el cerebro. Además de cantidad, la energía requerida por el cerebro también debe ser de calidad. Algunos de los ácidos grasos necesarios para un correcto funcionamiento del cerebro humano, sólo pueden encontrarse en algunos frutos secos, pero sobre todo, en la grasa de origen animal. Solo gracias al mayor rendimiento energético de los alimentos cárnicos que incluyeron las especies del género Homo en su dieta, fue posible que obtuviesen excedentes energéticos de tal magnitud que les permitiesen desarrollar un sistema nervioso como el que han mantenido nuestros antecesores y mantenemos los individuos de nuestra especie. La dieta omnívora, con una presencia importante de elementos cárnicos, fue la que nos permitió desarrollar encéfalos de gran tamaño, con todo lo que ello ha supuesto para nuestra especie.
Aunque puede sonar excesivo, no es aventurado afirmar que comer carne fue lo que nos hizo verdaderamente humanos.
Ética y carnovoría
A pesar de haber argumentado sobre la importancia biológica y evolutiva del consumo de carne, no deberíamos caer en lo que los filósofos llaman la “Falacia naturalista”, asumiendo que porque un comportamiento es “natural” es también ético. Pasemos entonces a revisar las implicancias éticas del consumo de carne en el mundo actual.
Es claro, y cualquiera debe reconocer, que para que alguien se alimente de carne un animal debe morir. En consecuencia, los carnívoros debemos aceptar la responsabilidad que esto implica sobre la forma en que los animales que nos sirven de alimento viven y mueren.
A medida que los ciudadanos de los países desarrollados y de los enclaves urbanos del resto del mundo se han ido alejando de la estrecha relación que los habitantes del campo poseen con los animales, ha crecido velozmente la idealización de estos y los sentimientos de compasión por su suerte. Los animales han desaparecido de la vida cotidiana de los habitantes urbanos como presencias físicas reales, con sonidos y olores propios. Los niños citadinos raramente saben de donde proviene la carne, los huevos y la leche que consumen, llegando al extremo de que los únicos animales que participan del mundo infantil son los de los documentales, o los personajes burdamente humanizados de los dibujos animados.
Los veganos le dan carácter de “salvajismo” a los consumidores de carne, inscribiéndolos en el orden regido por la “Ley de la selva” en oposición al mundo “civilizado” de los comedores de vegetales. Sin embargo, el carácter “cruel” y “brutal” de la “Ley de la selva” también es una construcción social urbanita, moderna y occidental, hija más de Disney que de Darwin, y que no tiene nada que ver con los mecanismos objetivos que regulan el mundo natural.
La concepción del mundo natural de los veganos se encuentra paradójicamente disociada de la naturaleza, y a menudo condicionada por las características alienadas de la vida urbana moderna. Como ejemplo de este vínculo alienado, basta consultar en ALUBA (Asociación de Lucha contra la Bulimia y la Anorexia) o a cualquier profesional del tema, para ver que cada vez de manera más frecuente, la crítica fragmentaria del mundo y parcializada sobre la alimentación que tienen los veganos, sirve de marco ideologizado para enmascarar algunos trastornos de la conducta alimentaria (TCA’s), como la ortorexia y la anorexia nerviosa.
Al modernizarse, nuestra vida cotidiana se artificializa profunda y aceleradamente y las sustancias sintéticas reemplazan a las materias primas tomadas directamente de la naturaleza. De esta manera las pieles, el marfil, el cuero, la seda, el algodón, etc, van dejando paso a productos elaborados de manera industrial y frecuentemente derivados de los hidrocarburos. Muchas de estas sustituciones pueden ser inocentemente bienvenidas por parte de los románticos amantes de la vida animal, aunque queda enmascarado el hecho que en la mayoría de los casos la producción de bienes sintéticos produce un impacto de una escala muy superior en el ambiente, dañando a muchas más especies de las que ayuda a preservar. Lo mismo sucede con la agricultura de gran escala, donde los cultivos de soja, trigo, maíz o arroz – para mencionar los más extendidos en nuestro país – no conviven con muchos organismos más que los de su misma especie. Incluso en los cultivos hortícolas, las especies animales no solo no son bienvenidas sino que son combatidas y controladas drásticamente mediante métodos de eliminación o control físicos, o con biocidas o agrotóxicos. En el caso de Argentina, la expansión de la frontera agrícola es desde hace décadas la principal amenaza para la biodiversidad. Si para los veganos matar un animal para el consumo es un asesinato, entonces transformar bosques, humedales y pastizales en campos de cultivo debería verse como un genocidio.
Muy a pesar de los animalistas, los animales no gozan de derechos, por la sencilla razón de que también carecen de deberes. Los derechos se desprenden precisamente de esa excepcionalidad humana, única en el mundo animal, que es el libre albedrío. A diferencia del resto de los animales, donde prima el comportamiento instintivo, el mundo humano está hecho de elecciones y renuncias optativas. Por eso mismo, resulta absurdo caracterizar, como hacen a menudo los veganos, a los animales como seres “inocentes”, ya que la inocencia o la culpabilidad solo puede estar ligada a la conducta racional y nunca al comportamiento instintivo. Sin embargo, eso es lo que hace de los humanos seres moralmente responsables de sus actos y nos obliga a comportarnos éticamente con respecto a los animales evitando toda forma de crueldad o maltrato.
La veneración absoluta por la vida es característica de algunas religiones orientales como el Jainismo o el Budismo, que mandatan a sus fieles a evitar dañar a cualquier ser viviente. Esta postura radical es expresada en sistemas de vida extremos pero coherentes, que hacen culto cotidiano de su fé. La defensa de la vida animal como un valor absoluto y universal que hacen los veganos se emparenta más con los esquemas de argumentación de los grupos “próvida” o antiaborto, por lo que, convertida la intangibilidad de la vida en “dogma de fé” –aunque temático y fragmentado de su contexto existencial- se hace casi imposible con ellos la búsqueda de los consensos flexibles necesarios para construir una sociabilidad en común. Al igual que para los veganos el “derecho a la vida” de los animales individuales resulta incuestionable, desde el punto de vista “próvida”, la destrucción deliberada de embriones o fetos, es vista como un asesinato, algo considerado como “antinatural” y ética o moralmente inaceptable. Tales actos no son considerados de manera contextualizada con los modos de vida que estos sujetos practican, ni son mitigados por ninguna circunstancia, creencia o pensamiento científico, por lo que la discusión y la posibilidad de construir un campo en común de acuerdos superadores queda absolutamente obturada.
Esta negación a aceptar la muerte en determinadas circunstancias, omite el hecho de que la impermanencia está entretejida en la naturaleza de la vida, por lo que afirmar la muerte y otorgarle el lugar que realmente tiene en el funcionamiento del mundo social y natural es amar la vida en toda su riqueza. El respeto a la vida, si está sólidamente fundado, debe darle a la muerte el lugar que ocupa en los ciclos naturales. Reivindicar la vida como valor absoluto negando la muerte es lo mismo que exaltar el Yin y negar el Yang de la cultura china, enaltecer a Eros negando la existencia de Thanatos en la cultura griega, o construir cualquier otra forma o mirada del mundo que niegue la importancia de alguno de los opuestos complementarios para cualquier cosmogonía.
Queda claro que no podemos tratar a los animales como meras cosas, porque son seres vivos y sensibles, que de una u otra manera debemos tutelar. Pero desde una perspectiva humanista, debemos considerar a cada especie según su propia naturaleza y también según las exigencias de la nuestra. El hombre ha modelado a través de milenios, mediante procesos de selección artificial, a las especies de animales domésticos, las que mayormente nos alimentan, nos visten, o nos prestan su fuerza de trabajo. Por lo que, privilegiando su bienestar y necesidades naturales, y evitando cualquier forma de crueldad, no representa ninguna falta ética adecuarlos a la función para la que su condición de domesticidad los ha dispuesto.
(*) Texto tomado del sitio Socompa.