Una más en la serie de sonetos justicieros de Guillermo Saavedra, letrado y poeta, un partisano de la palabra injuriosa, fundador de las runflas de Quevedo entre los barros de la villa de la Santa María y sobre las playas del mar de Solís; bailarín del signo y el significado en una danza a la que Borges con su arte del denuesto quizás no se atrevía. En esa serie para el retozo le tocó el turno a la turranta de la rosada de tecito con jefaturras de Estado y cierta garomporegina holando argentina, sin las pintas blancas y negras, como la de los chocolatines, porque las guachas lustradas de la Rural siempre son ajenas. Con ustedes el poeta.
UNA TILINGA MUESTRA SUS SILLITAS
La sacaron por fin de la cajita
donde despunta un sueño de muñeca
–Barbie sudaca, culo de manteca–
para jugar un rato a las visitas.
Disfrazada de fina, la negrera
fue surfeando la Hola con la gracia
de su awada y fingida aristocracia
cual bondiola flameando en la fiambrera.
Consumada la fiesta de la entrega
del país embalado con cariño,
la explotadora en jefe de los niños
peló un proyecto noble de estratega:
ni escuelas ni hospitales, solo sillas,
sillitas decoradas por ladillas.