Cuando en América Latina y el Caribe retornan el neofascismo, la xenofobia, la misoginia, la homofobia, el racismo, de la mano de gobiernos de ultraderecha, las fuerzas populares (¿progresistas, de izquierda?) debaten sobre el pensamiento crítico y el fin de la antinomia izquierda-derecha, apelando a una nostalgia inmovilizadora y acrítica, mostrando la falta de unidad y también de proyectos.
Aram Aharonian (*) / Con el golpe de Estado y el triunfo del ultraderechista Jair Bolsonaro en Brasil se reavivó la discusión banal sobre el “fin de ciclo” del progresismo o el neodesarrollismo en América Latina. La llegada al gobierno no ha garantizado cambios y esto también cuenta para las derechas, que siguen controlando lo que se da en llamar el poder fáctico. Ganar una elección es eso: ganarlas. Luego, hay que crear legitimidad, conducir y construir una dinámica de gobernabilidad con los diversos actores. Y eso le está costando mucho a las derechas de nuestra región, como le costó al progresismo.
Es hora de una tristeza sem fim. Se completaron tres países bajo golpe de Estado: Honduras de Zelaya, Paraguay de Lugo y Brasil de Rousseff, mientras se trata de desestabilizar otros gobiernos constitucionales, como los de Venezuela, El Salvador y Bolivia. Y está Argentina donde no necesitaron dar el golpe pero sí lograron crear ese imaginario colectivo de la necesidad de un cambio. Ayer estábamos al borde abismo, hoy dimos un paso al frente, decía un connotado militar boliviano en épocas del dictador Hugo Banzer.
¿Estamos al final del túnel? En el año que se nos viene, el 2019, se vislumbra un pequeño haz de luz; con el gobierno del centroizquierdista Andrés Manuel López Obrador en México, con la factible reelección de Evo Morales en Bolivia, con la continuidad de un desdibujado Frente Amplio en Uruguay, con un triunfo antimacrista en Argentina, con las elecciones en Panamá…
Quizá la peor atadura que pueda tener el progresismo es su propio temor a autocriticarse, a quedarse en un conformismo intelectual y político, a seguir anclada a escenarios y discursos ya perimidos por la realidad. Y no interpelar permanentemente a la derecha. De una vez por todas, debiera abandonar la denunciología y el lloriqueo, y adelantar propuestas sobre los temas actuales.
Más allá del tema de género, las propuestas deben incluir la Reforma constitucional y reestructura del Estado, la problemática de seguridad y defensa, la fase actual transnacional, global, virtual, concentrada del capitalismo, la integración regional soberana y las herramientas de la nueva gobernanza global, el neocolonialismo y la dependencia que propone el FMI.
Insistir en Latinoamérica y el Caribe como territorio de paz, las nuevas forma de trabajo esclavo, la mercantilización del conocimiento y la educación. De proyectar un cambio de las estructuras sociales. Y de pensar otra comunicación y otra democracia, participativa, acorde a las necesidad de una mayor organización popular.
Esto significa dos cosas: construir una agenda propia y no quedar atrapado en ser reactivos a la agenda del enemigo. Para eso, debemos comenzar por vernos con nuestros propios ojos y no con los ojos del enemigo, de los neocolonizadores, de nuestros verdugos, para poder dar la batalla por los sentidos.
Es mucho más difícil construir que resistir: hay que juntarse, poner hombro con hombro, levantar paredes ladrillo a ladrillo (a veces se caen y hay que volver a levantarlas). Sí, claro, la construcción se hace desde abajo, porque lo único que se construye desde arriba, es un pozo.
Derrota cultural
En Brasil no hicieron falta tanques, soldados, bayonetas ni disparos sobre las casas de gobierno, como en 1964, mientras desde los medios masivos de comunicación nos querían convencer que el problema era Venezuela, para invisibilizar, ocultar, el golpe brasileño. Hoy a los golpistas les basta el control de los medios de comunicación masiva y las llamadas redes digitales para imponer imaginarios colectivos en los que basan los golpes blandos, aliados a los corruptos sistemas judicial, parlamentario, policial, que los gobiernos progresistas no lograron cambiar.
Habría que preguntarse si se trata de una derrota política, o una derrota cultural. Ya no se habla –al menos desde el poder- de igualdad, justicia social y de sociedades de derechos, ni del buen vivir, democratización de la comunicación, de democracia participativa.
Estas elites económicas, empeñadas en terminar con la política externa independiente de nuestros países y con los procesos de integración, tienen como fin privatizar los recursos naturales, las empresas estatales y los bancos públicos, además de vender las tierras a extranjeros y multinacionales, comprometiendo la producción nacional de alimentos, la soberanía alimenticia y el control sobre las aguas.
Debiera ser momento para una profunda y dura reflexión de los movimientos populares: ¿Por qué luego de casi tres lustros de gobiernos del PT, de ganar cuatro elecciones presidenciales, no se hicieron esas reformas políticas imprescindibles para que hubiera una real democracia en Brasil? La respuesta puede ser que nunca tuvo el poder. La crisis devastó la credibilidad de todo el sistema político, liquidó la legitimidad del Congreso, insufló la falta de creencia en el sistema judicial e hizo que el pueblo supiera que no basta votar y ganar cuatro elecciones para que el mandato presidencial sea respetado.
Si soportamos 500 años de desarrollismo subdesarrollado al servicio de las elites y las metrópolis, ¿porqué no se usaron esos recursos –durante ese par de décadas- para un desarrollo inclusivo y apuntando a posicionar la región en el mundo de forma diferente? Ni siquiera hacía falta una revolución, hubiera bastado quitarle un poco a las elites para empoderar a las masas: toda sociedad se basa en cierta estructura de creación de valor, y si no lo crea, quienes se ahogan son los que no tienen otra cosa que vender que su fuerza de trabajo.
No se puede construir una democracia sólida con una estructura electoral que permite la elección de parlamentos clientelares, con una Justicia corrupta, con monopolios de medios de comunicación. Hicieron falta reformas estructurales, constitucionales, para impedir esas aberraciones. Es hora también del mea culpa, de comprender cómo no se frenó la maniobra destituyente en Brasil, de reconocer los errores frente a un pueblo que los llevó a gobernar la séptima economía mundial por una década y media.
Nuestros partidos y movimientos necesitan actualizar sus programas, retomar el contacto con los movimientos sociales que los llevaran al poder hace tres lustros y que después fueron olvidados, desmovilizados o cooptados por el Estado. Son los movimientos y los grupos de izquierda los que se proponen, nuevamente, construir la nueva resistencia, la nueva alternativa, conformando espacios más amplios, redes de diálogo y debate, de articulación.
Esta pluralidad progresista es la que tiene la misión de hacer un balance sincero, sin sectarismo, de lo actuado en los últimos tres lustros, reivindicando aciertos pero también señalando los límites de un proyecto que no supo y/o pudo realizar los cambios estructurales, las profundas transformaciones, involucrándose, incluso, en escándalos de corrupción, que sirvieron de munición de grueso calibre para el proceso de criminalización de los gobiernos populares.
¿Pensamiento crítico o transgénico?
La nostalgia es un permanente latiguillo de aquellos que añoran las épocas pasadas, por creerlas mejor que las actuales, cargado de una importante subjetividad y un llamado al inmovilismo.
“Como espacio progresista debemos acostumbrarnos a no presentarnos como la contra, sino como el espacio político y social que excede la categoría de izquierdas y derechas para ingresar decididamente en una nueva categoría de pensamiento, que es la de pueblo”, dijo la expresidenta argentina en el Foro sobre el Pensamiento Crítico en Buenos Aires, una nueva catarsis colectiva al estilo socialdemócrata donde no se registraron los profundos cambios registrados en la subjetividad de las clases y capas populares que empuja a algunos de sus sectores a votar por sus verdugos.
Las amenazas de la ultraderecha conducen inexorablemente a un holocausto social y ecológico de proporciones inimaginables (al menos para quien escribe) y se hace imprescindible construir una alternativa política, que requiere el aporte imprescindible del pensamiento crítico que permita trazar una hoja de ruta para evitar el derrumbe catastrófico de la vida civilizada.
Es imprescindible hacer un análisis concreto no solo de las dolorosas realidades sino también de los avances –que no fructificaron en la construcción de alternativa sólidas- y un profundo trabajo de organización en el fragmentado y atomizado campo popular, donde seguimos entusiasmados en ser cabezas de ratón (cada cual por su lado) y no estar en la cola del león, lo que permitiría a enfrentar a la derecha hiperorganizada (en Davos, en el Grupo de Bildelberg, en el G-7, en el G-20) y también guionizada y financiada por la internacional capitalista de la Red Atlas.
A principios de este siglo y milenio, fueron los intelectuales y dirigentes de movimientos sociales los que se alzaron contra el enemigo común, el capitalismo depredador, y lograron imponer el imaginario colectivo de que otro mundo era posible y necesario. Así nació el Foro Social Mundial, una respuesta al fin de las ideologías y de la historia que nos contaban los think tanks de la banda de Davos.
“No hay ideologías, se trata (solo) de intereses contrapuestos”, dijo Cristina Fernández, quien bien debiera saber que la ideología es un conjunto de valores sociales, ideas, creencias, sentimientos, representaciones e instituciones mediante el que la gente, de forma colectiva, da sentido al mundo en el que vive.
El pensador (y vicepresidente) boliviano Álvaro García Linera expresó que la vigencia de la dicotomía derecha-izquierda se certifica cuando se observa que mientras los gobiernos progresistas y de izquierda del siglo veintiuno sacaron de la pobreza a 72 millones de personas en América Latina los de la derecha sumieron en ella a 22 millones; y que mientras los primeros reducían la desigualdad los segundos lo aumentaban.
Las izquierdas tienen que hacer otras combinaciones de gestión económica y en lo político tienen que construir otro relato, otra manera orgánica de concentrar expectativas distintas a las que han prevalecido en las últimas décadas. “Necesitamos una profunda renovación de los lenguajes que nos permita generar nuevas preguntas donde las antiguas no son suficientes para proponer algo en el mundo”, añadió.
No se puede olvidar, tampoco, que los gobiernos progresistas de la región impulsaron el empoderamiento de vastos sectores sociales anteriormente privados de los derechos más elementales y la reafirmación de la soberanía económica, política y militar, por contraposición a la profundización de la subordinación económica, política y militar impulsada por los regímenes derechistas.
En América Latina y el Caribe llevamos 526 años en resistencia, hemos resistido a todo, nos hemos acostumbrado a su lógica y, cuando tuvimos gobierno progresistas no cambiamos la agenda y nos olvidamos de la construcción; la construcción de nuevo pensamiento crítico, de nuevos cuadros políticos, económicos, administrativos, la construcción de una nueva comunicación popular. Quedamos anclados en el pasado, en la mera resistencia inmovilizadora.
Ante todo, debemos provocar el análisis de lo sucedido en nuestros países en los últimos tres lustros, donde gobiernos surgidos de las movilizaciones populares trataron de poner a los más humildes como sujetos de política, para poder entender esta Argentina y esta América Latina que debemos rediseñar en medio de una ofensiva fuerte, a fondo, de la derecha más reaccionaria y dependiente.
En las últimas tres décadas del siglo se quiso imponer la teoría de “los dos demonios” según la cual se trató de equiparar los actos de violencia, genocidio y terrorismo perpetrados por las dictaduras y los gobierno cívico-militares con las acciones de las organizaciones guerrilleras que luchaban contra ellos. Más de cuatro décadas después escuchamos de boca de supuestos intelectuales la teoría de que no existieron gobiernos progresistas en nuestra región y que la lucha se dirime hoy entre dos derechas, una modernizante o desarrollista (del siglo 21) y la otra oligárquica (del siglo 20).
Y siguiendo estos libretos que hablan de un “neoliberalismo transgénico”, propagados desde ámbitos académicos progres –con apoyo, generalmente, de fundaciones y ONGs europeas–, es bien triste ver a indígenas y trabajadores inducidos a votar para la oligarquía, para que desde la “resistencia” se puedan refundar los movimientos de la izquierda y buscar transiciones.
Existe una enorme frustración, tensiones y cansancio provocados por personalidades pedantes y autoritarias (políticos, intelectuales) que lanzan consignas en verborragias sin ideas, muestran su incoherencia disfrazada de idealismo y hasta esbozan un macartismo estúpido y perverso contra algunos movimientos sociales. Hay quienes buscan caminos para acceder al poder: su meta, descarrilar para siempre las ideas de democracias participativas, dignidad e inclusión social, soberanía e integración regional.
Otro dilema que surge al debate es si nuestros países debieran ir por un fortalecimiento republicano, con sistemas de partidos fuertes para evitar el embrujo de los outsiders o ayudar a su derrumbe. La democracia representativa, la propiedad privada, la cultura eurocentrista, el sufragismo y los partidos políticos son algunos de las “verdades reveladas” que organizan nuestra vida institucional, nuestra democracia declamativa, que venimos arrastrando desde las constituciones del siglo 19. ¿Hay otro tipo de democracia? Si no, es hora de ir imaginándola.
La profundidad de la crisis actual cuestiona a la modernidad y al capitalismo, matrices sobre las cuales se han construido los valores que sustentan esta civilización. Ya no se trata de reformarlas sino de cambiar los paradigmas que hacen a su vigencia, existencia, constitución y organización
Muchos dirigentes populares, ilusionados por el espacio institucional, emigraron de los movimientos –o fueron cooptados– para ocupar espacios en el parlamento y en el gobierno, lo que quitó experiencia acumulada a los movimientos y llevó a su práctica desaparición de las calles. En esa relación gobierno-Estado-movimientos populares, el error principal, quizá, fue de los movimientos. La realidad es que el Estado siguió siendo burgués y los gobiernos atados en sus programas sociales y de distribución (no de redistribución) de renta.
Las realidades tecnológicas, políticas, económicas, sociales, culturales son muy diferentes a las de dos décadas atrás, pero los desafíos siguen siendo los mismos. Hoy, mientras los europeos se nutren del pensamiento –la experiencia y el accionar– latinoamericanos para intentar salir de su crisis capitalista, a nuestros países siguen llegando “expertos” y “pensadores”, en un retorno de las carabelas y los espejitos de colores, para convencernos de que no debemos soñar con utopías, para encarrilarnos en la teoría de “lo posible” (como hace 40 años), para que no nos veamos con nuestros propios ojos, sino que lo hagamos con la visión colonizadora.
La derecha no escatima esfuerzos para derrotar a su enemigo de clase. Miente, manipula, tergiversa los hechos. Usa todo el arsenal de herramientas disponibles: medios masivos de comunicación cartelizados, manipulación en el uso de datos y perfiles recolectados por las llamadas redes digitales en manos de seis grandes megaempresas, (convertidas en megaintermediarios privados de una “democracia global de mercado” los venden al mejor postor, en especial a los Estados); especialistas en imagen y manejo de masas, psicología publicitaria, iglesias fundamentalistas de corte neoevangélico, en una guerra de quinta generación, de redes, dirigida a las percepciones y no al raciocinio, cuya blanco es la psiquis y los nódulos neurálgicos del ciudadano.
Tampoco es cierto que la derecha latinoamericana sea fuerte desde el punto de vista ideológico y para ello basta escuchar a Mauricio Macri, Doria Medina, Sebastián Piñera, Iván Duque o Jair Bolsonaro. Pero sus mandantes sí saben lo que quieren. El publicitado poderío ideológico de las derechas conservadoras y supuestamente «modernas» son la cara oculta de la debilidad ideológica de las izquierdas y su incapacidad de crear frentes populares.
Junto a esta avanzada ideológica de la derecha, la izquierda parece estar sin rumbo, atrapada en la nostalgia, la falta de ideas y proyectos, con marxicistas incapaces de aggiornar el pensamiento a la era de la inteligencia artificial, con quienes tratan de conciliar e impedir encíclicamente la expresión de los excluidos obviando la lucha de clases, con los vendedores de espejitos de colores, con los profesionales de la denunciología y el lloriqueo, amarrados al asesinato de las utopías y la teoría de lo posible. Quizá, la utopía y la resistencia sean más unificadores que la construcción y el avance.
La represión sufrida en décadas pasadas paralizó grandemente al campo popular y la “pedagogía del terror” de la época de las dictaduras cívico-militares hizo bien su trabajo. Hoy, con una desaforada oligarquía financiera y guerrerista, el capitalismo cambia, ofrece nuevas mercancías, usa las posibilidades tecnológicas de la inteligencia artificial, del big data, de los algoritmos, para imponer imaginarios colectivos.
No es hora de llorar. Parafraseando a Mario Benedetti, bienvenidos al 2019, con “un arriba nervioso y un abajo que mueve”, aunque lo quieran amarrar.
(*) Tomado del sitio Espacio Público. Su autor: Periodista y comunicólogo uruguayo. Magíster en Integración. Creador y fundador de Telesur. Preside la Fundación para la Integración Latinoamericana (FILA) y dirige el Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE).