“Tomen dinero de los pobres que son muchos y nunca se quejan”, decía el Rey Sol en el siglo XVI y principios del XVII. Así le llaman los franceses al presidente Emmanuel Macrón, quien después de decir ante la prensa en el G-20 que no contestaría preguntas sobre cómo ni por qué ni por quienes en ese mismo momento París estaba en llamas de protesta, sentencio y con cara de casi no entiendo, casi una obviedad: que no tolerará la violencia. A continuación reproducimos dos textos publicados este fin de semana por El País, de Madrid, mientras la capital gala atronaba en manos y manifestaciones de “los chalecos amarillos”.
Emmanuel Macron, el político joven y novato que hace un año y medio llegó contra pronóstico y envuelto en un aura de invencibilidad a la presidencia de Francia, afronta el momento más difícil de su mandato. Los chalecos amarillos —el movimiento sin líder ni ideología que protesta contra el precio del carburante y la pérdida de poder adquisitivo— son los responsables. Desconcertado primero, desbordado después, y con la popularidad inferior a la de sus antecesores, Macron se resiste a ceder a las reclamaciones de los chalecos amarillos, que cuentan con un apoyo masivo entre los franceses, según los sondeos. Estas son las claves.
1. La inexperiencia
Cuando Macron llegó al Palacio de Elíseo en mayo de 2017, había sido ministro de Economía durante dos años y, antes, había trabajado dos años más como asesor del presidente François Hollande. Este era todo su currículum. “Nunca había sido elegido, nunca había encontrado electores”, comenta el veterano politólogo Jérôme Jaffré, director del Centro de Estudios y Conocimientos sobre la Opinión Pública. Quizá esto explica la falta de tacto en el trato con los ciudadanos: la percepción de que es un líder arrogante y elitista. O el error al dejar que una medida como la supresión parcial del impuesto sobre la fortuna le definiese como “el presidente de los ricos”. A esto se añade el hecho de que se rodease de un equipo reducido de tecnócratas, muchos de ellos treintañeros con poca experiencia en la vilipendiada vieja política.
2. La soledad
La victoria de Macron dejó en un estado agónico al Partido Socialista y debilitó a Los Republicanos, el partido de la derecha tradicional. No sólo los partidos fueron víctimas colaterales del macronismo. También prescindió, al gobernar, de los sindicatos y de los alcaldes y presidentes regionales, que ahora podrían serle de gran ayuda. La revuelta de los chalecos amarillos ha congregado a todos los agraviados en un país, recuerda Jaffré, “donde sabemos que el descontento emerge rápido y con fuerza”. Un ejemplo entre muchos: políticos como la ecologista Ségolène Royal, que en el pasado promovió con entusiasmo el ahora polémico impuesto ecológico sobre el diésel, ahora se suman a la fronda.
3. El sistema
La V República, decía su fundador, el general De Gaulle, es el encuentro de un hombre con el pueblo. Esto puede ser una ventaja: el presidente está legitimado por el voto directo popular, atesora poderes insólitos en la mayoría de democracias occidentales y, cuando dispone de una mayoría parlamentaria, puede gobernar a su aire durante cinco años. La desventaja es, como explica el politólogo Jaffré, que “la V República puede ser un sistema brutal”, porque “deja al presidente solo ante el pueblo”. Cuando, como es el caso en la actualidad, delega poco y ejerce de ministro de todo, y cuando el país es tan centralista como Francia y el poder se concentra en el Elíseo, no hay amortiguadores entre él y el descontento popular. Todo recae en el jefe del Estado.
4. La representación
“La Francia de los invisibles se ha convertido en una Francia visible”, dice Jaffré. Es la de los chalecos amarillos, la de las provincias y las ciudades pequeñas y medianas. Y la de los abstencionistas: 12 millones en la segunda vuelta de las últimas presidenciales. También canaliza la invisibilidad institucional del Reagrupamiento Nacional, heredero del Frente Nacional, viejo partido de la ultraderecha. El sistema electoral a dos vueltas les perjudica. Pese a obtener 10 millones de votos en las presidenciales, haber sido el segundo o el tercer partido más votado en las elecciones recientes (según si era la primera o la segunda vuelta) y ser el favorito para las europeas, el Frente Nacional sólo tiene seis diputados en la Asamblea Nacional y 14 de los 36.000 alcaldes franceses.
5. El pesimismo endémico
Lo que le ocurre a Macron no es atípico. Todos sus antecesores llegaron al poder con la promesa de sacar a Francia del estancamiento y el malestar, y pronto afrontaron el descontento popular. Tras el paréntesis de optimismo de 2017, regresa el pesimismo endémico en este país. La novedad ahora es que este descontento no lo canalizan los sindicatos ni los partidos. “Su problema”, observa Jaffré, “no es tanto el número de manifestantes como el apoyo que tienen en la opinión pública”. La paradoja es que rivales de Macron no son más populares que él: no aparece una alternativa política. El problema parece sistémico. La otra novedad es el contexto europeo y global. Esta vez, el malestar —el de los franceses que se sienten víctimas de la globalización y ve como las posibilidades de progreso se agotan— no es tan distinto de los votantes de Trump en Estados Unidos. Francia también vive su momento populista.
Pocos los vieron llegar. Que algún día, en algún lugar, estallaría el malestar difuso que existe en Francia con el presidente Emmanuel Macron y con las élites políticas y económicas, podía ser previsible. Pero que el hartazgo se expresaría de esta forma nadie, lo anticipó. Las barricadas incendiadas en los Campos Elíseos de París, durante una manifestación poco concurrida este domingo, subrayaron la dificultad para gestionar un movimiento que desde hace una semana ha llevado a miles de franceses a protestar en rotondas, carreteras y autopistas en todo el país.
El detonante del movimiento de los chalecos amarillos —la prenda obligatoria en todo los automóviles en Francia— fue el aumento del precio de gasoil, el combustible hasta ahora más barato y que, en enero de 2019, casi se equiparará con el precio de la gasolina. Pero la revuelta va más allá.
Sin líder ni ideología, quizá no sea más que una de estas expresiones periódicas del descontento francés. O podría representar, finalmente, la llegada del momento populista francés que otros países occidentales ya han vivido, y que Francia esquivó con la victoria de Macron en las presidenciales de 2017.
El miércoles por noche, el termómetro marcaba cero grados, y un centenar de chalecos amarillos se congregaba en el acceso a la autopista A-16, que conduce al túnel bajo el canal de la Mancha, en Calais. Hostiles a la prensa, que consideran manipuladora, los chalecos amarillos de Calais aceptaron hablar cuando supieron que el periodista era extranjero. Entre ellos se mezclaban votantes de Jean-Luc Mélenchon, el exsocialista que lidera el partido francés equivalente a Podemos, con votantes de Marine Le Pen, presidenta del Reagrupamiento Nacional, heredero del Frente Nacional, viejo partido de la extrema derecha.
Bajo la mirada de la policía antidisturbios, que les impedía cortar el acceso a la A.-16, se formaban tertulias. Las reclamaciones eran heterogéneas. “Aquí no hay jefes. Somos el pueblo”. “Estamos contra la mundialización y el capitalismo”. “BFMTV [la cadena de información continua] es la tele de Macron”. “Es el presidente de los muy muy ricos”. “Nos insulta, nos degrada, nos humilla”. “Piensa más en Europa que en el pueblo francés”. “Que dimita”.
El precio del gasoil o diésel es la bandera de las clases medias que sienten que pierden pie: la Francia de los que necesitan el coche para desplazarse en su vida cotidiana y que no llega a fin de mes. Es la Francia del automóvil con diésel —la de las ciudades medianas y pequeñas, mal conectadas por el transporte público— cada día más alejada de la Francia del metro, la bicicleta y el patinete. La Francia de provincias frente a la de la burguesía cosmopolita de las grandes ciudades que ve a la Francia periférica como un país exótico.
La fractura es territorial, entre grandes y pequeñas ciudades. Y es política: entre la Francia de Macron —el joven político que creyó que, destruyendo las viejas estructuras partidistas, podía acabar con el eterno pesimismo francés— y la que, o bien se quedó en casa en las últimas presidenciales, o votó a los extremos. También es una fractura ideológica: la lucha contra el cambio climático, ¿debe castigar a quienes usan el coche? ¿Cuánto están dispuestos a pagar los franceses para preservar el medio ambiente? Y, ¿deben pagar los más humildes?
La fractura opone a dos países que no se entienden. La incomprensión puede transformarse en un sentimiento de agravio y desprecio clasista hacia la Francia de los ringards y los beaufs —los horteras y los cuñados, en jerga popular— y hacia “los tipos que fuman pitillos y van con diésel”, como les llamó el portavoz del Gobierno, Benjamin Griveaux.
Los chalecos amarillos escapan por ahora a toda captación partidista. Le Pen y Mélenchon confían en capitalizar el descontento, como Laurent Wauquiez, líder de Los Republicanos, pero van con cuidado. Los episodios de violencia y algunas palabras e incidentes racistas en las concentraciones han servido a la mayoría macronista para alertar de la deriva extremista.
La dificultad añadida, para Macron, es que no tiene interlocutores. No hay sindicatos detrás. ¿Con quién debería reunirse, si quisiera negociar? El presidente ya ha superado las protestas por la ley laboral que agilizó el despido y por la reforma de la SNCF, los ferrocarriles públicos. El martes presentará propuestas. El mantra gubernamental sostiene que Macron escucha el descontento pero mantendrá sus reformas.
Francia —también las élites— observa a los chalecos amarillos con una mezcla de inquietud e interés: a fin de cuentas, los sondeos revelan que la mayoría de franceses simpatizan con ellos. Pocos los vieron venir; nadie sabe adónde van.
No fue la gran movilización que algunos esperaban. El desembarco en París de los llamados chalecos amarillos fue modesto. Pero accidentado. Unas 8.000 personas participaron ayer en la manifestación no autorizada en los Campos Elíseos, la avenida próxima al Palacio del Elíseo, sede y residencia de Macron. En el resto del país se movilizaron unas 106.000. La semana pasada fueron 280.000.
Los incidentes —barricadas incendiadas, gases lacrimógenos, 42 detenidos— marcaron la protesta en la capital. El ministro del Interior, Christophe Castaner, dijo que grupos de ultraderecha se habían infiltrado. Y acusó a Marine Le Pen de atizar a quienes llamó “los sediciosos” al sugerirles que fuesen a los Campos Elíseos en vez de a la zona designada, el Campo de Marte, más lejos de la sede presidencial. Le Pen le acusó de “manipulación politiquera”.