Para que la furia lectora no se incline sobre la escritura. Lo del chupóptero invocado no pertenece al orden exacto de los académicos reales de la península, a quienes con todo respeto me los soplo como se soplan las velitas en la torta, pastel o cake del cumpleaños, pues si maligna ponzoña se abate sobre nuestras lenguas, que son tantas como diversa nuestra América, esa es la del canon, reglamento, prontuario o deber ser, improntas de los modos de contar que se convierten en actos, casi siempre con bigotitos estreñidos y mechones aceitoso sobre jetas desencajadas. El chupóptero de marras no es aquella “persona que se aprovecha de otras”, así a secas. Es un ente mucho más dañino.
Por Víctor Ego Ducrot (*) / Le oí decir alguna vez a Tomás Maldonado (96 años) , entre los artistas plásticos más brillantes de mi país y revolucionario del diseño a partir de los ’60 del siglo pasado, que el dizque neoliberalismo es como el mismo Hombre, omnívoro, salvo que, a diferencia de nosotros, posee una monstruosa capacidad de asimilación. Es el aparato o sistema digestivo más poderoso del que se tenga conocimiento hasta nuestros días, que todo lo deglute, todo lo metaboliza y lo reconvierte en función de sus propios intereses, que son insaciables; y de sus lógicas más íntimas, que son depredadoras, y por consiguiente poco razonables.
Esa afirmación de quien “trazó los lineamientos de diseño industrial que hoy por hoy signan las bases de la tecnología moderna”, según afirmara hace ya más de diez años atrás el periódico Página 12, es medular para entender los métodos de apropiación privado en los que se ha especializado el aparato concentrado de producción simbólica en los tiempos que corren, caracterizados por el signo audiovisual y por el entretenimiento, desde el cual buena parte de los liderazgos políticos y sociales se entienden y explican a sí mismos, casi como si fueran (¿o lo son?) una pasta dental o un carburante para automóviles de la más fina y última generación.
“El guardaespaldas” y el arte de injuriar
Bodyguard en inglés, de Jed Mercurio, el mismo del policial Line of Duty, es una de las producciones más exitosas de la BBC, puesta a disposición de millones de televidentes en los últimos meses del vivir global, nada menos que por Netflix, la productora y streaming estadounidense que impuso una nueva forma de ver televisión, y de hacer negocios con las emociones, napas decisivas de la condición humana que el capitalismo neutrónico explota con comodidad porque quienes perseveramos en nuestras pulsiones libertarias como si de imperativos categóricos se tratasen – y mis disculpas por el desliz metafísico – aun no acertamos a la hora de estudiarlas, de reinterpretarlas en consonancia con los tiempos que corren y de ponerlas en tempo de vibrato político.
Es una serie que contiene todos los elementos sacrosantos de la ficción audiovisual de nuestros días, en el contexto de una contundente trama y de estilos afilados, cortantes y sin suturas a la hora de mantener la tensión narrativa. Pero claro, tampoco le falta nada de aquello que es vital para el esterilizado adocenamiento de sentidos del cual dependen los sueños placentero en las noches del mundo opulento, el mismo que busca lejías morales para lavar su culpas ante el dolor de la barriadas, de los inmigrantes y de los millones de varones y mujeres que pagan con su pobreza las bondades del consumo, del bienestar, de los supermercados provistos y de los culos entibiados del etnocentrismo.
Un ex soldado desquiciado tras su paso por la Afganistán siglo XXI, servicios de inteligencia y corrupción policial y política en la Londres actual. Los infaltables terrorista musulmanes. La burbuja de los blancos con sus sinsabores y contradicciones pero siempre amenazada por “los otros, por los ellos del afuera del muro”, los condenados de la tierra.
Inobjetable desde el punto de vista de cómo hacer para que la TV lo mantenga a uno atento, despierto, enlazado por la nueva modalidad televidente, que es la de la maratón sin fin y con pretensiones de vigilia eterna. Quizás el guión y la puesta en escena y acción pequen de excesiva previsibilidad, pero todo pudo haber sido un guiño engañoso. El episodio final suena a toda orquesta y nos tiene preparada una sorpresa, en la que la capacidad chupóptera de las denominadas industrias culturales hegemónicas parece no reconocer fronteras.
El velo de la mujer musulmana
“El sueño de la domesticación total de la sociedad argelina, con ayuda de las mujeres sin velos y cómplices del ocupante, no ha dejado de preocupar a los responsables políticos de la colonización. No hay un solo trabajador europeo que, en las relaciones interpersonales del lugar del trabajo, del taller o la oficina, no le haya formulado al argelino las cuestiones rituales: ¿tu mujer usa el velo? ¿Por qué no te decides a vivir a la europea?”.
Así escribía el eterno Frantz Fanon en «Sociología de una revolución» (Era, México, 1968), al explicar no sólo el rol de la mujeres en la guerra de liberación de Argelia sino el papel que en ese complejo proceso desempeñó el hiyab, el chador, el burka, el velo: como todas las tropas de ocupación a lo largo de la historia, la francesa portaba armas, tecnologías, logística, uniformes, saberes específicos y prácticas aberrantes que habían ensayado en Indochina. También sus propios aparatos culturales, que ante “los distintos, los ellos, los inferiores” se convirtieron factor autodestructivo.
Y si el velo de las musulmanas era y sigue siendo para los colonialistas de toda laya y catadura desandada un ejemplo de atraso y sometimiento, ¿cómo es que iban a ser esos sometidos seres capaces de provocar peligro alguno para sus majestades represoras? Ellas apenas era tenidas en cuenta para pullas y obscenidades, pero resultó que aquellas mujeres que los machos opresores (y las mujeres de la ocupación también) ni registraban si no fuese tan sólo para la burla, solían ser guerrilleras que se movían en silencio entre las líneas enemigas y provocaron estragos; fueron imprescindibles y ocuparon un espacio de centralidad en las luchas que condujeron a la victoria del FLN argelino.
A la búsqueda del antídoto (no) perdido
Fue la última escena de El Guardaespaldas la que desató la memoria como injuria – Jorge Luis Borges ensalza a la injuria como arte en Historia de la Eternidad, tal cual el inglés Thomas de Quincey lo había hecho por el XIX en clave de humor con el asesinato -, aquella de mi abuelo que supo deambular entre el anarquismo y que lanzaba a los cuatro vientos sin prejuicios como canto de guerra enfurecido; y salió un “me cago en todos los tuyos, tus descendencias y tus muertos, Netflix”.
El desquiciado ex soldado en Afganistán, héroe al impedir una atentado islámico en un tren de pasajeros y por fin perro guardián de una ministra con ambiciones políticas pero atravesada por pujas internas y corrupciones, deviene en maldito sospechoso y por último en pobre víctima. Fue engañado por el velo de la mujer musulmana; y no sigo para que no me acusen, como se dice ahora, de practicar spoiler, es decir de ser un maldito contador de finales.
Sólo subrayo: las afirmaciones ya parafraseadas de Tomás Maldonado acerca de la capacidad metabólica del aparato de sentidos del orden capitalista retumbaban como epifanías. Y confieso: me despido de este texto para a disfrutar por enésima vez al enorme Gillo Pontecorvo y su filme La Batalla de Argelia (1966). Un antídoto.
(*) Texto publicado por el blog Firmas Selectas de la agencia Prensa Latina. Doctor en Comunicación por la UNLP, periodista, escritor. Profesor titular de Historia del Siglo XX (Cátedra II). Profesor titular de Análisis y Producción Crítica de Narrativas sobre Delito y Violencia, en la Maestría Criminología y Medios de Comunicación. Director de AgePeBa. Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP.