Fue realizada por el poeta, crítico y académico de la UBA, Guillermo Saavedra, y publicada en 1988, en el diario El País de Montevideo y luego, con algunas modificaciones, en el diario Clarín de Buenos Aires, las revistas Disonanz de Suiza y Musica Nuova de Italia; y formó parte del libro La música de Astor Piazzolla publicado por el diario Clarín en su colección Tango argentino. La reproducimos en esta oportunidad y con autorización del autor por considerarla insoslayable a la hora de conocer acerca de uno de los más importantes músicos argentinos de todos lo tiempos.
Por Guillermo Saavedra / Nadie sabrá jamás si la casualidad fue más fuerte que el destino o si éste, en la curiosa biografía de Astor Piazzolla, se ocultó tras un golpe de dados. Para que ese hombre cambiara radicalmente la música de Buenos Aires y se inscribiera entre los pocos músicos verdaderamente originales del siglo veinte, fue necesaria más de una peripecia. Fueron cambios de suerte que revistieron la apariencia épica de los viajes: desplazamientos en el mapa de quien iría encontrando, sin sospecharlo, los sonidos precisos de esos cambios.
“Nací en 1921, en Mar del Plata, por entonces una ciudad bastante deshabitada de la costa atlántica argentina, casi salvaje y donde, según se decía, veraneaban sólo los burgueses de mucho dinero”, recuerda ahora el músico instalado en un cómodo piso de la avenida Libertador, en el elegante barrio de Palermo Chico, justo frente al hipódromo. De esos primeros años en la ciudad marítima, Piazzolla rescataría más tarde el olor del aire, los rituales de la pesca y el color insuperable de frutas y verduras. Apenas tenía cuatro años cuando debió acompañar a sus padres a New York, para probar suerte. Allí fueron Vicente Piazzolla y su mujer Asunta Manetti, hijos de inmigrantes italianos apretados por la miseria y la desesperanza. Cuando estuvieron ubicados en la calle 8 del Greenwich Village, barrio por entonces bohemio y bastante proletario, los Piazzolla no dejaron de ser argentinos pero tampoco olvidaron que eran hijos de italianos. Luego de varios años de estrecheces y un intento fallido de volver a la Argentina, hacia 1930, Vicente Piazzolla, alias Nonino, logró ponerse bajo la protección de Nicola Scabutiello, dueño de una importante peluquería en el West Side y de varios billares clandestinos: era un discreto capomaffia.
“De algún modo, lo que soy se lo debo a esos primeros años en New York. Aquello era el mundo que se ve en la serie Los intocables: la pobreza, la solidaridad entre paisanos, la Ley Seca, Eliot Ness, la mafia… En fin, yo era muy indisciplinado, no me gustaba mucho la escuela –me expulsaron de varias y, para mis padres, era cada vez más difícil que me aceptaran en la siguiente– y andaba mucho por las calles. Ese ambiente me hizo muy agresivo, me dio la dureza y la resistencia necesarias para enfrentarme al mundo y, sobre todo, a los escándalos que, veinticinco años después, iba a desatar mi música”.
¿Qué sonidos de ese ambiente gangsteril y alcoholes subrepticios quedaron desde entonces fijados en el mapa musical de Astor Piazzolla? “El jazz, naturalmente. Las orquestas de Duke Ellington y de Fletcher Henderson… Por las noches, con un compañero íbamos a Harlem, hasta la puerta del Cotton Club, a escuchar a Cab Calloway. Por supuesto, lo escuchábamos desde la calle, porque éramos dos ‘enanos’ y no nos dejaban entrar. Por otro lado, recuerdo la primera vez que mi maestro de música me hizo escuchar a Bach; y, desde luego, el tango, esa música triste, llena de nostalgia, que mi padre ponía en la victrola y a través de la cual conocí a Julio De Caro, a Pedro Maffia, a Carlos Gardel”.
Pero ese gringuito rubio y de baja estatura a quien sus amigos apodaban Lefty (por la manera de sacar la mano izquierda a la hora de las peleas) conocería, como un anticipo de lo que vendría más tarde, una forma precoz de la consagración: “Un día, mi padre lee en el diario que llega Gardel a New York para filmar una película. Mi padre, que además de escuchar religiosamente los discos de Gardel tenía el hobby de hacer tallas en madera, se pasó dos noches sin dormir haciendo una escultura de un gaucho tocando la guitarra. Le escribió al pie: ‘Al gran cantante argentino Carlos Gardel, Vicente Piazzolla’. Averiguó en qué hotel se alojaba Gardel y me dijo: ‘Tomá, llevásela y decile que se venga a comer unos ravioles. Ah, y no te olvides de decirle que tocás el bandoneón’. Hay que tener en cuenta una cosa: cuando Gardel llegó a los Estados Unidos, en New York debía de haber algo así como ocho argentinos y tres uruguayos. Por supuesto, gente que se mataba trabajando: mi padre, en la peluquería de Scabutiello, en cuya trastienda se levantaban apuestas clandestinas; mi madre, atendiendo un salón de belleza que la mitad de la semana trabajaba con las mujeres de los gangsters italianos y la otra mitad, con las mujeres de los gangsters judíos (si se llegaban a cruzar, se armaba un escándalo); y ambos, destilando licor en la bañera para enviárselo a nuestros ‘primos’ de New Jersey… En fin, llega Gardel a ese lugar y, de pronto, se encuentra con un chico como yo, que le habla en español, le ofrece un regalo de un admirador argentino y, para colmo, le dice que sabe tocar el bandoneón. Gardel casi se desmaya. Me pidió que fuera al día siguiente con el bandoneón. Yo apenas chapurreaba algunas cositas porque en ese entonces, a pesar de que mi padre me había comprado el bandoneón para que tocara como Pedro Maffia e incluso me mandaba a estudiar música, yo prefería el jazz y soñaba con tener una armónica y hacer tip tap. De todos modos, mi escasa destreza con el instrumento le bastó a Gardel para incluirme en la película que había ido a rodar a los Estados Unidos: Luces de mi cudad, donde además de tocar yo hacía el papel de vendedor de diarios.”
Desde ese momento de 1934 y hasta el regeso definitivo a la Argentina, para el joven Piazzolla vendrían tiempos de un exotismo amateur: vestido de gaucho, asociado a otros dos argentinos, sorprendía a los asistentes al cabaret El Gaucho como “The Argentine boy wonder of the bandoneon”. O tocaba el típico instrumento para una emisora de onda corta que llegaba a Buenos Aires. Pero el muchacho rubio de mirada engañosamente inofensiva aún prefería perderse por las calles del distrito, escapar al deber, jugar al béisbol y martirizar a los gatos del vecindario. ¿Cuándo llegaría, como un plazo del destino o una treta de la suerte, el amor por la música, su ejercicio febril, su propia voz haciéndose escuchar a través de la encorsetada malla del tango?
“Creo que para eso fue necesario el hastío: el aburrimiento de las tardes de verano en Mar del Plata, adonde habíamos regresado con mis padres en 1937. Yo ya había tenido varios ‘anuncios’ de una vocación escuchando a De Caro, a Bach, a Cab Calloway. Desde entonces, aunque de modo confuso, yo intuía que lo mío debía ser una combinación de todo eso. Y el aburrimiento, como dije, de las tardes marplatenses me predispuso a esperar algo. Yo sentía que mi vida no podía ser solamente eso, caminar como un sonámbulo por las calles de una ciudad semidesierta. Y, de golpe, una tarde, mientras estaba recostado en mi cama, escucho por la radio al violinista Elvino Vardaro y su sexteto. Descubrí una nueva manera de tocar el tango y sentí que eso era lo que yo quería hacer. Le envié una carta a Vardaro y él me respondió alentándome. Formé un grupo con algunos amigos; yo elegía el repertorio y hacía los arreglos. Iba a una confitería donde tocaban orquestas de tango de Buenos Aires. Allí trabé amistad con el bandoneonista Juan Sánchez Gorio, con Enrique Mario Francini, con Héctor Stamponi… Este último me convenció de irme a Buenos Aires”.
Entre las previsibles lágrimas de doña Asunta y los consejos de Nonino, el joven de 16 años partió a la Capital. Allí lo esperaban un cuarto de alquiler, el trabajo en una orquesta que tocaba en el cabaret Novelty y la amargura de descubrir rápidamente la espesa sordidez de la vida nocturna de Buenos Aires, que Piazzolla aprendió a matizar estudiando música con rigor prusiano y despejándose en la calma verde del billar. Cuando salía de tocar se iba, con unción religiosa, al café Germinal a escuchar al bandoneonista Aníbal Troilo, “por ese entonces”, afirma Piazzolla, “el más grande de todos”.
Ahora, apoltronado en un mullido sillón de un piso confortable, Piazzolla se recuerda a sí mismo y parece esbozar una sonrisa autocompasiva, como si hubiese atrapado una imagen de su pasada inconsciencia: “De tanto ir a escucharlo, sabía el repertorio de Troilo y su orquesta de memoria; y me había obsesionado con algunos de sus músicos, especialmente con el pianista Orlando Goñi y el violinista Hugo Baralis, de quien me hice amigo. Una noche llego al Germinal y Baralis me recibe con cara de velorio. ‘Qué pasa?’, le pregunté. ‘Justo hoy, un viernes, se enfermó el Toto. El Gordo (se refiere a Troilo) está furioso y tiene razón: perdemos de tocar todo un fin de semana’. Era mi oportunidad: el Toto Rodríguez, uno de los bandoneones, estaba fuera de combate. Con la irresponsabilidad de la adolescencia, le pedí a Baralis que le dijera a Troilo que yo podía tocar. Baralis me miró como si yo me hubiera vuelto loco: ‘Lo decís en serio?’. ‘Por supuesto que lo digo en serio. Sé todo el repertorio de memoria’. ‘Es imposible’, me dijo riéndose, ‘sos demasiado jovencito para esto’. Seguí insistiendo hasta que Baralis, con un poco de miedo, fue a hablarle a Troilo. El Gordo me miró, entre divertido y asombrado; me preguntó si me tenía tanta fe como para tocar allí mismo. Le dije que sí, que sabía música clásica y conocía sus tangos como para tocarlos con los ojos cerrados. Troilo hizo una seña con la cabeza, me acercaron un bandoneón, subí al escenario de un salto y, a una indicación suya, comencé a tocar. Me tenía tanta confianza que toqué todos los tangos como a quien le piden el Arroz con leche. Cuando terminé, Troilo se quedó un momento en silencio, después se acercó hasta mí y lo único que dijo fue: ‘Ese traje no va, pibe. Conseguite uno azul que debutás esta noche’.”
Por esa misma época –era el año 1939– y con similar audacia, Piazzolla consiguió una entrevista con el pianista Arthur Rubinstein, que estaba en Buenos Aires para dar una serie de recitales: “Le llevé un concierto para piano que yo había escrito. El, muy amablemente, se puso a tocarlo al piano. Cuando terminó, me dijo con simpatía: ‘Le gusta la música?’ ‘Sí, maestro’. ‘Por qué no estudia, entonces?’. Tenía absoluta razón. Sin perder tiempo, comencé a estudiar con Alberto Ginastera. Yo quería estudiar con Juan José Castro pero él no podía enseñarme y me recomendó a Ginastera, que en ese momento era también bastante joven, al punto que yo fui el primer alumno que tuvo en su vida. Con él estudié frenéticamente entre 1939 y 1945; es decir, más o menos el tiempo que estuve en la orquesta de Troilo. De modo que el Gordo era mi chanchito de la India. Cada cosa nueva de armonía, de contrapunto, de instrumentación que aprendía con Ginastera la probaba en la orquesta. Y el Gordo me detenía, me preguntaba si estaba loco o quería que los músicos me asesinaran al final de un ensayo; decía que lo que yo proponía no se podía bailar. De todos modos, Troilo me quería, llegué a ser su primer bandoneón y, durante los dos últimos años que estuve con él –1943 y 1944–, hacía casi todos los arreglos. Claro que era una lucha constante: de mil notas que escribía, el Gordo me borraba seiscientas”.
Pero la huella musical y afectiva que Aníbal Troilo dejó en Piazzolla ha sido más poderosa que las circunstanciales diferencias profesionales. Troilo llevó a su máxima expresión, en cuanto a calidad, brillo y originalidad, las innovaciones introducidas en la orquesta de tango –desde mediados de los años veinte– por creadores como Julio De Caro y Alfredo Gobbi. Su orquesta sorprendía por la calidad de sus solistas y la permutabilidad de los roles rítmico y melódico, que se alternaban el piano y los bandoneones; y, al mismo tiempo, fue un modelo de equilibrio entre una musicalidad refinada y la necesidad de satisfacer a un público que, en los años ‘40 y ‘50, no iba tanto a escuchar a músicos y cantantes como a bailar. Troilo fue además un maestro de instrumentistas y vocalistas, uno de los mejores bandoneonistas de toda la historia del tango y un compositor delicado, autor de algunas de las piezas más notables del repertorio instrumental o cantado.
Piazzolla nunca dejó de reconocerlo –a la muerte de Troilo, compuso una de sus obras más personales y conmovedoras: la Suite troileana (1976)– y ahora, en una tarde con amagos de tormenta, es capaz de afirmar: “Lo que hacía él en el ‘40 estaba completamente ligado al Buenos Aires de entonces. Una ciudad sin televisión, menos bombardeada por la publicidad y enamorada de los bailes. Si te fijás en un diario de esa época, vas a ver que todos los días se anunciaban docenas de bailes: por la orquesta de De Angelis, la de D’Agostino, la de Canaro, la de Pugliese… Cientos de orquestas de tango que hacían bailes todos los días. D’Agostino o D’Arienzo trabajaban mucho más que Troilo, porque hacían una música más simple, más popular; pero yo con Troilo llegué a hacer treinta y cinco bailes en un mes. Además, al existir menos intermediarios, había una relación muy íntima entre los músicos y el público. Y una cantidad de creadores extraordinaria: Manzi, Francini, Cadícamo, los hermanos Espósito, Discépolo, Troilo, Stamponi, Cátulo Castillo, Mores… De modo que todas las noches se estrenaba un tango que, literalmente, a la mañana siguiente ya era un éxito”.
El hombre que, como otros antes, perseguía una forma que su estilo no encontraba, como un plazo de la suerte o una treta del destino, llegó a Buenos Aires para cambiarle el fraseo. Tal vez la furia del mar en sus oídos, los sonidos del Cotton Club y las fugas de Bach en el piano de un lejano maestro húngaro sobrevolaron desde siempre ese paisaje demasiado apacible que, para él, era el tango. “Supe desde siempre que lo mío era el tango, pero más allá del tango conformista y haragán de la mayoría de los tangueros. En algún momento, entendí que tenía que cruzar ese tango adormecido con otras cosas, había que enriquecerlo, llenarlo de riesgo y de sorpresa. Cuando hacía arreglos para Troilo, no pensaba en algo fácil que hiciera bailar a la gente sino en poner afuera algo muy mío y a la vez vinculado con esa música que todos conocían, para que fuera escuchado. Eso, Troilo no podía entenderlo. Lo más curioso es que ni siquiera se daba cuenta de que su público, cuando él tocaba tangos suyos como Quejas de bandoneón, Chiqué o Inspiración, dejaba de bailar y se acercaba a escucharlo. Troilo estaba convencido de que lo que daba de comer era el tango bailable. Cuando a veces, antes de salir a tocar, nos juntábamos con Goñi y algún otro a tocar a la manera de Julio De Caro un tango más romántico, más musical, el Gordo nos quería matar: ‘No! No toquen eso que se van a malacostumbrar! Toquen lo que tocamos nosotros’, decía. Sin embargo, cuando él componía tenía una relación muy personal, elaborada, con la música. Cada uno de sus tangos –Garúa, La última curda, Che, bandoneón– era una pequeña joya. Al igual que lo fueron los tangos de Mariano Mores; él también fue un creador excepcional, hasta que un día se cansó y empezó a escribir de memoria… Es que el mundo de la música ha sido muy duro para todos. Para mí, lo sigue siendo incluso ahora, porque no puedo detenerme, no puedo conformarme; después de cierto tiempo, tengo que romper todo y empezar de nuevo. Y así fue siempre, desde que abandoné la orquesta de Troilo: cambiar, enfrentarme a la resistencia de la gente, a los músicos de tango ultraconservadores que me despreciaron, me segregaron, me insultaron como si yo hubiera sido el demonio”.
Primera herejía, según sus detractores: dejar, a fines de 1944, a Troilo, al Gordo Pichuco, que había sido como un padre para él. Después, dirigir una orquesta que había armado el gran cantante y bandoneonista Francisco Fiorentino, a quienes todos consideraban entonces en una gloriosa decadencia. En 1946, Piazzolla arma su primera orquesta típica (así se llamaba a las formaciones que tenían un repertorio exclusivamente tanguístico) y el lento pero firme comienzo de los sacrilegios: tres tiempos metidos en el hasta entonces inamovible cuatro por cuatro; contrapuntos, fugas, formas armónicas inauditas.
“Por ese entonces”, recuerda ahora, “ya empiezo a tratar de ser Piazzolla. Comienzo a escribir, a hacer arreglos más personales. Por supuesto, cada vez teníamos menos trabajo. Por entonces, se tocaba para hacer bailar y nadie podía bailar conmigo. Me atacaban, no me promocionaban o se burlaban de mí. En un cabaret donde tocaba, un día las mujeres que trabajaban en el local se pusieron a bailar en puntas de pie como si estuviera sonando El lago de los cisnes. Yo juntaba indignación y hambre. En 1950 dejé la orquesta y casi abandoné el bandoneón. Me puse a estudiar como un loco. Formé una orquesta de cuerdas con la que grabamos algunos discos. A pesar del rechazo, sentía que lo mío no había aparecido”.
El cambio, explosivo, completo –casi apoteótico según sus primeros seguidores, apocalíptico para casi todo el mundo del tango– vendría después de su viaje a París, en el ‘54. Allí estudió con Nadia Boulanger poco menos de un año. Más allá de lo técnicamente aprendido con la célebre maestra de Aaron Copland y Leonard Bernstein, ella le ayudó a descubrir que lo suyo no era la composición erudita sino el enriquecimiento que las formas clásicas, el jazz y sus propias intuiciones podían dar a esa música surgida a orillas del Río de la Plata.
“Cuando fui a París, dos cosas me abrieron literalmente la cabeza: una, estudiar con la Boulanger, haber encontrado en ella la confirmación de un camino a seguir; la otra, escuchar a Gerry Mulligan y su grupo: esto me volvió completamente loco, no sólo por los excelentes arreglos de Mulligan y por la forma en que tocaban todos sino también, y fundamentalmente, porque percibí la felicidad que había en ese escenario. No era como las orquestas de tango que yo estaba acostumbrado a escuchar y que parecían un cortejo fúnebre, una reunión de amargados. Aquí la cosa era una fiesta, una diversión: tocaba el saxo, sonaba la batería, se la pasaba al trombón… y eran felices. Porque allí había arreglos, había un director, pero también margen para la improvisación, para el goce y el lucimiento de cada uno de los músicos. Me dije que eso era lo que quería para el tango. Y efectivamente, cuando volví a Buenos Aires, formé el primer Octeto (1955) que fue, entonces sí, una verdadera revolución. Allí empleé todo lo que había aprendido con Ginastera y la Boulanger y algunos fraseos y procedimientos instrumentales que eran más característicos del jazz. Introduje un concepto absolutamente novedoso para el tango: el swing. Y, fundamentalmente, la idea del contrapunto: tocar en el Octeto era como cantar en un coro; cada uno tenía su parte que dialogaba con las partes de los otros; cada uno podía disfrutar de lo que tocaba, podía lucirse y divertirse con la música que hacía. Y eso es fundamental, porque si la música carece de diversión no sirve para nada. Por supuesto, allí estaba todo lo que había aprendido en mis clases, sobre todo Stravinsky, Bartok, Ravel y Prokofiev; pero también estaba la veta más agresiva y cortada del tango de Pugliese, el refinamiento de un Troilo y de un Alfredo Gobbi que, hacia fines de los ‘40, era para mí el tanguero más interesante”.
Escándalos, conciertos que terminaban a las trompadas y la vieja zurda del ya no tan pequeño Lefty saliendo a defender una música que cambiaba al compás de una ciudad, Buenos Aires, que entraba de lleno en un período de modernización. “Por supuesto, los tangueros ultraconservadores no me soportaban. En una época en que se pasaba tango en todas las emisoras de radio, mi música era sistemáticamente ignorada y yo acusado de asesino del tango, traidor a no sé qué causa. En fin, había una pequeña élite que entendía lo que yo estaba haciendo. Mi música siempre fue para una élite: en ese momento serían cinco mil personas, en los ‘60 serían diez mil, ahora serán un millón de personas, pero sigue siendo una élite. Por otro lado, yo no estaba solo en esa transformación: había gente como Eduardo Rovira y otros embarcados en búsquedas similares. Y además, en esos años y especialmente durante la década del ‘60, toda la cultura argentina cambió: la literatura, el cine, la plástica y la danza se transforman para acompañar los cambios de una sociedad que ya no era la que pintaba el tango del ‘40. Hay que tener clara una cosa: el tango como género cantable y bailable se moría solo a mediados de los ‘50. No fui su verdugo, eso vino absolutamente solo. Que hayan existido un Eduardo Rovira y un Piazzolla era consecuencia de un proceso, porque las cosas lo van encontrando a uno fatalmente. Uno no puede proponerse ser distinto o ser moderno, uno es distinto o es moderno y si no, más vale que no intente autoimponérselo. Cuando escucho a alguien proponer, por ejemplo, que Juan Carlos Baglietto es el tanguero del rock argentino, me causa gracia. Eso no tiene nada que ver. Los músicos de rock usan el nombre de Gardel o el de Goyeneche por una cuestión de conveniencia, para atraer a otro público que está con Goyeneche o con Gardel. Pero su música no tiene nada que ver con el tango, es rock puro”.
Qué opina hoy del rock el hombre que, en los años ‘70, tuvo un amable acercamiento al rock argentino e incluso llegó a tocar en vivo junto al grupo Alas? “Quiero mucho a los jóvenes, sobre todo a los que tienen inquietudes y hacen cosas, intentan encontrar un camino. Ahora, todavía no escuché a ninguno que me sorprenda. Escuché algunas cosas de Lito Vitale que me gustaron mucho, pero veo que tiende a repetirse. El problema es que él trabaja con el folklore, y el folklore argentino es una música que tiene menos riqueza que el tango. El folklore se repite en una serie de ritmos como la zamba, el gato, la chacarera… y de allí no se mueve. El tango, en cambio, diría que es casi como el jazz. tiene misterio, profundidad, dramatismo. Es religioso, puede ser romántico y puede alcanzar una agresividad que el folklore nunca podría tener, salvo la chacarera. Cuando empezamos con el Octeto, por ejemplo, parecíamos salidos de un grupo de combate. ¡Éramos ocho guerrilleros subidos al escenario! Yo ‘rompía’ el bandoneón todas las noches y el gordo (Leopoldo) Federico también. Cada uno, en lugar de un instrumento, tenía una bazooka. Habíamos convertido el escenario en un ring de box”.
Luego vendrían varias formaciones de cámara; sus trabajos con la coreógrafa argentina Ana Itelman, el tango-ballet y un período oscuro, doloroso en los Estados Unidos donde más de veinte años después tuvo que volver a disfrazarse –ahora de malevo argentino– para tocar. Los años ‘60, en Buenos Aires, traerían un nuevo público –“una nueva generación de jóvenes inteligentes que estaban esperando una música como la mía”– a las ya míticas sesiones del bar Jamaica y sobre todo a los encuentros en el 676 de la calle Tucumán, con músicos de la talla de Joao Gilberto, Stan Getz, Maysa Matarazzo y Gary Burton, donde Piazzolla debutó con su primer Quinteto, “la formación musical con la que siempre me he sentido más cómodo”. Su asociación con el poeta Horacio Ferrer para hacer María de Buenos Aires (1968) y las Baladas que cantó Amelita Baltar (1969); el histórico encuentro con Gerry Mulligan (1974), su debut junto a Georges Moustaki (1977), la música para películas, sus grupos con músicos europeos y recién entonces –después de más de treinta años de trabajo, paciencia, polémicas y privaciones (“Con María de Buenos Aires nos fue tan mal que tuve que vender la casa y el auto para pagar deudas”)– la consagración definitiva y cierta tranquilidad económica.
“Lo que ocurre es que nunca pensé en el dinero como una prioridad, sino en hacer la música que consideré necesaria. En todo caso, siempre me preocupó que ganaran bien los músicos. Un día, conversando con uno de los músicos de Osvaldo Pugliese, me enteré de que ellos trabajaban en cooperativa: cada uno tenía un puntaje de acuerdo a su participación y, según ese puntaje, cobraban. Desde entonces, siempre he trabajado de esa manera. Cuando no hay dinero, no lo hay para nadie; cuando hay mucha plata, hay mucha para todos. Es fundamental que el músico se sienta involucrado, parte de lo que hace; y esto vale no sólo para la música sino también para la participación en las ganancias cuando esa música empieza a dar dinero”.
El hombre que, hace ya casi sesenta años, recibió de su padre el primer bandoneón con el mandato de tocarlo como nadie, sentado ahora en un enorme sillón, piensa otra vez en esa jaula de metal, nácar y aire y dice: “Ante todo, el tango sin el bandoneón a mi juicio no funciona. No justifico el tango con un saxofón como solista. El bandoneón es el instrumento del tango por excelencia. A veces, en los conciertos, cuento su curiosa historia: el bandoneón nació en una iglesia; de las iglesias europeas fue a los burdeles de Buenos Aires; de allí fue a los cafés; y hoy en día ha entrado en las salas de conciertos. Es decir, dio toda la vuelta. En lo personal, para mí, como para otro músico será otro instrumento, no es la mitad de mí mismo, el bandoneón es el noventa y nueve por ciento de mí mismo. Un instrumento, para un músico, es más importante que una mujer, que un hijo. Uno ama entrañablemente a su instrumento. Yo amo al bandoneón. Y, cuando lo toco, cuando canto alguna melodía, lo quiero más a través de los dedos. El bandoneón hay que tocarlo con un poco de bronca, de violencia. Hay que golpearlo, pegarle, exigirle todo. No concibo a alguien que toque el bandoneón como si fuera un chico que está haciendo pis; hay que tocarlo con todo lo que uno tiene adentro. Yo escucho tocar, por ejemplo, a Alejandro Barletta y no se me mueve un pelo; en cambio, lo escucho tocar a Leopoldo Federico, a Roberto Di Filippo o a Néstor Marconi y es otro el bandoneón. Es que no se lo puede tocar como si fuera un clavicordio; hay que emplear otro tipo de fuerza, es algo más físico. Como dice el Gordo (Leopoldo) Federico, hay que tocarlo con todo el peso del cuerpo; él, con sus ciento veinte kilos, lo ‘destroza’. No hay que tocarlo, como dicen algunos fanáticos técnicos, abriendo y cerrando. Cerrando, jamás se podrá frasear el bandoneón, no se puede hacer nada. Yo diría que ni el diez por ciento de las notas que toco las toco cerrando. Empleo el ‘cerrando’ simplemente por una necesidad de respirar con la jaula, pero cuando tengo que cantar una melodía la tengo que cantar abriendo. De esa manera se goza lo que se toca. Cerrando no se goza un comino; cerrando, el bandoneón es cero, nada”.
Astor Piazzolla –sesenta y siete años al momento de esta nota, cuatro by pass recientes para que su corazón siga pulsando esa caja de sonidos milagrosos–, sentado en un sillón en una tarde tormentosa, piensa que ha hecho lo debido. Que su música ha tardado el tiempo necesario para llegar al alma de los otros: “Si hubiera sido un éxito desde el comienzo, habría desconfiado”. Cree en Dios, ama el mar, la pesca del tiburón, la tierra húmeda y las manzanas verdes. Afirma que, de vivir otra vez, sería, otra vez, bandoneonista. Que le gustaría, quizá, que eso ocurriera. Pero esa fáustica pretensión se explica por un afán perfeccionista: “Me encantaría vivir cien años más, pero no para vegetar o arrepentirme de algo que hice mal o que no hice; sino para seguir componiendo, para escribir música cada vez mejor. Evolucionar es sintetizar. Mozart, por ejemplo, cada vez escribía mejor porque era más limpio, más puro. Cuanto más limpia es la obra, mejor se la escucha. Sintetizar es lo más difícil que hay en arte”.