Thelonius “Pesadilla” Amumsen, o Rober Mur. Uno, otro y él, perioescribidor (es) runfla () y poeta (s): pensador (es) de Beraza y angelador (es) del conurba allá al Sur. Sí, hoy la pusieron brava. Simpre contra la niebla mugrienta y por la blasfemia de llama encendida, o la barbarie refinada. Adelante, que te leo.
Por Thelonius “Pesadilla” Amumsen / En medio de la Plaza de los Bomberos Voluntarios de Berazategui, frente a las vías del tren, a la vista de todos, ahí está El Predicador, sosteniendo un micrófono destartalado con una mano y una biblia de tapa blanda con la otra. Se para arriba de un cajón de manzanas que usa como escenario y su frente y su camisa blanca, empapadas de transpiración, se queman al sol de la tarde.
Quebrando el silencio del centro de la ciudad, inundando el aire de advertencias sobre el fin del mundo, vomitando salmos encima de las baldosas manchadas de mierda de paloma. El Predicador advierte sobre el Apocalipsis, la llegada del día del Juicio y la redención. Sobre las penas a pagar ante Él por la concupiscencia de los débiles, de los deseos heréticos y la veneración de falsos ídolos.
El Predicador vocifera, mancha de espuma el micrófono y hace acoplar el parlante viejo. Poco a poco comienza a acercarse la gente. Los bomberos del cuartel se sacan los cascos y quedan atónitos, casi hipnotizados, ante la arenga del Predicador que señala al cielo y al infierno. Ellos han visto la muerte de cerca varias veces y saben que el Predicador no jode. Saben que sus palabras son tan serias como un incendio.
La voz se corre en toda la zona. Se acercan los trabajadores de los comercios de ropa y pancherías del centro, que cierran las persianas de los locales para contemplar la advertencia santa. Algunos agarran aerosoles y pintan “El fin está cerca” en grandes letras rojas. Se acercan los pibes que se ratean del colegio, los operarios de las fábricas que han decidido apagar las máquinas. Se acercan decenas de muchachitos fumando porro y abuelas con bastones, alucinados hasta las lágrimas. El mundo se detiene. El sistema ya no sirve. Saben que, ante el llamado a la justicia divina, nada más importa. Que todo lo demás debe esperar. Porque en algún punto intuyen que es más posible imaginar la destrucción de esta tierra, que el fin de la ciudad y del trabajo. Que es más fácil hablar del fin del capitalismo, que del terror del fin del mundo.
“Si se humillare mi pueblo, sobre el cual mi nombre es invocado, y oraren, y buscaren mi rostro, y se convirtieren de sus malos caminos; entonces yo oiré desde los cielos, y perdonaré sus pecados, y sanaré su tierra”, grita con los ojos cerrados el predicador, pasaje tras pasaje. El Predicador alza la mano y algunos caen desmayados por su fuerza. En menos de dos horas, el lugar está repleto de gente. Las madres se arrodillan con sus hijos tomados de las manos, los alzan en brazos, esperando que el Predicador los bendiga y resguarde. Es una imagen de épica, como una Roma estremecida, pero es Berazategui, una tarde aburridísima de sol.
Entonces, alrededor del cajón de manzanas, el suelo empieza a temblar y quebrarse entre las baldosas. De las grietas se escurren aguas negras y víboras que empiezan a arrastrarse por la plaza. Algunos hombres corren aterrados, algunas mujeres comienzan a orar en voz alta, algunos chicos fuman pitadas gigantes de porro y ríen a carcajadas mientras los reptiles comienzan a treparse a sus piernas y brazos. Los policías entregan sus armas, se deshacen de sus uniformes y quedan desnudos: saben que ahora son soldados del Predicador.
La grieta del piso se estira hasta la calle, destruye el asfalto y fractura la tierra debajo. Se abre un gran agujero y deja aflorar un río de lava que derrite las veredas, vías del tren, los semáforos y los comercios del centro. Los árboles y postes de luz se hunden. A lo lejos se ven llamas veloces que caen del cielo como proyectiles sobre las canchas de fútbol, las pizzerías y los monoblocks. La ciudad es un caos.
Junto a obreros, maestras, fumones y amas de casa, se suman ahora filósofos, poetas, políticos, actores de cine, personajes de las telenovelas. Se abrazan unos a otros, se unen alrededor del Predicador, que advierte sobre los puros y los impíos. Se escucha en ese momento el rugido que llega desde algún lugar lejano y se vuelve cada vez más fuerte. Es la trompeta del arcángel Gabriel, que destruye las ventanas de las casas, los autos y los colectivos, estacionados todos en fila al lado de la estación de tren de Berazategui. El zumbido derrumba las casas más grandes, los asentamientos a la ladera de los arroyos, los hospitales, las escuelas. Anuncia el final.
La tierra sucumbe, todas las paredes tiemblan, miles de serpientes oscuras trepan los edificios de ladrillo y cemento hasta alcanzar el cielo y teñir las nubes de negro. Y todos se aferran al Predicador, sin dudarlo un segundo. Pero sin miedo.
Son cientos, miles, millones. Están allí en celebración. Sonríen, abrazados todos, envueltos en transpiración, tierra y sangre. Porque es el día de la Redención, del Juicio y de la llegada de un nuevo mundo. Y están tranquilos. No solo porque será la Salvación, sino porque intuyen que el sistema no da para más y solamente el fin del mundo será capaz de destruirlo.